Jornada Semanal, 11  de noviembre del 2001                                    núm. 349
Enrique López Aguilar


La ciudad de las 
destrucciones (II)

La Ciudad de México, metáfora del resto del país, ofrece un paisaje arquitectónico y un entorno alterado: así como en el Centro conviven edificios barrocos, neoclásicos, porfirianos, art déco, funcionalistas, y algunos de estilo sesentero, los alrededores de la ciudad ofrecen el espectáculo de cerros y montes roídos por la mancha urbana en expansión. Una ciudad que estuvo asentada sobre un lago y a la que circundaban varios ríos (Becerra, Mixcoac, Churubusco, de los Remedios) recordados en los nombres de calles y avenidas, hoy cuenta con un solo río vivo, el Magdalena, en Contreras. La laguna se desecó y los ríos fueron entubados, pero a los árboles no les ha ido mejor: ya los españoles hicieron tala inmoderada alrededor de la laguna, pero recuérdese que, hasta los años setenta, la colonia Del Valle contaba con muchas de las calles y avenidas más hermosas, gracias a los amplios camellones arbolados, algunos de ellos con palmas, y que tuvieron que ceder el paso a las planchas asfálticas que después se llamarían ejes viales, en un sexenio en el que también se decía "edifíquese", y se edificaba; "destrúyase", y se destruía.

Pareciera que el concepto del "fuego nuevo", ceremonia en la que se rompían utensilios y objetos empleados en el siglo anterior para comenzar el siguiente con otros, es algo que pertenece profundamente a la idiosincrasia mexicana, más acá de los mitos y la historia. Si se toma el Centro de la ciudad, por ejemplo, podrá notarse el abigarramiento estilístico y la falta de progresivas sucesiones arquitectónicas: la Catedral barroca y multiforme convive con el Palacio Nacional; el porfiriano munal no tiene empacho en enfrentarse al neoclásico Palacio de Minería, los cuales se encuentran a un lado del Palacio de Correos, obra de arquitectura caprichosa levemente indefinible, que recuerda un estilo morisco y posee una admirable herrería; y los tres edificios desembocan en ese objeto curiosísimo y bello que es el Palacio de Bellas Artes, el cual, a su vez, se enfrenta al Edificio Guardiola, de factura art déco, y a la Torre Latinoamericana, a cuyas espaldas están los restos del convento de San Francisco, ejemplo de destrucción, rapiña y despojamiento de que fueron objeto los conventos coloniales durante el régimen juarista, mismos que están casi frente a la Casa de los Azulejos, la cual, a su vez... En el breve recorrido de dos cuadras, entre Tacuba y Madero, el distraído viandante, ya acostumbrado a ver la ciudad como algo que se recorre sin otro afán que el de usarla a toda prisa, ha cambiado de estilos arquitectónicos en una convivencia que podría antojarse impensable en otras ciudades. Esa alteración, ese "ruido" estilístico forma parte, sin embargo, de uno de los encantos peculiares de esta ciudad proteica, metamórfica, distinta siempre a sí misma.

Algunos quisieran volver a ver Tenochtitlan como la vieron los españoles desde el Paso de Cortés (conservada en la espléndida descripción de Bernal Díaz del Castillo), así como sus famosos palacios coloniales (que ya no vemos), los conventos que se topaban unos con otros, y la multiplicidad de sus iglesias, pero el hecho irrefutable es que esta es la única Ciudad de México que podemos tener, la que habitamos hoy: alterada, mutilada, enrarecida y repleta de trastornos y aberraciones arquitectónicas. En ella, como en las ruinas del Templo Mayor, todavía quedan muchos vestigios de lo que fue y evidencias de lo que es y quiere ser; no posee un estilo homogéneo, pero sí un carácter, pese a las perturbaciones que sufre y a los actos de vandalismo que padece. Muchos de estos han provenido de los tlatoanis en turno quienes, ya bienintencionada, corrupta o ignorantemente, han consentido actos enloquecidos de demolición, edificación y convivencia estilística que la han ido dejando como se encuentra; pero también han provenido de sus habitantes, a quienes no les ha importado alterar esa otra forma ecológica que es una ciudad, entorno que todos compartimos y debiéramos ayudar a conservar, y de las compañías inmobiliarias, para las cuales cada alameda sólo es el proyecto de un nuevo condominio o conjunto habitacional con departamentos minúsculos e inhabitables.

