La Jornada Semanal,  25 de noviembre del 2001                          núm. 351
Carlos Fuentes 

La Giganta de Cuevas,
nuestra diosa moderna

 
Carlos Fuentes nos previene contra la engañosa serenidad con que La Giganta de José Luis Cuevas “mira hacia un futuro sin más esperanza que la multiplicación de Eros en México DF”, pues encuentra en ella “un tumulto escondido bajo la piel de metal y la mirada lejana”. El autor de Tiempo mexicano, El espejo enterrado y varias otras obras que buscan desentrañar tanto el antiguo como el actual sentido de lo que hemos de ser, nos revela los múltiples modos en los que La Giganta se erige, en pleno centro de la antigua Tenochtitlan, como hermana y rival de la eterna Coatlicue.

La Giganta de José Luis Cuevas pertenece a la gran tradición del arte mestizo, indoeuropeo, de México. Su serenidad es engañosa. Nos pide en silencio escuchar el gran grito del origen, cuando, en la cultura mediterránea, pero también en la Mesoamericana, la Oscuridad es lo primero, y de la Oscuridad y el Caos unidos carnalmente nacen el día y la noche y de la Oscuridad y la Luz emergen la castidad, el sueño, la alegría, la amistad, la piedad, el crimen y la muerte. Y la madre tierra es hija, como lo es el mar, como lo es el firmamento, de la luz y del aire. Y de la Tierra y el Infierno copulados nació, en fin, La Giganta.

El mito mediterráneo en poco se diferencia del mito mesoamericano. En el principio era la nada, dice el Popol Vuh. Entonces los dioses se reunieron y crearon la noche y el día, el mundo y cuanto en él hay. Pero la sabiduría humana siempre ha sabido distinguir el mundo (lo que se crea) de la tierra (lo que es). Puede haber tierra sin mundo: sin creación. Pero no puede haber mundo –creación– sin tierra que la sostenga. Una de las primeras y más poderosas impresiones de la obra maestra de José Luis Cuevas, La Giganta, es la de la unión serena, en apariencia, de Tierra y Mundo, en una figura colosal, fecunda, materna.

Digo sólo en apariencia. Hay un tumulto escondido bajo la piel de metal y la mirada lejana de La Giganta. Es el estruendo de la creación que no cesa. Y no cesa porque, capturada entre las dos civilizaciones –los dos sueños, las dos memorias– de México, La Giganta no acepta la consumación de la síntesis indo-mediterránea, la elabora y re-elabora, la apacigua sólo para sobresaltarla mejor, para sorprenderla en su flujo inmóvil.

¿Qué mira La Giganta de Cuevas? Con un ojo sereno, se ve a sí misma emergiendo del Caos, pariendo a Urano que, mientras duerme su madre, hace llover la fertilidad desde la vagina y el ano y el orín de la madre a fin de que sea la madre el origen de los frutos y las bestias de la tierra. Asimismo, las diosas mexicanas de la fertilidad –Cipactli, Xochiquetzal– son señoras de la tierra florida, madres pródigas que hacen llover la abundancia sobre la tierra.

Pero el ojo perverso de La Giganta ve un oscuro destino. Los primeros hijos humanos de la Tierra Madre mediterránea son los gigantes con cien manos cada uno, constructores de altísimas murallas y ardientes herrerías. Los gigantes intentan asaltar el cielo, adueñarse de la Creación que les dio vida. Zeus los condena –ángeles rebeldes, luciferinos– al infierno, pero no los puede derrotar mientras no abandonen su suelo natal. El Gigante necesita, como el vampiro la noche y la sangre, la tierra del origen para renacer constantemente. Zeus convoca a Hércules, el único héroe capaz de atraer al Gigante fuera de su terreno y vencerlo. Pero donde se paran los Gigantes, el suelo arde y la forma del Gigante muerto es una montaña de carbón ardiente con pináculo de ceniza. Es el volcán mexicano.

Coatlicue, la Tierra madre mexicana, no pare gigantes. Ella misma es un Gigante y asume todas las contradicciones y tensiones del mito de fundación. Su falda es de serpientes, habitantes de las Cuevas (mayúscula intencionada, impresor). Nada le pertenece, pero todo lo da. Es madre de la abundancia, pero también del hambre. Su consorte Tlatecuitl es el nombre de una sepultura de fauces abiertas para penetrar el infierno, Mictlán. Sus hijos, creyéndola embarazada tardíamente, se rebelan y deciden matarla. La hija fiel, Coyolhauqui, corre a advertirle a La Giganta: "Tus hijos te van a matar." La joven Diosa de las Campanadas de Oro se cruzan con el temible hermano recién nacido, Huitzilopochtli el Mago Colibrí, quien la asesina, arrojándola a una barranca donde la hija fiel de La Giganta yace rota en mil pedazos, al pie de los sótanos de México.

La Giganta de José Luis Cuevas ve correr la sangre del tiempo fertilizando la tierra. Es, mediterránea y mexicana, una Giganta mestiza que reúne en un haz nuestras dos culturas y las revive como drama cotidiano de la ciudad que ella preside desde el antiguo centro de Tenochtitlan, capital de los aztecas, y la Ciudad de México, capital de la Nueva España.

Con una intuición genial, Cuevas ha dotado a nuestra ciudad moderna, asfixiada, en expansión incontenible, ciudad de basura y oro, de tezontle y cemento, de primavera mortal, de transparencias perdidas, una gran Diosa de la conflictiva modernidad mexicana, hermana y rival de la Coatlicue que, cegada por un nudo de serpientes, mira al pasado de la ciudad, en tanto que la nueva Coatlicue de Cuevas, plantada en el presente, mira hacia un futuro sin más esperanza que la multiplicación de Eros en México df. Pues La Giganta de Cuevas, cruce de caminos de mitos, historias, mutaciones, derrotas, fatalidades y libertades, alegrías y duelos, sueños y vigilias, miserias y grandezas mexicanas, mira hacia el porvenir como si fuese dueña del Oráculo Chilango, confiada en que de la sensualidad del arte –el reino por venir de Eros– renazca la ciudad humana, vivible, respirable. Pues quien bese a La Giganta, reinventará la Tierra.