Jornada Semanal,  30 de septiembre del 2001 
 Augusto Isla

Neutralidad o barbarie

COLLAGE DE ARTURO FUERTE 
Nuestro colaborador Augusto Isla reflexiona en este bien meditado ensayo sobre el terror concebido como “semilla de barbarie” y nos habla de “dos morales arcaicas, una contra otra; dos formas de la impiedad [ …] una atrapada en la lógica empedernida del capital y en el orgullo del falso señorío y otra recluida en la estrechez de los fanatismos”. Recuerda, además, los lenguajes imperiales, ejemplificados en la oración Pro Imperio Cneo Pompeii, pronunciada por Cicerón en contra de Mitrídates, rey del Ponto, y deja constancia de su admiración y respeto por el pueblo de Emerson, Whitman, Faulkner, Eliot y más y más artistas y trabajadores ahora hundidos en la perplejidad y el desasosiego.

Pudo ocurrir hace semanas, meses, años. Pero ocurrió en una mañana enardecida, ante los ojos del mundo que, en el instante de la masacre, veía, atónito, cómo aviones de pasajeros se precipitaban sobre las Torres Gemelas, sobre el Pentágono –símbolos del poder estadunidense, del capital y de la fuerza militar que lo protege.

Los imperios sueñan en la impunidad eterna. ¿Cómo tuvieron otros, unos cuantos, la osadía de poder lo que sólo Ellos podían? ¿No sería ésta la pregunta? Más que una nación guerrera, Estados Unidos irradian la beligerancia del soberbio y codicioso, aunque el poder que defiende sus intereses y privilegios no ha dejado, ni por un momento, sus agresivas prácticas imperiales. Han sembrado en todos los confines del planeta dolor, sangre, resentimiento. ¿Cómo borrar de la memoria histórica sus carnicerías? Japón, Corea, Vietnam, Irak. Y ni qué decir de América Latina. Hace muchos años, Isidro Fabela documentó en Estados Unidos contra la libertad ese sucio historial que no termina. Compraron, se apropiaron de cuanto pudieron mientras el mundo se los permitió. Nada los sacia. También nosotros fuimos sus víctimas. Cualquier escolar informado lo sabe, aunque los datos vayan a dar pronto al desván de su conciencia moral.

Han sido el más joven verdugo del mundo, sin razón, razonando con alegatos demenciales acerca de su seguridad, de su destino de pueblo elegido. Dentro y fuera de su pregonado sueño, de su utopía consumada, la burocracia político-militar y los hombres de empresa cultivan sus enemigos, y arrastran a su pueblo, en particular a su clase media, dócil, inmadura, comodina, que no ha conocido el drama de la guerra en su territorio, pero que no por eso deja de destilar sus miedos en el discurso paranoico de sus estadistas y gerentes, en los relatos cinematográficos que anuncian toda clase de catástrofes.

La imaginación social del estadunidense está poblada de temor e inseguridad. La acosan fantasmas de piel morena o amarillenta con la amenaza de quitarles el pan, el empleo, la tranquilidad, así como demonios de tez blanca y furiosa, surgidos de sus propias entrañas.

Ellos, señores del mundo, han enseñado al enemigo, interno o externo, cómo deslizarse en la sombra, dar en el blanco, hacerlo volar en mil pedazos: carne, metal, cemento; cómo envenenar cuerpos y cultivos. Han sido maestros de la destrucción, genios ventajosos en la reconstrucción de lo devastado. Su prosperidad se ha atenido, en parte, a ese juego siniestro de mercaderes sin escrúpulos, de pedagogos irresponsables, que en el seno del gran hogar guardan compostura democrática, cuidan con celo sus recursos, dan fe de sus creencias incluso en su billetería.

Nada de esto debe disociarse de lo sucedido. El revés de la prepotencia es la impotencia que prohíja su propio ingenio, tan diabólico como el otro fincado en la oprobiosa acumulación de fuerzas; que elabora su logística perfecta; que fermenta el aliciente del eficaz sacrificio vengativo. Si la clase hegemónica aprende, también sus enemigos. Mientras aquélla desarrolla su reluciente poder de exterminio, en la periferia del mundo occidental se refina la inteligencia destructiva; mientras los unos imaginan una aldea global sin contratiempos, los otros burlan fronteras, se diseminan, conspiran en secreto exasperante aquí y allá, donde pueden. El terror es la argucia del más débil, la expresión de una batalla desigual, de la que no se desprende la menor expectativa de una vida mejor: semilla de barbarie.

Intento comprender: dos morales arcaicas, una contra otra; dos formas de la impiedad que acarician, ocultando manos y rostro, la tragedia que cae, en lluvia de fuego y polvo, sobre Bagdad o Nueva York; dos inútiles despliegues de voluntad inmoderada, asesina, incorregible, porque ninguno aprenderá nada de la afrenta y de la venganza: ni el atrapado en la lógica empedernida del capital y el orgullo del falso señorío, ni el recluso en la estrechez de los fanatismos.