Es paradójico que la ciudad más grande el mundo también sea una ciudad donde parecen institucionalizadas las destrucciones, como si el amenazante espíritu de Hernán Cortés siguiera planeando el único futuro posible de la ciudad indígena: la demolición, la alteración. Y, sin embargo, la Ciudad de México ha sabido resistir esos embates, pues la persistencia de barrios, edificios, parques y multitud de áreas sigue ofreciendo motivos de asombro para el viajero que transita por ella, para el viajero curioso que debería ser cada uno de sus habitantes. Si ya casi no quedan ejemplos de arquitectura art nouveau, el Parque México y el art déco han sabido permanecer consistentemente en la fisonomía urbana... así, es cierto que por muchos estilos en vías de extinción existen otros que parecen aferrarse al entorno citadino sin tener la intención de abandonarlo: todos deberían ser motivo de cuidado y protección.

Hoy, aunque inevitable, es inútil sentir nostalgia por ciudades que aquí estuvieron y ya no están: la barroca, con sus conventos e iglesias, o la porfiriana y sus edificios afrancesados; la del siglo xvi, de la que apenas queda constancia, o los retablos de madera infelizmente sustituidos por la cantera... Se podrían derrumbar las edificaciones que alteran entornos urbanos con un marcado carácter arquitectónico, pero ya han terminado por ser parte de ese entorno urbano y su carácter. Fatalmente, esta ciudad es lo que es y debemos caminarla y amarla por lo que ha sido y porque de sus rostros siempre cambiantes nos fue dado conocer éste.



Retrato de un halcón

Para Mark S.

La primera vez que leí el nombre de Condoleeza Rice, quien funge como Consejera Nacional de Seguridad del gobierno de Estados Unidos, fue en un pie de foto en la primera página de este periódico. En la foto, tomada durante una conferencia de prensa, la Consejera extendía el brazo en un gesto beligerante mientras declaraba que se había decidido bombardear Afganistán. Poco después leí en la revista Vogue norteamericana, en la entrega del mes de octubre, un reportaje sobre ella que contiene una entrevista que dio a la periodista Julia Reed. Este número de la revista se preparó mucho antes de que ocurriera el horrible atentado del 11 de septiembre, y la Consejera estaba de un humor expansivo, con ganas de hacer confidencias. Posó para una foto en su departamento de Watergate sentada en la banca del piano, delgada y ceñuda, y para otra, trotando sobre la corredora con la televisión frente a ella y un gesto de agria determinación tanto en el rostro como en las manos. También confesó que no tiene marido porque Dios no se lo ha mandado (los fundamentalistas de cualquier lado meten a Dios en todo).

Tal vez pensó que el público al que va dirigida Vogue (entre el que me cuento) es tan frívolo que podría decir exactamente lo que pensaba, sin que nadie sacara conclusiones de ningún tipo. Habló de su infancia en Birmingham, Alabama, un pueblo segregacionista, tan violento que entonces se le apodaba "Bombingham". Pero dice fervorosamente Vogue: "Ni siquiera el bombazo que mató a cuatro niñas negras en la iglesia Bautista de la Calle Dieciséis podía destruir completamente la sensación de seguridad que poseía entonces Condolezza, de nueve años." No importaba que conociera a una de las víctimas, ella "se sentía protegida por sus padres", quienes la envolvieron en una crisálida tan gruesa y opaca, que la joven Condoleeza jamás sufrió por la política segregacionista; ella vivía, según sus propias palabras, "en un mundo paralelo" presidido por su padre, quien, armado y acompañado de algunos vecinos, patrullaba el vecindario en las noches. Por esto, la Consejera está en contra del control de armas; para ella portar armas "es un derecho". Quien la asustó, según ella, fue Fidel Castro, en 1962, pues tal vez Castro era algo "que tal vez su padre no sabría manejar" (sic). Y declara, con una arrogancia insólita, que Castro "amenazó directamente a Estados Unidos, físicamente, y debe pagar por ello" (las cursivas son mías). Estudió con Josef Korbel, el padre de Madeleine Albright, y según la revista, está más cerca de la línea política dura y poco sentimental de Korbel, que la propia Albright, quien en lo personal no me parece una mujer especialmente compasiva. Fue Albright quien afirmó que el medio millón de niños que mueren en Irak cada año debido al embargo son "una pérdida necesaria".

