La Jornada Semanal, 30 de septiembre del 2001
Enrique López Aguilar


Eufemismos (II)

Una persona descalza recibe, por descuido, el vertiginoso peso de una bolsa sobre el pie. Después de haber entendido lo que es un kilo mediante ese golpe y de identificar a su involuntario agresor, es seguro que proferirá una exclamación mientras intenta aliviarse el efecto de la lastimadura, inmóvil o brincando sobre el otro pie. Entre sus gritos de dolor se distinguen unas palabras, que podrían ser las siguientes: "¡Recórcholis, granuja! ¡Ten cuidado!"; o, bien, estas otras: "¡Me carga la chingada, grandísimo pendejo! ¡Fíjate en lo que haces!"

No cabe duda de que la segunda serie, llena de un indudable vigor catártico, sería la preferida por ese personaje y la mayoría de la gente, pues permite tal desfogue que canaliza la sorpresa, el dolor y la ira; la primera sólo existe en las historietas infantiles y en la mente de los censores; es el tipo de expresión que quisiera sobreponerse a las "malas palabras" en las transmisiones radiofónicas o televisivas a la manera de un zumbido, o de asteriscos y puntos suspensivos en la lengua escrita: "¡me vale m***!", "lástima que sea una p…." (así consta, desde la portada, el título de la tragedia Tis Pity she’s a Whore, de John Ford, publicada por Rodolfo Alonso Editor en Argentina, en 1970, y traducida por un tal E. L. Revol).

Aparte del hecho de que los medios de comunicación electrónicos e impresos aprendieron a producir signos o sonidos con valor eufemístico, o a reemplazar ciertas palabras condenadas por otras más "inocentes" y "saludables" (por no calificarlas de francamente estúpidas), lo que ese fenómeno de adecentamiento del lenguaje no ha podido ocultar es que las llamadas "groserías" poseen un valor emotivo y expresivo que, tal vez, no contengan otras formas lingüísticas. Su uso y comprensión es completamente contextual y situacional, lo cual permite entender a quienes participan en un intercambio de frases cuándo güey y cabrón son equivalentes a "cuate", "amigo", "compa", y cuándo tienen un sentido ofensivo o denigrante.

Entre 1968 y la década de los ochenta fue notorio que, por lo menos en México, el lenguaje cotidiano se libró de las trabas que antes se imponían a los hablantes por pruritos de respeto y buena educación, fenómeno que registran el cine y las telenovelas: ahora las "peladeces" se profieren con igual vehemencia en todas las clases sociales, en todos los ámbitos generacionales, y es incuestionable que, así como las cantinas han dejado de ser coto privado de los hombres, las mujeres también se han apropiado soberanamente de palabras antes vedadas para los "dulces labios de las señoritas decentes". No deja de sorprender, por otro lado, la manera como esas palabras manifiestan formatos prejuiciosos y condenatorios en su designación formal, pues todos sus nombres implican un estigma. Cuando, por ejemplo, se dice de una palabra que es mala, debería entenderse "que hace daño, que resulta inconveniente, desagradable, desafortunada, incompleta para algo o para alguien" (Diccionario básico del español de México, aunque no refiera el adjetivo al ámbito verbal); asimismo, que en la grosería se otorga a la palabra así calificada una condición "basta, gruesa, ordinaria y sin arte" (Diccionario de la lengua española, de la rae). Adjetivar algo como obscenidad, por otro lado, connota lo "siniestro, fatal, indecente" y a las "palabras desvergonzadas" (Joan Corominas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico) o, francamente, cuanto está lleno de "impureza, suciedad, torpeza y fealdad" (Diccionario de autoridades). Finalmente, cualquiera debería entender que peladez es un "hecho o dicho propios del pelado; leperada, picardía" y que pelado es un "tipo popular de las clases bajas, harapiento, mísero e inculto, pero por lo común simpático", como asegura Francisco J. Santamaría en su Diccionarrio de mejicanismos (debe recordarse que los pelados eran jornaleros indígenas y mestizos que ingresaban a las haciendas para trabajar como peones durante la Colonia; parte de sus obligaciones era someterse a las tijeras de un barbero, que los rapaba para evitar la proliferación de pulgas y piojos pero, también, para distinguirlos mejor). Nadie espere mayores sorpresas si explora variantes como leperada, majadería, expresión gruesa, vulgaridad…