Pero no se trata sólo de los ecos de un relativismo cultural, emanación de espiritualidades contrarias que se enfrentan, o de una crisis del concepto de humanidad. Aun la malignidad como atentado contra la concepción moral del otro que pone en evidencia la "plasticidad originaria" del hombre y su absoluta indeterminación, tiene un sustrato material de igual manera que toda exigencia o toda prohibición.

Las retóricas fundamentalistas también esconden disputas, sistemas de dominación que debaten entre sí, por más disfraces teológicos de los que se valgan. De la guerra santa musulmana al Destino Manifiesto, el delirio religioso se disuelve en el campo de la voluntad de poder, de ideologías autoritarias que producen inaplazables efectos de sojuzgamiento. Ningún fundamentalismo puede presumir autoridad moral, porque todos desencadenan acciones contra la libertad; porque todos representan una ofensiva contra el proceso de racionalización de la vida humana. Bush y Bin Laden son las dos caras de una regresión antropológica, ambas implicadas en la lucha bestial por los recursos planetarios.

Si detrás del loco predicador que habita en las cuevas asiáticas se oculta un socio de multimillonarios occidentales, detrás del estadista indignado se agazapa la más desalmada política intervencionista, la misma que sostuvo la república autoritaria y corrupta de Diem, la misma que es cómplice de la realeza dispendiosa que hoy gobierna Arabia Saudita. Ambos son el símbolo de la perpetuación de viejas controversias entre los imperios occidentales y los sátrapas de Oriente. El escenario donde Bush pronunció su amenazante discurso evoca el momento en el que Cicerón, en su Pro imperio Cneo Pompeii, pide todos los poderes para el general romano con el fin de combatir eficazmente a Mitrídates, rey del Ponto.

El acontecimiento no inaugura una nueva era; sólo agrega un poco más de oscuridad a la presente, en la que estamos anegados: recrudecerá las animadversiones, justificará el ahondamiento de viejas opresiones: explotación, saqueo, racismo. El reto de los psicópatas no debilita la voluntad enferma de construir una aldea global, bienhechora para unos, los menos; por el contrario, la fortalecerá: será obsesiva en la fabricación de blindajes.

Todos pagaremos caro la humillación sufrida por los dominadores. Más aún, si no sabemos deslindarnos de los sucesos –la agresión, el horror, el ofuscamiento de los agraviados, su disposición para el combate contra enemigos escurridizos. El canciller mexicano vacila con ignorancia propia de un ciudadano encuestado a la mitad de la calle, desconociendo la historia de la diplomacia mexicana y el mismo Plan Nacional de Desarrollo que se propone "garantizar que nuestra seguridad nacional y nuestra integridad territorial no se vean afectadas o amenazadas como resultado de cambios o acontecimientos que se producen en el exterior". ¿Por qué entonces hablar de no regatear apoyos? ¿Por qué ese símil comercial tan ajeno a la dignidad diplomática y, más aún, a la ética de una vida civilizada?

No pienso en torpezas personales, sino en la incoherencia política del gobierno de la República, a cuya cabeza habría que recordarle las palabras de Isidro Fabela, –de nuevo él, diplomático de verdad– vertidas en su largo ensayo La neutralidad: "México ha guardado siempre desde los primeros años de su vida independiente, en sus relaciones, una política tradicionalista de neutralidad que consiste en no ayudar a los beligerantes en ninguna forma [...] No podría ser de otra manera, ya que México no es una gran potencia, sino un Estado independiente y soberano que sólo ha querido conservar su autonomía y tener el respeto, la consideración y la amistad de las demás naciones del mundo."

Pero más que el recurso de una nación modesta, la neutralidad es la única opción ética de la vida civilizada, un irrenunciable derecho que es preciso defender, con la prudencia que imponen las circunstancias –el maniqueísmo de los agraviados, el riesgo de posponer agendas. Este no es un reto del gobierno, sino de las fuerzas democráticas del país.

Post-scriptum

Doy por descontados, en medio de este caos, disfrutable al parecer como el más vil espectáculo que satisface con su anecdotario la inmunda apetencia del vulgo, mi pesar por las vidas perdidas y el duelo de familiares y amigos, particularmente por aquellos mexicanos que han dejado en la orfandad a los suyos; y también mi admiración –"cuando uno deja de admirar, muere de asfixia", decía Pérez Galdós– y gratitud a un pueblo de talentos singulares: inventores, literatos, músicos, intelectuales, críticos, iconos cinematográficos... que nos asisten cotidianamente y habitan –quiérase o no– en lo más profundo de nosotros. Y hago a un lado la nostalgia de aquella noche en que, encaramado en lo más alto de una de las torres –dos preciadas joyas de la megalomanía capitalista–, hice cuanto pude por no desmayar ante el vacío, el bello espejismo nocturno de Nueva York y la conciencia –valga la paradoja– de la insignificancia de los hombres.