Pero Rice es aún más dura, y está vanamente orgullosa de su rigidez. Julia Reed, haciéndole segunda de una forma alarmante, afirma que Rice no llegó a ser la primera mujer en su puesto por creer que en el mundo debe existir un balance de poderes: Rice ha declarado que "gracias al colapso de la Unión Soviética, ahora el balance es el correcto". Y, ¿cuál fue la acción soviética que le reveló a la Consejera la naturaleza oscura de la urss? Pues ni más ni menos, en la página 402 de la revista, impresa en negro sobre blanco, está la respuesta: la invasión de Afganistán en 1979. La villanía execrable de entonces es la Libertad duradera de hoy. En 1979 la Consejera pensaba que los afganos eran víctimas de una superpotencia. Ahora que son víctimas de la superpotencia a la que ella sirve beatamente, son sólo enemigos. Afirma cualquier cosa, como una vez dijo Borges de los españoles, con el aplomo de quien ignora la duda. Durante la campaña escribió en la revista Foreign Affairs que "no hay nada de malo en hacer algo que beneficie a toda la humanidad, pero este beneficio debe ser una especie de efecto secundario". Seguramente es a esta filantrópica actitud a la que se refiere Eliot Weinberger en el lúcido ensayo titulado "Un día después": "[Rice] ha señalado al referirse a los esfuerzos asistenciales en Kosovo que los marines estaban entrenados para librar la guerra, no para distribuir leche en polvo". En el reportaje, el ex director de la cia Robert Gates cuenta con regocijo cómo Rice regañó a Boris Yeltsin, quien se había instalado en el ala oeste de la Casa Blanca y rehusaba moverse si no le daban una cita con el presidente Bush. Rice lo tomó del brazo y "literalmente lo propulsó" a la oficina del general Scowcroft, ya que "ni Boris Yeltsin intimida a Condi" (Rice). Nada la detiene: ni una huelga de hambre de alumnos de Stanford en protesta porque Rice despidió a una funcionaria, ya que "no era parte esencial de ninguna operación", ni coartar el derecho a la información de sus compatriotas, ni la posibilidad de equivocarse.

Esto no sería más que el retrato de una funcionaria beligerante, orgullosa de su jingoísmo barato, si no fuera por otros, inquietantes datos que salieron a la luz unos días después. Resulta que Condoleeza Rice fue integrante del consejo de directores de la compañía petrolera norteamericana Chevron. Chevron Texaco acaba de recibir un bono enorme gracias a la guerra: ¡572 millones de dólares!, parte de un "paquete de estímulo económico" destinado en un setenta por ciento a los gigantes corporativos ibm, General Electric y General Motors. El petróleo, escriturado por el diablo, diría López Velarde, ha unido antes a la familia Bin Laden y a la familia Bush, une a los norteamericanos con Arabia Saudita, a los ingleses con los norteamericanos contra Irak, y tiende un velo de humo maloliente sobre la Consejera y sus decisiones.

Dice Rice que su nombre viene del término musical italiano con dolcezza, "con dulzura". Yo la apodaría "el Graznido de halcón".


Noé Morales Muñoz

Petición de mano

Los muy prolijos estudios que han entregado algunas de las voces más reflexivas de la vida cultural mexicana (Samuel Ramos, Santiago Ramírez, Octavio Paz, etcétera), nos obligan a reparar en ciertas paradojas de nuestra nacionalidad. Y es que, pensándolo un poco, no resulta difícil darse cuenta de que, por herencia o por costumbre, persistimos en tautologías conductuales que no por intrínsecas deben dejarse pasar por alto. Mucho se ha discutido sobre lo que escritos como El laberinto de la soledad proponen a asuntos como mentar madres o canalizar a la chingada a quien nos agravia; argumentos que no por recargados carecen de razón. Y es tal vez por ello que estos hombres cosecharon en su tiempo un rechazo más o menos generalizado a sus hipótesis; quizás estos señalamientos despierten mecanismos de defensa tan naturales como la negación y el repudio. De cualquier modo, resulta innegable que la conformación étnica, racial y social de nuestro país lo vuelve sui generis dentro de la geografía mundial. Pocos son los países cuyos elocuentes mandatarios pronuncian discursos aludiendo a la incomprendida obra de escritores como José Luis Borgues ante el pleno del Congreso de la Lengua, por citar sólo un ejemplo de que el refrán que reza que "como México no hay dos" deja de ser un lugar común para convertirse en un axioma contundente.