Es interesante verificar la múltiple condenación que se asesta a ese universo verbal: ética ("mala", "obscenidad"), estética ("grosería", "obscenidad") y social ("peladez"), como si sólo en ellas radicara la capacidad de hacer daño, o fuera notable su condición inacabada y burda, o su exclusiva pertenencia a clases sociales consideradas "inferiores". No sólo es evidente que cada palabra elegida para describirlas exhibe una visión prejuiciosa, sino que no existen otras para, por lo menos, calificarlas desde un punto de vista más imparcial. Además, se olvida que lo bueno en un lugar puede ser malo en otro, corroboración de que la objetividad para definir a las "malas" palabras depende de contextos relativos: ¿por qué, en México, palabras tan decentes como papaya, chochito y concha no suenan igual en Cuba, Chile o Argentina, donde se prefieren expresiones como fruta bomba, grajea o bizcocho (que, en México, tiene connotaciones sexuales)? ¿Por qué el culo español escandalizaría a las buenas conciencias mexicanas si se empleara sin tapujos en la publicidad nacional? ¿Por pudibundez o meros usos regionales del lenguaje? Hace tiempo, un lingüista sugería que la expresión estereotipo lingüístico reemplazara a las demás: aunque parece desprovista de intenciones prejuiciosas, no deja de rezumar un aire de tecnicismo y ampulosidad que la vuelve impensable como parte del habla cotidiana.

A pesar de todo, es claro que hoy las "groserías" se han liberalizado socialmente y encuentran mucha mayor difusión, benevolencia y tolerancia, pero resulta extraño encontrarse con que los eufemismos se siguen empleando para maquillar otras áreas "peligrosas" en el ámbito de las costumbres verbales.

(Continuará.)

Artemis Fowl, el Harry Potter de Disney
 

para Martha Llorens


La serie Harry Potter de la escritora escocesa J.K. Rowling, es, y lo saben incluso los que no la han leído, un acontecimiento literario –el tercero en la serie, El prisionero de Azkaban, perdió el prestigioso premio Whitbread por un voto ni más ni menos que ante la nueva versión de Beowulf escrita por el poeta irlandés Seamus Heaney– y un fenómeno de ventas. En estos tiempos de Playstation y Gameboy, Harry Potter ha llamado a la lectura a una generación entera de niños y adolescentes, quienes, mientras esperan que aparezca el quinto volumen (Harry Potter y la orden del fénix), se asoman, al principio tímidamente y luego con voracidad, a la obra de J.R.R. Tolkien, de Úrsula le Guin, de Michael Ende, de Francisco Hinojosa. Por supuesto, un fenómeno de esta naturaleza y su baile de millones de dólares trae consigo demandas por plagio, oleadas de mercadotecnia e imitadores. Pero ninguno tan obviamente comercial y tan descarado como Artemis Fowl, de Eoin Colfer (Hyperion Talk Miramax Books). El nombre de la editorial debió hacerme desconfiar (Miramax es Disney), como le hizo sospechar a las editoras Marcela González Durán y a Marta Llorens, pero a veces uno peca de ingenuo.

Artemis... es un libro bien escrito (aunque los personajes son muy estereotipados), bien tramado y antipático. El primer y mejor capítulo (que apareció hace unas semanas en el periódico Reforma), es una mezcla empobrecida de William Gibson, de J.K Rowling y unas gotas de John le Carré. Sucede en Saigón, en el futuro llamada Ho Chi Minh City, allí hace su primera aparición Artemis, genio del mal de doce años, en compañía de Mayordomo. Así, Mayordomo, sin otro nombre, ya que Artemis, pequeño potentado, heredero de una gran fortuna, tiene derecho a poseer un Mayordomo. Sus ancestros siempre tuvieron uno para ellos solitos. Mayordomo, descendiente del primer Mayordomo al servicio de los Fowl, es, de acuerdo a la costumbre, un hombre entrenado en un centro de guardaespaldas localizado en Israel, cocinero Cordon Bleu y médico, que obedece dócilmente a su pequeño amo. Artemis es un pastiche de villanos de novelas de espías, habla como James Bond –tiene un gran savoir faire, nos hace saber el narrador cada cinco párrafos– y, creación de Disney al fin y al cabo, hijo amante de su madre, una mujer que se volvió loca al saber que la mafia rusa asesinó a su marido. ¿Qué tiene que ver el mundo feérico con Artemis? Pues bien, el plan del niño es raptar a un hada y pedir rescate a los duendes para reconstruir el imperio financiero de su padre, aunque con la cantidad de dinero que gasta en atrapar a su víctima, uno queda con la impresión de que si se estuviera quieto, con los intereses de lo que tuviera en el banco bastaría. En el proceso cree que mata a otros duendes, atrayéndolos con una falsa señal localizadora a un buque ballenero que explota, y no experimenta ni el más mínimo remordimiento, como los villanos acartonados y torpes de la obscenas películas de Steven Segal, "la pepona mamporrera" (Javier Marías dixit).

