La Jornada Semanal, 11 de noviembre del 2001                          núm. 349
Arturo Cantú

El sueño del mundo en Gorostiza

Dos núcleos argumentales encuentra Arturo Cantú en "Muerte sin fin": uno signado por lo que hace y sueña "un dios más o menos ingenuo, más o menos inteligente", y otro en el que se percibe "la imposibilidad de que forma y materia se relacionen". Cantú localiza los puntos de encuentro entre el poema fundamental de Gorostiza y el génesis, los Proverbios y, en general, el flujo de conceptos y reflexiones filosóficas presentes en la corriente de pensamiento cristiano. Su análisis se suma al coro de voces que siguen enriqueciendo un entorno poético cuya plenitud le debe mucho a este poema mayor.

Casi al final de "Muerte sin fin", después del desfile de las criaturas hacia su destrucción, en el canto 9, todo desemboca de nuevo en el instante anterior a la creación del mundo, como si no hubiera sucedido nada:

y solo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios...
                                               (720/1)
Al inicio del Génesis, en el momento del caos original, se lee: "Y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas." Después viene, propiamente, la creación del mundo: "Y dijo Dios: Sea la luz..." "Muerte sin fin" transcurre entre estos dos momentos, sólo que en dirección contraria: va de la creación al caos del principio. En el epígrafe que abre el poema Gorostiza toma tres versículos del libro de los Proverbios, que se refieren a la creación del mundo; los primeros dos son los siguientes:
Conmigo está el consejo y el ser; yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza. / Con él estaba yo ordenándolo todo; y fui su delicia todos los días, teniendo solaz delante de él en todo tiempo. (Pr. 8,14 y 30)
El capítulo 8 de los Proverbios es una exhortación dirigida a los hombres para que reconozcan y acaten la sabiduría divina. El primer versículo anuncia: "¿No clama la sabiduría, y da su voz la inteligencia?" Y después, desde el cuarto, la sabiduría misma dice: "Oh hombres, a vosotros clamo [...] entended, oh simples, discreción", y un poco más adelante: "Jehová me poseía en el principio, antes de sus obras [...] antes de la tierra [...] antes que fuesen las fuentes de las muchas aguas [...] cuando formaba los cielos, ahí estaba yo [...] cuando ponía al mar su estatuto [...] cuando establecía los fundamentos de la tierra [...] con él estaba yo ordenándolo todo." Según este texto, la sabiduría, la inteligencia, no son sino personificaciones de la cualidad esencial de Dios. La Inteligencia Divina, la Sabiduría Divina, son Dios mismo. Se entiende entonces mejor el versículo con el que termina el capítulo 8 de los Proverbios, y que Gorostiza selecciona como el tercero del epígrafe:
Mas el que peca contra mí, defrauda su alma; todos los que me aborrecen, aman la muerte. (Pr. 8, 36)
El sentido de los tres versículos del epígrafe, fuera del contexto del capítulo 8, es el mismo, pero si sólo se lee el epígrafe quien habla es la inteligencia divina ("...yo soy la inteligencia [...] con él estaba yo ordenándolo todo [...] mas el que peca contra mí..."). Así conviene, como se verá más adelante, al desarrollo del poema.

Desde los primeros versos cae una vaga duda, como al sesgo, sobre la existencia misma de Dios:

