Jornada Semanal,  30 de septiembre del 2001

 
 Rosa Emilia Mendoza

El último mar de Pedro Nelson

 
¿Cuántas horas llevo aquí, solo, fijo, en el mar inagotable? Todo se vuelve silencio y luz, estado perfecto del espíritu si no recordara el naufragio. Embarcamos hace muchos meses en un lugar del norte, frío y sin alma. Bordeamos hielo y navegamos en hielo, siempre descendiendo, en busca de un hueco de luz que entibiara la vista. Cuando llegamos al Caribe desoxidamos los huesos y echamos las redes. Algo salió mal. Un tirón de la nave nos puso en alerta breves segundos, pero nada pudimos hacer ante la explosión y el incendio. Cuerpos calcinados, teas vivas que se arrojaban al mar y morían entre las redes. No recuerdo voces ni lamentos. La noche había enmudecido. Luego la oscuridad y un cálido amanecer a la deriva y la angustia de la supervivencia aferrado a una tabla donde apenas caben mis brazos.

Ya no lucho. Es mejor así. Aunque la sal me destroza los cartílagos de la nariz, penetra a las profundidades de la garganta y escalda y desprende las membranas, sé que todo es fácil: un ligero entumecimiento se adueña de brazos y piernas, después se convierte en dolor y llega a la nuca, la cabeza se endurece y el rostro se cubre de agua. Pero no, aún queda tiempo para pensar en el mar de la infancia, cuando el sol se derretía en mi cuerpo y en gotas frescas resplandecía en el aire, cuando decir "océano", sintiendo la arena resbalar en los pies, era llenar la boca de infinito, y abrazarlo y ponerlo en el hueco de la mano. Sí, queda tiempo, y ese mar-niño todavía juguetea en la brisa, se esconde y aparece donde menos se piensa. Sin embargo, lejos están mi niñez y el puerto con sus atolones insaciables de espuma. Lejos también está mi madre y su andar de maga santera y la voz ronca de Feliza, y alzo la mano al doblar la esquina para decir los adioses que nunca pronuncié y beso la frente de quienes me amaron.

Una gaviota hiende el aire y desgarra el silencio con un graznido voraz, luego se pierde en el extremo de mis pupilas abrasadas. La tierra debe estar cerca. ¿Qué tanto es cerca? Trato de reír y la sangre refresca mis labios.

Estoy cansado. Si estuviera en casa, iría a mi cama y me sumergiría en ella soñando que es el mar y me vencería una modorra de tardes chichas, como la del marinero, anclado ya de tan viejo, con quien me reunía al salir de la escuela para que me hablara de la esposa foca, de la cabellera verde de las sirenas y de los mares sin fin donde los barcos caen al vacío con un estrépito de agua muerta.

Sí, estoy cansado y tengo sed. Varias veces he sentido el roce de los peces en mi cuerpo y he visto aletas amenazadoras que se marchan. Acaso creen que estoy muerto o tal vez soy un pez, raro, pero al fin pez.

Vuelve el recuerdo del marinero. Decía que cuando alguien se marcha, no debemos mirarlo hasta que se pierda de vista, pues jamás regresará. Alguien, en el norte, me jugó una mala pasada y nunca volveré a caminar por las calles polvorientas ni a platicar con las vendedoras de fruta ni a espiar a las mujeres en el río. Nunca más saldré a pescar con los amigos ni a embriagarme de sombra en los portales. Muy atrás quedó todo eso. Aquí sólo es el mar y beberé el último trago cuando al fin mis brazos busquen el fondo arenoso para dormir.