Mientras que en la serie Harry Potter el mundo mágico no tiene tecnología, ya que ésta es sustituida con creces por la magia, en el mundo de Artemis Fowl hasta las hadas usan pistolas y los elfos tienen armas biológicas. No hay nada de la tensión espiritual que supone el uso de la magia, presente a lo largo de las aventuras de Harry, la tentación del poder, de la inmortalidad. En el mundo de Artemis lo que importa es el dinero. El niño usa una Macintosh, y para que no le quede duda al lector, además de que alaba el desempeño de la computadora, en apenas el segundo capítulo el autor se regodea describiendo un proyector dat alimentado por varias AppleMacs en el que continuamente aparecen noticieros de cnn. Hay varios pasajes en los que se anuncia ¡Eurodisney!, "uno de los pocos lugares de la tierra en los que la Gente (los seres mágicos) pueden pasar desapercibidos". En fin, como afirma el escritor Richard Schikel, citado en el ensayo de Jack Zipes titulado Rompiendo el hechizo de Disney:

Coloca chistes y canciones y efectos especiales, pero pareciera que siempre empequeñece aquello que toca. Llega siempre como un conquistador, nunca como subordinado. Mucha gente ha observado que este es un rasgo común que comparte con muchos norteamericanos que llegan a otros países con la intención de hacer el bien, pero equipados nada más con conocimientos técnicos, en lugar del respeto y la simpatía necesarios para entender costumbres y tradiciones que les son ajenas.

Así las cosas, en nombre del País de la Magia (y de otros), protesto.


Noé Morales Muñoz


Las relaciones peligrosas

Sugiere Javier Marías en un escrito reciente que quien quiera asomarse al Mal, "pero al Mal sin aspavientos ni demonios", debe leer la memorable novela de Conrad, El corazón de las tinieblas. Poco hay que añadir a tan sabia sentencia; si acaso, que quien supere ese primer escarceo con el Tanatos puede proseguir la aventura con la versión fílmica que del aludido escrito hiciera Francis Ford Coppola (y que le costara la bancarrota y el divorcio): Apocalipsis, en donde de paso descubrirá algunas datos reveladores: que ese Mal permite un duelo actoral de altísimos vuelos (el mejor Marlon Brando nunca visto, en opinión de muchos; el mejor Martin Sheen nunca visto, en opinión de todos); que se puede disociar la música de Wagner del ideario hitleriano, y la de los Doors del reventón intrascendente; y que las consecuencias devastadoras de una conflagración, ésas que tanto les gusta apadrinar en la Casa Blanca, lejos de afectar para bien el orden mundial, sólo afectan para mal la psicología de sus soldados –muy a propósito de desgracias recientes.

Huelga decir que dicha aproximación a la Maldad no es patrimonio exclusivo de la literatura conradiana. Una muy interesante variante, la del Mal revisitado en una de sus formas más comunes, la manipulación, la ofrece la magnífica novela epistolar de Pierre Choderlos de Laclos, Las amistades peligrosas. Concebido en el último tercio del siglo xviii, dicho escrito representa, sin duda, uno de los picos más altos de las letras francesas. Laclos, que de estrategia sabía un poco (fue general condecorado del ejército francés), presenta el alambicado mapa de relaciones entre miembros de la aristocracia francesa de su época. Tachado de inmoral por las autoridades de su tiempo, el autor regala un par de personajes ya arquetípicos de la historia de la literatura: la Marquesa de Merteuil, viuda negra calculadora e insensible, y el vizconde de Valmont, hedonista gigoló experto en pisotear reputaciones, empezando por la propia. Con un portentoso análisis psicológico al servicio de una trama exquisita, no exenta de ciertos toques de fino erotismo, la novela de Laclos sigue siendo, aún ahora, objeto de estudio y admiración. Un elemento que sustenta la afirmación anterior es el elevado número de adaptaciones que para otros medios que se le ha hecho. Una de las mejor logradas es, sin duda, la de Christopher Hampton: Las relaciones peligrosas, en cuyo texto basa también su adaptación y montaje Walter Doehner, de reciente estreno en el Teatro de las Artes del cna.