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada
                                                        (1/5)
Primero, la expresión "un dios" pareciera indicar la posibilidad de otros dioses. Después, lo de "mentido acaso" señala un dios que quizá no existe y que sin embargo me "sitia" en mi epidermis. Un dios muerto. No es casual que las mismas dos palabras del tercer verso, "mentido acaso" (cambiando el género de "mentido"), se reiteren casi al final del poema, en la tercera de las tentaciones del Diablo:
¡oh Dios! [...]
que acaso te han muerto allá
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
                                    (760/7)
La luminosidad de Dios –y la luminosidad del mundo– tal vez no sea sino como la luz de una estrella apagada que sigue llegando a nosotros desde el momento en que todavía brillaba realmente. Pero en el mismo modo hipotético del "mentido acaso", muy pronto se establece otra posibilidad, al inicio del canto segundo:
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
[...]
aunque se llama Dios
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza
                                                     (51/5)
El "alma perdidiza" es como la "conciencia derramada" del principio del poema, y como la "conciencia [...] incapaz de cohesión" (73/5) que viene un poco después. En los tres casos Dios, o "esta oquedad" que "se llama Dios", da forma a la materia indeterminada que es el hombre o, en general, a la materia indeterminada que es el mundo. Dios rodea a todas las cosas dándoles forma, como el aire; como un aire que fuera el contrafuerte de las cosas, lo que las sostiene dándoles forma, la máscara inversa de todas las cosas. Pero en tanto las cosas vienen a ser en el tiempo, toman su forma o llegan a su maduración en el tiempo, Dios sería también el tiempo, el instante en que la materia se une con la forma. De ahí la conclusión obligada:
¿Qué puede ser –si no– si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
Hasta la incandescencia (81/3)
O las dos cosas, el vaso y el minuto, como lo dice más adelante el poema:
Es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone su máscara grandiosa,
ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.
                                                (111/5)
Aunque en realidad no sucede nada. Este Dios que da forma a las cosas en el tiempo no es sino la inteligencia divina ("con él estaba yo ordenándolo todo...") concibiendo el mundo, como se verá con mayor detalle en el canto siguiente. El mundo (y Dios) es "sólo esta luz,/ esta febril diafanidad tirante,/ hecha toda de pura exaltación" (118/20). Una "luz", sobra decirlo, como la "radiante atmósfera de luces" (4) y como la "luz sin estrella, vacía" (767), que ya se han mencionado.

El canto tercero se refiere a la "creación" del mundo. Dios "sueña" el mundo. Dios se representa un mundo posible. Un mundo donde hay pasado, presente y futuro:

y sueña los pretéritos de moho,
la antigua rosa ausente
y el prometido fruto de mañana
                                            (144/6)
Un mundo con soles y planetas, con seres vivos, con evolución de las especies, con dolor. Es una mera representación en la inteligencia divina, pero en ella, en la representación, hay dolor. En la segunda parte (175/214) del canto tercero (130/254) se describe la naturaleza atroz del "sueño" de Dios:
piensa el humor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.
                                                     (207/14)
Mucho después del canto tercero, en el octavo, en medio de un desarrollo sobre la relación entre materia y forma, Gorostiza introduce dos versos, como una especie de recordatorio, para que el lector no soslaye el carácter doloroso del sueño: "El sueño es cruel,/ ay, punza, roe, quema, sangra, duele." (476/7). Pero tampoco hay duda de que la inteligencia divina simplemente está "pensando" un mundo posible, "soñándolo". Las tres partes en que se divide el canto tercero lo subrayan en sus versos iniciales:
 
Pero en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz (130/31)
Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño... (175/7)

Mas nada ocurre, no, sólo este sueño (215)


Además, los dos versos con los que se inicia el canto tercero repiten tal cual otros dos del final del canto segundo:

Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, sólo esta luz
                                                   (116/8)
La inteligencia divina se representa a sí misma el mundo, "sueña" el mundo a partir de las ideas de materia, forma y tiempo. Para ella es un "puro goce" (193), una "pura exaltación" (120), aunque para las criaturas que viven dentro del "sueño" sea doloroso. No hay duda de que es doloroso ni de que la inteligencia divina es la que "sueña" el mundo. En la tercera parte del canto tercero, después del entusiasmo primero de la "creación", Dios mismo no puede escapar de su "sueño", que se vuelve una
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas
                                                       (241/6)
En este último verso, el 246, se identifica otra vez (como en los Proverbios del epígrafe) a Dios con la inteligencia. Es la inteligencia divina la que "sueña" el mundo, y al "soñarlo" se incendia. Y también eso, incendiarse, es una de las definiciones de Dios que ya se habían intentado: "¿Qué puede ser –si no– si un vaso no?/ Un minuto quizá que se enardece/ hasta la incandescencia." (81/3). Enseguida, el canto cuarto será el lamento por la inteligencia divina, que habiendo concebido el mundo no se decide a crearlo.

Sin embargo, es obvio que el Dios de esta primera parte (del canto primero al cuarto) es un Dios inepto. Mientras el argumento del poema avanza se manifiesta una serie de burlas sobre la naturaleza divina. En el canto segundo, por ejemplo, cuando se compara a Dios con el aire, se habla de "una transparencia acumulada/ que tiñe la noción de Él, de azul" (57/8). Lo que permite conjeturar: "El mismo Dios,/ en sus presencias tímidas,/ ha de gastar la tez azul" (59/61). Y un poco más adelante, fingiendo júbilo: "¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!" (67) Finalmente las cosas del mundo, vistas a través de la transparencia de Dios, revelan: "–¡todo a voces azules el secreto/ de su infantil mecánica!–" (126/7). Y en el canto tercero, al comentar la creación del mundo: "Mirad con qué pueril austeridad graciosa/ distribuye los mundos en el caos." (150/1).