Pero ni siquiera este universo tan vasto de peculiaridades resulta endémico al cien por ciento. Hay que cuestionar la idea de que nuestra raza es un umbilical derivado lunar ante lo que pareciera imposible: compartimos varias características con otros pueblos muy distantes en kilometraje y mitología. Amén de los espejos obvios en cuanto a vecindad territorial y genética (Latinoamérica y España), resulta refrescante cerciorarse de la afinidad mexicana con... ¡los rusos! Sí, anticipándose a las acusaciones de marxismo tardío y contubernio retrógrada hacia este columnista, ha de decirse que estas correlaciones sociológicas ya han sido identificadas por voces mucho más autorizadas, como la de Hugo Argüelles. La contención de emociones, esa patética incapacidad para desenvolverse en situaciones que lo requerirían, es moneda corriente en las tierras del vodka y del tequila. Sin pretender ahondar demasiado en los motivos que originan esta coincidencia, se impone ponderar los beneficios que ésta ha acarreado para la literatura de ambas latitudes. Ninguna prueba tan irrefutable de esto la provee la producción del autor depresivo por excelencia: Anton Chéjov, padre de la denominada "tragedia moderna" (la pieza), y de cuya poco difundida comedia de enredos, Petición de mano, habrá de hablarse en esta entrega.

El jardín de los cerezos, Tío Vania, La gaviota y Las tres hermanas forman uno de los picos más sobresalientes de la dramática del último siglo. Calificado como precursor del naturalismo en el teatro moderno, Chéjov ahonda en el fracaso espiritual de sus personajes más que en la creación de relatos novedosos. No por nada se afirma que sus obras (dramatúrgicas o narrativas) se sostienen más por la riqueza y complejidad de sus protagonistas que por el contexto narrativo en el que el autor los inmiscuye. Por esto mismo, no a pocos teatreros imberbes la mera alusión al tuberculoso literato les causa bostezos y lagañas. Y es que, siendo la acción dramática en sus piezas tan volcada al interior de sus personajes, se cree que sus productos son poco dinámicos y difícilmente trasladables al lenguaje visual.

Pero Complot Escena, flamante compañía nacida en el Colegio de Teatro de la UNAM, demuestra que hasta a Chéjov puede métersele mano sin caer en el oprobio efectista. Si bien esta comedia carece de la densidad de las cuatro piezas maestras ya referidas, es notorio que presenta la misma manufactura discursiva. Sin embargo, el principal mérito del director José Luis Saldaña es imbuirle un toque fársico que aligera la carga emocional de la trama sin hacerla deleznable. En un pasaje digno de cualquier ranchería nacional (continuando con las equivalencias), Iván Vassilievich, un mancebo repugnantemente hipocondriaco, procura vencer su timidez para solicitar en matrimonio a Natalia Stephanovna, grácil doncella al cuidado de su sofocante padre Stephan. Incapaz de deshacerse de su inefable galería de tics nerviosos, el joven Iván convertirá la mejor noche de su vida en una infernal retahíla de enredos y malentendidos, al reavivar involuntariamente una vieja disputa de tierras entre las dos familias. Fluida y amena, la obra pretende una sátira de las rígidas tradiciones pueblerinas de la Rusia de principios del siglo XX  y una mirada jocosa a especímenes tan atribulados. 

El manejo del concepto de farsa viene a ser lo más sobresaliente del montaje. Incluyendo elementos que subrayan el complejo de inferioridad del protagonista (cambios de luz y movimientos ralentizados durante sus delirios más intensos), sus ochenta minutos de duración se convierten en un concierto de genuinas carcajadas. Con un elenco joven que se muestra criterioso (Luis Lesher, Dione Rubio y Omar Medina), Saldaña apuesta a la hilaridad para interesar a su audiencia, lo que logra con creces. El problema se presenta cuando se siente que los demás recursos histriónicos se agotan y se acude a la misma herramienta sin gradaciones ni contrastes; pareciera que se evitó explorar otros instrumentos en la creación de las caracterizaciones. Pero la puesta se antoja idónea para resucitar espacios que, como el Foro del Museo del Carmen, no abundan y hasta hacen falta en nuestro circuito teatral.