Tal vez el mayor mérito de Hampton sea el dotar de dinamismo dramático a un texto de naturaleza, en ese sentido, antónima. Omitiendo algunos detalles en los que la novela se permite ahondar, Hampton centra sus esfuerzos en la tormentosa historia de amor entre Valmont (para quien la posesión de una mujer acaba con todo su atractivo) y Madame de Tourvel (casada y comprometida, en forma y fondo, muy al contrario de los otros personajes), única mujer capaz de despertar en aquél un sentimiento auténtico. Cruel y poética a un tiempo, su versión teatral (llevada también al cine, con el magistral trabajo de Stephen Frears en la dirección y Glenn Close, John Malkovich y Michelle Pfeiffer en los principales) refuerza la intriga y el juego de poder que tan bien retrata el original de Laclos.

Doehner, junto con Jaime Chabaud, pasa el texto de Hampton por un nuevo filtro dramatúrgico que, según sus propias palabras, pretende alimentar el concepto del control, que tan claramente se expone a lo largo de la trama. Amén de la perogrullada, este nuevo tratamiento se enfoca mucho más en el significado de la relación entre Valmont y Merteuil como detonadora de peripecias que en mucho afectan a sus subordinados.

Doehner, con una amplia labor como director de escena y cámaras en cine y televisión, realiza un montaje en el que sobresale, sobre todo, su capacidad en el manejo de un elenco ecléctico en cuanto a edades y registros. Si por un lado la personificación de los protagónicos recae en actores probados como Diana Bracho (la Marquesa de Merteuil, un tanto sobrada y displicente en su trabajo), Rafael Sánchez Navarro (Valmont, la mejor actuación suya en muchos años) y Arcelia Ramírez (orgánica, matizada, exquisita como Madame de Tourvel), Doehner revela a una serie de actores más que promisorios en los roles secundarios: Ana Serradilla, refrescante como la Cécile de despertares iniciáticos; Juan Pablo Abitia como el Chevalier Danceny, quien a la postre se convierte en la marioneta más importante del ajedrez de intrigas entre Merteuil y Valmont; y Claudine Sosa en su doble caracterización de Julie y Emilie. A ellos se suman los pulcros esfuerzos de Manuel Blejerman como Azolan, Concepción Márquez como la deuteragonista Madame de Rosemonde, y Laura Drescher como Madame de Volanges. Un conjunto cuyo mayor mérito histriónico se debe en gran medida a la labor del director: su cohesión.

Sobreponiéndose a un diseño escenográfico un tanto limitante (la recreación de los ámbitos franceses del siglo xviii a cargo de Gabriel Pascal se antoja un tanto simplista y poco propositiva), Doehner traza sin contratiempos los movimientos de sus actores y se permite convenciones bastante afortunadas en cuanto a los ambientes espaciales que sugiere. Aunado a la emotiva partitura original de Mario Santos, esta puesta logra ser redonda sin caer en parafernalias superfluas. Tal vez porque el Mal, ya se sabe, no precisa de ornamentos de ningún tipo para aparecerse en donde le dé la gana.
 

Luis Tovar
¿Y dónde está 
el guionista? (V)

Podría pensarse que la mejor manera –o quizá la única verdaderamente confiable– de averiguar si un guión es bueno, es leyéndolo. Pero esto, que resulta más que obvio en el caso de muchos otros textos literarios, casi nunca es dable llevarlo a cabo cuando se trata de un ejercicio guionístico. El primer impedimento, como se dijo en la entrega pasada, tiene que ver con la escasísima práctica de hacer ediciones impresas de un guión y, por natural consecuencia, con la casi nula costumbre de leerlos.

Al respecto puede alegarse que un guión es un documento técnico antes que una pieza literaria, y que no se necesitan más razones para entender por qué en las librerías no encontramos ejemplares, por decir algo, del guión de La perla.

Pues bien: la opinión de un servidor es que un guión no es más una cosa que la otra, ni deja de ser literatura para convertirse en guía de trabajo del director. Vuelvo al símil con el teatro. ¿Se imagina usted la cantidad de veces que se ha editado Hamlet, tan sólo en español? ¿Y para qué iba nadie a querer editar esa obra de teatro si no hubiera quien quisiera leerla, haya o no haya visto una puesta en escena de este clásico shakespeareano? O para decirlo al revés: la infinita cantidad de veces que Hamlet ha sido montada en un escenario no le quita un ápice de su valor al texto que, como tal, tiene una relevancia literaria de la cual nadie sensato puede dudar, sin que importe en absoluto la buena o mala escenificación que le haya tocado presenciar.