El Dios de la primera parte del poema es sin duda un Dios-niño, inexperto. De ahí su inocencia al "crear" el mundo. Al empezar el canto tercero, en compañía del "hermano Francisco", es posible asistir al momento en que da inicio a su sueño:

mientras nos recreamos hondamente
en este buen candor que todo ignora,
en esta aguda ingenuidad del ánimo
que se pone a soñar a pleno sol
                                                      (140/3)
Y por lo mismo, no es un "sueño" del que pudiera desprenderse alguna responsabilidad para el Dios-niño que lo "sueña", es
 
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos
                                                     (177/80)
Aunque se trata solamente de un sueño, como lo reiteran los dos primeros versos del canto cuarto: "¡Oh inteligencia, soledad en llamas,/ que todo lo concibe sin crearlo!" (25  5/6). El mundo, finalmente, no será creado y el canto cuarto describe la inteligencia divina como una inteligencia reticente (266), egoísta (268), rencorosa (284), exquisita (285), estéril (295) y agria (295). Lo que desde luego viene a acumularse en contra del poeta, porque ya está advertido desde el epígrafe que quien peca contra la inteligencia divina se defrauda a sí mismo. La inteligencia misma ha sentenciado: "Todos los que me aborrecen aman la muerte."

El segundo núcleo argumental del poema, que va del canto sexto al noveno, es más abstracto y filosófico. En la primera parte (del canto primero al cuarto) los protagonistas son Dios, el "sueño" del mundo, las criaturas, el hombre; en la segunda son los conceptos de materia y forma. La forma en sí de la segunda parte toma el lugar del Dios de la primera, y su anhelo ahora es el anhelo de tener materia. Aunque el hecho de tener la forma una materia no sería otra cosa que la reposición del "sueño" del mundo. La forma pura, eterna, incorruptible, no puede tener materia alguna porque entonces dejaría de ser forma pura para convertirse en forma impura (manchada por la materia), en forma material. Sin embargo, la forma pura anhela la materia y acabará desposándose con ella. Al hacerlo, al tener contacto con la materia, la forma pura se destruye. Y al destruirse la forma pura se destruye el mundo mismo, se destruye el "sueño" del mundo. Es el proceso de la descreación narrado detenidamente en el canto noveno. Cuando la forma pura se destruye se destruye el lenguaje, y sucesivamente la poesía, el hombre, los animales, los vegetales, los minerales, todo.

A diferencia de la primera, la segunda parte no supone un Dios más o menos ingenuo, más o menos inteligente, que se representa a sí mismo el curso cruel de un mundo construido a partir de las ideas de materia y forma, sino que aborda directamente la imposibilidad de que forma y materia se relacionen. El mundo es imposible no porque así lo decida un Dios incompetente, personificado en la inteligencia divina del canto cuarto, sino porque la forma en sí, la forma pura, no tiene sentido sin la materia; y correlativamente porque la materia en sí, la materia pura, tampoco puede ser pensada sin la forma. Pero tampoco pueden unirse. El mundo es imposible porque es impensable. En ambos casos, la parte primera y la segunda, el mundo no existe. En la primera porque es sólo el "sueño" de Dios, en la segunda porque el "sueño" de Dios, y el Dios inepto que lo "soñó", desaparecen en la descreación del mundo al desaparecer los conceptos de materia y forma.

De ahí entonces los dos finales de las dos partes del poema, al concluir los cantos cuarto y noveno, tan similares y tan diferentes. Al finalizar la primera parte la inteligencia divina

...reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
                                 ¡Aleluya,  A leluya!
                                                         (298/301)


La inteligencia calla, no dice la palabra "Sea" del Génesis, no crea el mundo.

Pero el final de la segunda parte es más radical. La descreación de todos los seres del mundo finalmente desemboca

en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y solo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime
[...]
como si herido –¡ay, Él también!– por un cabello,
[...]
hubiese al fin ahoga su palabra sangrienta.
                                        ¡ Aleluya, Aleluya!
                                                                  (717/27)
El "sueño" no duele porque ya no existe, y el Espíritu de Dios, "solo ya", se ha desembarazado del Dios inepto de la primera parte y de su inteligencia divina ("con él estaba yo ordenándolo todo"). No más "orden", no más mundo. Pareciera como si el Espíritu de Dios hubiese al fin ahogado, definitivamente, la palabra "Sea".