Luis Tovar

El regreso 
de todas las idas

Una camioneta –a la que más valdría llamar pick-up o, todavía mejor, troca, por razones que se verán más adelante– avanza por estrechas carreteras donde son más frecuentes los baches que la línea divisoria entre uno y otro sentido de la circulación. Al volante va Filiberto (Gerardo Taracena), quien conduce sin borrar de su rostro una expresión alegre de la que todavía no se conoce el origen, por lo cual es permisible pensar, entre una infinidad de posibilidades, que: a) le gusta manejar en carretera; b) la música que escucha es muy de su agrado; c) le complace pensar que está abandonando el lugar de donde partió; o d) le complace todavía más pensar que está acercándose al lugar a donde se dirige.

Unos cuantos cortes de edición hacen que rápidamente seamos testigos del arribo de Filiberto a un pequeño pueblo en el estado de Michoacán. Una vez ahí, tres o cuatro tomas y unos cuantos diálogos incidentales nos permiten saber que Filiberto ha llegado a su pueblo natal, sitio que dejó para irse a trabajar a los Yunaites y al que vuelve, con troca y todo, para quedarse.

Este es el arranque del largometraje De ida y vuelta, el primero dirigido por Salvador Aguirre, conocido en el medio cinematográfico por su trabajo como productor en ¿Quién diablos es Juliette? y Bajo California: el límite del tiempo, así como por haber obtenido un cum laude en su examen profesional en el Centro de Capacitación Cinematográfica.

Con guión del propio Aguirre, Alejandro Lubezki y Gerónimo Denti –este último también estuvo a cargo de la fotografía del filme–, De ida y vuelta es el ejercicio más reciente sobre un tema al que nunca le ha faltado la mirada del cineasta: el forzado éxodo de buena parte de la población mexicana económicamente activa a Estados Unidos en busca de un empleo que aquí no encuentra. A diferencia de Yo soy mexicano de acá de este lado y Primero soy mexicano, por citar sólo dos de una larguísima lista, esta producción del ccc, imcine y foprocine no incurre en los numerosos clichés, lugares comunes y "verdades" tácitas que constituían casi toda la sustancia de aquel cine que se hacía eco del fenómeno migratorio siempre girando sobre un eje: considerar a los que se fueron y regresaron como una especie de apóstatas del patriotismo.

Si bien De ida y vuelta constituye una visión en muchos sentidos actualizada de ese viejo problema, hay aspectos de su concepción y su realización que, por desgracia, no logran escapar del corsé que implican ciertos convencionalismos.

El héroe a fuerza

A Filiberto, personaje necesariamente arquetípico, puesto que en él recaen todos los atributos tradicionales del héroe –bondad, pureza de pensamiento, valor, etcétera– le cambian la michoacana Itaca que guarda en la memoria por el más inhóspito de los lugares: la situación económica está todavía peor, si cabe decirlo; su antigua novia (encarnada en Tiaré Scanda) se casó con otro y ya hasta es mamá; su padre y protector ha muerto y en su lugar quedó un su hermanastro con más mañas que un villano de película de John Wayne. A estas desgracias, que Filiberto enfrentará con más terquedad que buen juicio, se suma un malogrado viaje al Distrito Federal, tierra de nadie en la cual nuestro héroe prueba suerte, pero le va tan mal –por culpa de un puñado de chilangos gachos, dibujados con una brocha bastante gruesa– que se ve obligado a volver a Michoacán... sólo para encontrar que la maldad del hermanastro no tiene límites y que inclusive su vida corre peligro.

De temas y otros extravíos

A estas alturas quizá usted se esté preguntando, como le sucedió a este tundeteclas, qué pasó con el que se suponía era el tema de la película, pues entre tantas escaramuzas fratricidas, amores perdidos, fracasos laborales, traiciones e infinidad de otros problemas, Filiberto va erigiéndose en el más atribulado de los héroes. Y si esto no debe parecerle extraño a nadie cuando se trata de una historia de los buenos contra los malos, como sucede con cualquier película de ésas que nos llegan a montones desde el país en el que Filiberto vivió tres años, sí es por lo menos desconcertante que, a fin de cuentas, dé lo mismo si Filiberto se ausentó por haberse ido a la pizca en California o a una maquiladora en Sonora. En otras palabras, dada la serie de inconvenientes que Filiberto se ve obligado a encarar a su regreso, lo importante no parece ser por qué estuvo fuera de su pueblo y a dónde se fue, sino el mero hecho de que se haya ido.

