Elogio de la calle en realidad viene siendo un relato amoroso de lo que es la Ciudad de México. El escritor nos habla, elegantemente, de calles, plazas y barrios o colonias, como nosotros acostumbramos llamarlas. Y es que como alguien dijo hace tiempo, la historia moral y física de una ciudad está ligada a los nombres de sus calles. En la época de la colonia, los colegios legaron sus nombres a las principales arterias: San Pedro y San Pablo, San Juan de Letrán y las Vizcaínas; asimismo lo hicieron los hospitales con las de Jesús, Real de Indios, San Andrés. Y, además, hay calles que no sólo interesan por sus nombres sino por los sucesos que en ellas se verificaron o por los que ahí vivieron. La de San Agustín, donde habitó Humboldt, la de Santa Teresa y La Moneda, donde estuvo la primera imprenta del Nuevo Mundo; la del Amor de Dios, donde vivió algún tiempo Simón Bolívar. Para aquellos que conocimos a pie el Distrito Federal hoy ya no se camina, leer este libro es un placer, como lo fue, asimismo, la tesis de doctorado de Vicente, que versó, en forma muy compendiada, acerca del mismo tema. Quirarte escogió para su presentación a ilustres figuras de la elite universitaria y la verdad es que, con excepción de una, todas me parecieron bastante opacas. Lástima, el libro se merecía una mejor introducción. Cuando tomó la palabra, Quirarte cumplió muy bien su cometido e hizo referencia, cortésmente, a cada una de las presentaciones. Entre cinco discursos que me tocó escuchar ese día, sorprendentemente me llamó la atención el del director de la Facultad de Arquitectura de la unam que dijo varias cosas asombrosas; al menos para mi persona que aún conserva la capacidad de asombrarse. "Que la ciudad era la misma de siempre." "Que no nos dejáramos influenciar por las notas amarillistas de la televisión o de los diarios; que aquí había el mismo número de hechos delictivos que en cualquier otra ciudad del mundo." "Que si todos viviéramos más en la calle, al haber mucha gente, los asaltantes no se atreverían a cometer delitos." Yo soy, como mi tocayo Quirarte, un enamorado de mi ciudad. Lo soy desde que tuve conciencia de ella, a los catorce años, y eso que había vivido ya en ciudades muy hermosas de Europa y otras, incluso, de singular belleza y personalidad como lo eran, en su tiempo, Tánger y Casablanca, en Marruecos. Miraba y admiraba a México capital, todos los días, como si hubiese sido hecha para mi vida, como algo individual, sensual, llena de gestos e inmune a cualquier afrenta, así la cubrieran incluso con tierra. En mis tiempos de estudiante nos recorríamos toda la ciudad, y las calles más lúgubres y siniestras del centro, y los tugurios más tenebrosos, con mis compañeros: el añorado poeta Luis Rius, que en paz descanse, el escritor Arturo Souto, el arquitecto Ángel Azorín, el destacado biólogo Alfredo Barrera Vázquez y el abogado Pepe Valero, que años después fuese director de la Preparatoria Nacional (estos dos últimos ya desaparecidos) y, jamás, jamás, sentimos la menor inseguridad. Acerca de mi pasión por aquel México de los años cincuenta da fe mi último libro, El profesor de Anatomía, publicado por Miguel Ángel Porrúa y que presentaron el propio Vicente Quirarte, el doctor Alejandro Cravioto, director de la Facultad de Medicina, y el doctor Enrique Cárdenas, en el Paraninfo del Palacio de Medicina en la plaza de Santo Domingo, el 3 de febrero de este 2001. Esta ciudad ya no es la que era. Basta asomarse al centro y ver los puestos de los vendedores ambulantes que hemos heredado de la populachera demagogia de nuestros bienaventurados regentes. Cuando voy a la plaza de Santo Domingo, una de las más bellas del México colonial donde estudié los dos primeros años de mi carrera y contemplo su deplorable estado, siento más extrasístoles (palpitaciones) que