Jornada Semanal, 11 de noviembre del 2001                       núm. 349


LA MUJER DE NEGRO Y EL NIÑO

La enorme parroquia de Lagos de Moreno se llenaba de luces y de sombras cuando, de lo alto de la sierra de Comanja, se desprendía una nueva atardecida que iba avanzando por los caminos del valle hasta llegar a la pequeña ciudad, en el momento en que las campanas de la gran iglesia llamaban a los fieles al rosario y a la bendición que pondría punto final a las devociones del día.

El abuelo agonizaba en la casa, asistido por un viejo médico rudo y bondadoso a la vez, clínico de escuela francesa, experto en interrogatorios, auscultaciones y en la observación de deyecciones, miradas, sudores, bochornos, oídos, sienes y síntomas deformados por el temor o la hipocondría. Lo recuerdo recetando lavativas, inyecciones de neumonyl y cataplasmas de antiflojistina; veo sus manos de leñador adelgazadas para percibir un latido irregular o un espasmo y, sobre todo, pienso en la confianza que sabía inspirar y en su compasión directa, sana, libre de sensiblerías y de suavizaciones. En el caso de mi abuelo, herido de muerte por un cáncer de hígado, lo único que se podía hacer era administrarle láudano o un poco de morfina que, con grandes trabajos, el buen doctor Camarena conseguía en un hospital de la vecina ciudad de León.

Yo había acompañado a la abuela (una menguada compañía de seis años marcados por la muerte de mi madre y mis hermanos, así como por la proximidad del fin del bondadoso y fracasado abuelo) al rosario y había escuchado los belicosos himnos dirigidos por un viejo cristero aporreador del arruinado órgano romántico... "¡Que viva mi Cristo, que viva mi Rey, que impere por siempre triunfante su ley. Viva Cristo Rey, Viva Cristo Rey!"

Al terminar la bendición que había puesto de rodillas a todos los laguenses convocados por un campanario tan mandón y manipulador como el de la "Vetusta" de Clarín, de la mano de la abuela vestida, como siempre ("pueblo de mujeres enlutadas"), de estricto color negro, salimos por la puerta principal y empezamos a bajar rumbo a la plaza por la perfecta escalinata de cantera rosa. El sonido de cuatro balazos nos hizo detenernos. La abuela se inquietó, pues pasaron por su memoria las invasiones villistas, los horrores carranclanes, las entradas y salidas de cristeros y de "pelones", la pérdida total del patrimonio, la enfermedad del miedo que se apoderó de su dulce y apocado esposo, los sustos constantes, la pobreza, el asedio de los acreedores, los embargos... Pasaron unos minutos, se escucharon gritos de alarma y de espanto y, de repente, se hizo un silencio sobrecogedor. Fue entonces cuando vimos que entraba a la plaza, tambaleante y llevando en la mano derecha una escuadra reglamentaria, Roberto Comis (su apellido era Cummings y venía de un padre de origen inglés y de una señora parienta nuestra y dueña de la mítica Hacienda de Castro). Roberto vio la figura de la abuela y dirigió sus pasos hacia ella. Estaba cubierto de sangre y abrió los brazos. Trató de subir por la escalinata, pero se tropezó en el tercer escalón. La abuela me apretó la mano y bajamos dos escalones. En ese momento, el moribundo alcanzó a aferrarse del velo negro y se desplomó escupiendo un cuajarón de sangre que alcanzó a la abuela en el rostro. La buena mujer se acercó a Roberto. Murió en sus brazos con una especie de serenidad que nunca entendí del todo. Veo el rostro impávido de la mujer fuerte y percibo de nuevo su constante compasión.

Ya en la casa asediada por otra muerte, la abuela recibió la visita de una amiga informante. Le contó que Roberto, hermano de Guillermo Comis, pistolero famoso en la Feria de San Marcos y otras grandes "jugadas", tenía sus queveres con la esposa de un coronel. El último día de su vida estaba solo en la cantina, bebiendo su tequila, cuando entró el militar agraviado que, sin decir palabra, le atravesó el pecho con cuatro plomazos reglamentarios. Roberto, fuerte como un toro, tuvo tiempo para golpear en el rostro a su asesino, quitarle la pistola y deshacerle el cráneo a cachazos. Ya moribundo salió de la cantina e inició su última caminata hacia la parroquia y hacia la mujer vestida de negro que llevaba a un niño de la mano. La abuela escuchó el relato y no dijo palabra. Me llamó a su lado y me dio un beso en la frente.

Mis compañeros de la escuela me contaron las hazañas de los Comis. Por ellos supe que Guillermo, al sospechar que le habían jugado sucio, sacó las pistolas y se llevó todo el dinero que estaba en el mantel verde de una de las ruletas de la Feria de San Marcos. Siempre frente a frente peleaban esos alteños que se habían quedado "con el dedo inquieto" después de las cristiadas. Hijos de un tiempo violento, aceptaban su destino, vivían al día, le exprimían a la vida algunas gotas deslumbrantes y se morían cuando les tocaba. Al poco tiempo, un corrido cantado por un ciego tocador de salterio fijaba en el tiempo y en el espacio el perfil del pistolero y todo se volvía legendario.

Los Comis, "el Sanjuanero Pérez", "el Ametralladora", "el Reminton", los cristeros que siguieron en su propia guerra y vivían a salto de mata por los rumbos de la Unión de San Antonio, San Diego de Alejandría, San Julián, Tlacuitapan, San Miguel el Alto... todos ellos dieron a Jalisco temas para corridos, canciones, novelas y películas. Me callo para no distraer a los lectores con mis desfiguros narrativos y para quitarme el sombrero (todos mis parientes eran buenos charros. Yo salí torpe y "montaperros") ante Azuela, Yáñez, Rulfo y Arreola. Sus Del Llano, tierras secas, rencores vivos y ferias dan noticias de la aventura humana en las tierras del occidente mexicano. Al final del corrido las palomitas se paran en el jazmín, se calla el salterio y la vida permanece en el mundo de la novela, en la ficción capaz de iluminar o de ensombrecer los terrenos de la realidad.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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