Así, uno comienza a sospechar que el tema principal no era el apuntado líneas arriba, sino que más bien Salvador Aguirre se propuso contar los infortunios de un hombre de ninguna parte que no sabía que lo era, manejando para ello un hilo conductor en el que se anudan trozos de melodrama, cine de aventuras, road movie y costumbrismo.

Con un poco de suerte, usted todavía puede ver los resultados de esta mixtura genérica (cuando esta columna fue escrita, De ida y vuelta era ofrecida en una única sala, luego de un arranque nada envidiable en seis o siete lugares en el Distrito Federal) antes de que vuelva a la oscuridad y el silencio en el que permaneció desde su primera exhibición, en la Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara del año pasado, certamen que, por cierto, le concedió uno de sus principales premios.



 
Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas
Mónica meyer: investigar con diversión

Antes fue una feminista furiosa. Pero hoy es mamá apapachadora tanto en la casa como en la escuela. Y a tal grado llega su halo protector, que le encantaría convertirse en la Sara García de las artes visuales.

Mónica Mayer (df, 1954) no se toma en serio casi nunca. Ni cuando hace voz de abuelita sin dientes ni cuando le ponen algunos motes como "precursora del performance". "Me da risa esa supuesta autoridad porque se me hace que todo pasó hace poco tiempo. Además una sigue en la búsqueda y se mantiene igual de perdida que cuando empezó. Tal vez lo digan por puro default porque no hay nadie más que se acuerde de estas travesuras."

No advierte en ella clasificaciones, y menos cuando se relacionan con su trabajo multiusos, ese amplio y variado espectro que entiende como un todo en su producción artística: el dibujo, la electrografía, el performance, la instalación, el arte conceptual, la producción de radio, la edición, la traducción y (tome usted aire) la fundación de revistas virtuales, además de ser articulista, conferenciante y maestra en arte.

Para Mónica no son oficios distantes sino "retos" que contempla como una profunda reflexión social para "hacer que el sistema artístico funcione mejor que ahora, como nosotros queremos".

Nosotros. Mónica Mayer casi siempre habla en plural. Tal vez sólo individualiza cuando se refiere a su labor más íntima con la gráfica digital, ésa que se colma de casas vacías y de trazos en torno a la maternidad, el aborto, la menopausia y el cuerpo femenino. El resto del tiempo, en su reflexión artística y social, se concibe acompañada por Víctor Lerma, su esposo y cómplice en proyectos culturales. Algunos de ellos: Pinto mi Raya, galería de autor (1989-1992), que después se convirtió en plataforma de proyectos de producción como la carpeta de electrografía Mimesis, la recopilación de crítica de arte denominada Raya. Crítica y debate en las artes visuales y las Ediciones al Vapor que ya han dado fruto en los volúmenes Una década y pico: textos de performance y otro alrededor de mujeres artistas (ediciones de veinticinco ejemplares).

Además de todo esto, Mónica y Víctor andan metidos en ochenta cosas al mismo tiempo y muchas son "de a gratis". No venden nada de su obra personal, hacen programas de radio con retribuciones simbólicas y ya sabemos lo bien pagados que están los maestros ¿verdad?

"No dejo que me caiga la amargura, pero cuesta trabajo. Después de veinte años como negocio no funcionamos. Sí me pagan las conferencias y juntamos algo por la recopilación hemerográfica de Pinto mi raya; sin embargo, soy una imbécil para vender cualquier cosa. Hay que hacerse terapias para recuperar el gusto. A mí me ayuda mucho escribir (hace reseñas en El Universal desde 1988) y resulta que las galerías me tratan re bonito como articulista pero ni me pelan como artista. Lo que sucede es que no hay un sistema artístico bien estructurado, no hay suficientes espacios para exponer ni hay mercado."

Mayer no asume el sabor amargo como propio. Sabe que en su misma situación se encuentra la mayoría de sus colegas y se apoya en estadísticas. Según datos del inegi (de hace diez años), de 147 mil personas registradas como trabajadores del arte y los espectáculos, sólo 13.3 por ciento son mujeres y más del cincuenta por ciento de ellas son menores de treinta años. De las diecinueve mil quinientas mujeres dedicadas de lleno al arte y al espectáculo, diecisiete mil perciben menos de un salario mínimo.