las que debe haber sufrido el ex presidente López Portillo cuando lo ingresaron en un Hospital de Houston. Siendo yo cirujano del Centro Médico Nacional, nunca el hospital tuvo en urgencias ese volumen de pacientes asaltados, heridos por arma de fuego o por arma blanca, que puede uno ver hoy, todas las noches, hasta en los hospitales privados de México. Siento un coraje desesperante al leer, indefectiblemente, en los pronunciamientos del regente en turno, que el índice de actos delictivos registrados ha disminuido un diez por ciento desde que él ocupa el cargo. ¿Qué acaso cree que las personas asaltadas levantan siempre actas en las delegaciones? ¿A quién puede pasarle por la cabeza que ese es un índice fiel? ¿Qué acaso, y con todo respeto, el señor director de la Facultad de Arquitectura no ha sabido de asaltos en semáforos y en centros comerciales, a plena luz del día o en las horas de más tránsito vehicular? Claro está que el señor director es un hombre joven y no ha conocido el México de mis tiempos de estudiante. Parodiando a nuestro mejor poeta, ni siquiera puede uno decir: Y vives la única vida seguraPorque gran parte de nuestra vida en la ciudad cae en el mundo de lo irracional, de la sinrazón. Aquella capital de los años cincuenta tenía dos millones de habitantes y un regente excelente que se llamaba Ernesto Uruchurtu, que limpió y puso en orden la ciudad, sin demagogias, sin hacer ostentación de que se levantaba temprano, ni con encuestas populares, sino con trabajo e inteligencia. Hoy la policía es insuficiente, incapaz y mal armada. Los servicios públicos funcionan mal. Basta un ejemplo: la calle de Cráter, que es la arteria en el Pedregal por donde subo para ir a mi hospital, lleva más de un mes toda ella picoteada para ponerle el asfalto; pero éste nunca llega, me imagino que debe ser chapopote de importación, y los coches que transitan lo hacen como en la montaña rusa de Chapultepec. Hace dos días referí una paciente, una ancianita de ochenta y ocho años, con un aneurisma de aorta abdominal en inminencia de ruptura, a un hospital de Seguro Social. Llegó a las cuatro de la tarde del viernes, la dejaron toda la noche sentada en un sillón haciendo antesala, y el sábado a las diez de la mañana todavía no la habían atendido. Pero no sólo hay deficiencias en las instituciones del gobierno. Lo mismo sucede con muchas empresas privadas donde la impunidad reinante las ha vuelto desaprensivas, irresponsables e incompetentes, como una compañía que se llama Alfer, que se dedica a poner pisos de madera y que para cubrir dos recámaras de mi domicilio llevan seis meses cometiendo un error tras otro, huyendo y dejando durante semanas abandonada su tarea; cuando, eso sí, exigieron el setenta por ciento del pago por adelantado. Claro que México es una ciudad todavía con partes bellísimas. Por supuesto que aún se puede caminar por sus calles llenas de historia y, a veces, si se tiene suerte, no lo asaltan a uno. Nadie discute que hemos tenido políticos que han salido impolutos de sus cargos y que lo han hecho bien. Naturalmente que hay mexicanos que somos responsables y además de haber trabajado por el país lo hemos representado dignamente en todo el mundo, pero como decía López Velarde: "Sobre tu capital cada hora vuela ojerosa y pintada en carretela." La verdad no me explico lo que le ha pasado a la Ciudad de México, que no le ha sucedido, en el mismo grado, a otras muchas ciudades del mundo, pese a que la corrupción y la delincuencia son los dos acompañantes que más han crecido universalmente, con la vida del hombre en los últimos cuarenta años. Muchas veces, cuando estoy solo, evoco los párrafos finales de un soneto que Ramón López Velarde titula "Armonía": ¡Aun cuando a veces lo pienso
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