¡Vaya panorama! Por eso, con el humor que la determina, Mónica planea poner su puestecito de obra gráfica en el mercado sobre ruedas de su colonia. "Allí seguro me va mejor que en una galería. En ellas antes me decían: píntame esto, pero en colores. ¿Cómo me dicen eso si yo dibujo en puro blanco y negro? ¡Si pudiera hacer otra cosa la haría, para bien de mis bolsillos. No puedo!"

Lo que sí ha hecho Mónica es especializarse en el arte feminista. Debate, expone y analiza esta especificidad creativa, más desde el lado de la experiencia que del de la academia. Luego de formarse como artista visual en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, en 1980 obtuvo la maestría en sociología del arte en la Universidad de Goddard (Los Angeles, California) y en esa misma ciudad participó en el Feminist Studio Workshop durante dos años. En 1993 fundó el grupo de arte feminista Polvo de Gallina Negra (con Maris Bustamante) y realizó acciones plásticas sobre la mujer en la sociedad y la pareja.

"Esta sí es mi área de especialización pero no soy teórica. Creo que la última vez que me leí un libro fue hace mucho tiempo. Los consulto, pero mi labor es hacer una crónica de ello, informar. Nunca se me ha dado la onda teórica. Me alucina que ahora los chavos estudien el performance en libros mientras yo nunca tuve ese acceso porque no existía nada ni en Estados Unidos ni en México. Si hoy volviera a empezar escogería un tema del cual no hubiera teoría. Prefiero investigar las cosas a partir de la diversión."

Mayer no es de las idílicas que asumen haberse decidido por el arte a los tres años. Si acaso optó por el camino creativo fue por eliminación: no le gustaban ni la química ni la economía, así que pensó en ciencias de la comunicación. En la entrevista universitaria la psicóloga se espantó cuando a Mónica se le hizo de lo más normal contarle que había estado en Inglaterra estudiando, que su mamá se había tratado de suicidar y que su novio inglés había decidido ser gay. "Me dijo que me aceptaban siempre que no hablara mucho con mis compañeras para no espantarlas. Decidí irme a San Carlos para que me espantaran a mí."

De este modo ingresó a estudiar arte y siguió los pasos de su madre, cuando acudía a La Esmeralda a tomar clases de pintura, aún embarazada de la futura creadora, ésa que se convertiría en feminista furiosa, maestra alivianada, escritora llena de desparpajo y conductora de radio (programa Pinto mi raya en el 760 am, lunes al mediodía) que diserta con sus especialistas sobre temas variopintos que le proponen sus escuchas: ¿cómo me debo de vestir para ir a una exposición?, ¿los artistas nacen o se hacen?, ¿qué hago si mi hija de catorce años quiere dejar la escuela para pintar?


LAS   ARTES  SIN  MUSA 
Contar el sonido

José María Arreola

Reseñar un disco puede enfrentarnos a un laberinto, con salidas fáciles y pozos profundos. Me explico: tras algunos años de escribir y leer sobre las novedades discográficas en materia de rock, he atestiguado la repetición de argumentos y la aridez de discurso –el fenómeno de enfrentar la página en blanco, pues. ¿Por qué decido revelar estas debilidades? Lector, creo que estas líneas pueden atraer tu atención, al tiempo en que le echas un vistazo a cuatro títulos recién salidos del horno, y adviertes los pantanos mentales que pisa quien, como yo, pretende "dar su punto de vista" acerca de un cd, ese pequeño sol que se eclipsa al quererlo relatar. 

En un intento por develar el misterio, te propongo esta suerte de crónica en la que retrato la angustia, la incomodidad de recibir un paquete de cd’s que contienen un rompecabezas que sólo se resuelve confiando en el buen juicio de quien escribe, y en el estado anímico de quien edita.

Recibes un paquete con discos

Recuerda, todo lo que escribas puede ser usado en tu contra –hay lectores que están al acecho de errores, datos falsos y titubeos ortográficos. Quitas el celofán de los compactos y comienzas a preguntarte por qué carajos tienes que hablar sobre el artista que sonríe en la portada; incluso, piensas que quién diablos eres para juzgar la labor de otros. Pero tienes suerte, reseñas rock. El género permite, por lo general, que te enfrentes a cosas "interesantes" (hacer notas sobre OV7 o Ricky Martin puede acalambrar al más pintado). El enjambre de novedades te pica con la diversidad de títulos y autores: ¿Sum 41? ¿Saliva? Cuando no conoces a tu víctima, internet provee una serie de datos que se traducen en conocimiento instantáneo, costumbre que permite hablar con autoridad –en este punto, plantéate si el rock no está muerto, si todo concluyó con el Are You Experienced de Hendrix. 

La tarde se oscurece cuando detectas que estos grupos son dos ejemplos de lo que la industria maquila a ultranza: un sonido para hormonoides desenfrenados (All Killer No Filler de Sum 41) y una colección de tracks tipo Nine Inch Niles que no aportan nada a la fonoteca (Every Six Seconds de Saliva). 

¿Dices que te gusta tu trabajo? Luego de resolver "misterios" como el nombre del productor y los asuntos relacionados con la grabación, recurres a las alabanzas del boletín de prensa que acompaña a estas "linduras". Lees: "Sum 41 se distingue de Green Day y Blink 182, por lo novedoso de su sonido y por la vitalidad que proyectan cada uno de sus integrantes; se trata de un punk nuevo que atraerá a los seguidores del género…" Tu oreja dice otra cosa: "Sum 41 es un cuarteto de jóvenes imitadores que, por su edad, desconocen a The Ramones o a The Clash; su estilo es una calca de lo que mtv nos receta veinticuatro horas al día." Lo que viene después plantea una decisión de carácter ético: dependiendo de los intereses del medio para el que trabajas y de tu calidad moral, debes escribir sin remordimientos las primeras líneas de la reseña. Empieza con algo como: "Este colectivo canadiense se estrena con un álbum que se inscribe dentro del sonido punk new school…" 

Títulos que te salvan 

Fue difícil bajar al papel lo que te provocó la música. Un déjà vu constante te acompañó mientras escuchabas las canciones de las bandas. Metes la mano en el sobre que contiene tu objeto de estudio, y reconoces con satisfacción el nombre de Iggy Pop en el amarillo huevo de la portada de Beat Em Up, su regreso a la escena "luego de un prolongado silencio discográfico". Al ponerlo, piensas que el monólogo de Iggy en "v.i.p." bastaría para que los de Sum 41 se volvieran hombrecitos. Como conoces la vida y obra de James Newell Osterberg (su nombre de pila), te permites echar tinta acerca de su relación con David Bowie, de sus excesos sobre el proscenio, y cometes un juicio peligroso: "Ahora Iggy nos regresa la potencia de su insuperable American Caesar (1993), una de sus obras más acabadas."

Descubres otro de los envíos: Vespertine, el último trabajo en estudio de Björk. Es tiempo de mostrar que sabes escribir: "Este duende de garganta cristalina nos invita al centro de una caja musical; ‘Cocoon’ y ‘Undo’ son un breve arrullo que anestesia los sentidos…" Cierras la nota con algunas comparaciones entre Vespertine y otros trabajos de la cantante. Te das unas líneas para hablar de su incursión en el cine (hay que destilar conocimiento sobre otras disciplinas). Sin poner atención a la lentitud con que has elaborado cuatro reseñas de media página cada una, relees con la sensación de que eres medio mamila. 

To send or not to send…

Tras darle los últimos toques al texto, revisas nombres y fechas para evitar errores "de dedo". Acompañas la lectura final con algunas canciones de los discos en cuestión y descubres cosas que te hubiera gustado agregar. Lamentas tu pereza: la música cambia con los días, así que prometes que en el futuro te darás más tiempo para escuchar. Pronto llega lo irremediable: vía mail, te dispones a compartir el fruto de tu experiencia como crítico musical. El promedio de titubeos para apretar send y enviar tu trabajo varía según temple y confianza (tómese en cuenta que sólo se vive una vez). No importa que ya estés acostumbrado: imaginas la sonrisa que esbozará tu editor cuando confirme que tus gustos te rebasan. 

A toro pasado, prendes un cigarro y limpias el ambiente con Revolver de los Beatles. Abres otro archivo y te paseas por el blanco de la página; seguro de lo que buscas, comienzas a describir cómo le hacemos algunos para contar el sonido.