Como una pieza teatral, el guión posee una naturaleza híbrida que lo aleja del común de los lectores. A diferencia de los otros géneros narrativos –novela, cuento, crónica, reportaje, biografía, etcétera–, su estructura tiene que satisfacer una doble necesidad de interpretación: la del director, en primer lugar, y acto seguido la del espectador.

Entre el mensaje, es decir la obra narrativa llamada guión, y el receptor –usted y yo sentados en una butaca–, el fenómeno de comunicación cinematográfico siempre pone a un intermediario llamado director. En términos ideales, éste no debería funcionar sino como el más eficaz de los agentes transmisores, si seguimos ateniéndonos a la tesis de que un guión, como toda producción literaria o de cualquier otra índole, debe valer por sí misma y no siempre ni preponderantemente por la o las interpretaciones que de él se hagan. Pero, como todos sabemos, cuando él mismo no es el guionista de su propio filme, el director suele trascender el modesto papel de intérprete-intermediario y desde siempre ha ocupado, para bien o para mal, el sitio más importante bajo los reflectores, en menoscabo directamente proporcional de la parte de responsabilidad –y con ella la fama, el aplauso, el vituperio, lo que le toque en suerte– que el guionista tiene desde que una película comienza a ser lo que a final de cuentas será. No por nada, en cine las palabras "director" y "realizador" son sinónimos.

El mal del guionista

Bajo el recuerdo omnipresente del cineasta queda, injustamente a la sombra, el nombre de aquél que en primera instancia, antes que nadie, concibió la trama, dio volumen y carácter a los personajes, los dotó de una voz propia, les confirió un pasado, los puso a interactuar, elaboró un conflicto y le dio solución. Y no sólo eso: también debió tener presente en todo momento el tiempo diegético de la acción y el tiempo real que tomaría la puesta en escena a ser filmada, requisito que lo llevó a dosificar la historia de tal modo que lo explícito –el trazo escénico en el plató, los diálogos, los elementos narrativos incluidos: personajes, escenario, ambientación, etcétera– fuera suficiente para entregarle al público lo implícito, lo que los ojos no ven en la pantalla pero ahí está –la historia extradiegética de los personajes, el contexto social, el trasunto psicológico, y más y más. Y no sólo eso: si aspiró a que su obra valiera la pena de ser filmada, debió poner especial cuidado en no omitir todas las especificaciones técnicas de filmación necesarias para que el director pudiera hacer su trabajo sin demasiados contratiempos.

Por (mala) costumbre, porque así ha sido siempre, porque no le queda o no le dejan de otra, o bien por genuina solidaridad y entendimiento profesional con el director, quien será el primero en interpretar un trabajo pensado desde su origen para pasar del papel a la pantalla –y a quien se le deja en total libertad a la hora de ejercer dicha interpretación, con el riesgo de que vea y reproduzca algo totalmente distinto–, con mucha frecuencia el guionista se llama a engaño, cuando no a traición, al momento de ver su historia en el cine. Su principal problema, el primero de una larga serie, es no entender que ésa ya no es su historia, pues dejó de pertenecerle desde el momento mismo en que la sometió a la lectura de unos ojos que no eran los suyos. Y esto, que no es sino uno de tantos fenómenos inherentes a toda creación artística, con el que ni novelistas ni poetas ni nadie suele tener problemas, al guionista casi le provoca taquicardia.

Quizá el único remedio para el mal del guionista sería escoger entre dos sopas: o filma él sus propios guiones o no los filma nadie. 

(Continuará.)

Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

Gloria Gervitz: aprender la paciencia 
y el silencio

Lleva veinticinco años escribiendo el mismo, largo poema: Migraciones, un enramado con voces femeninas y muchas preguntas que se abren una a la otra sin respuesta. 

En las migraciones de los claveles rojos donde revientan cantos de aves picudas 
y se pudren las manzanas antes del desastre
Ahí donde las mujeres se palpan los senos y se tocan el sexo
en el sudor de los polvos de arroz y de la hora del té
Era agosto de 1976 cuando Gloria Gervitz traía estas líneas en la cabeza. Le parecían sin sentido pero las escribió y empezó a soltarse, dando origen a "Shajarit" (oración de la mañana), su plaquette editada tres años más tarde como una primera parte de su libro de desplazamientos, compuesto por otros cinco segmentos alrededor de la memoria y el olvido: "Yizkor" (recuerda), "Leteo" (olvido), "Pythia" (pitonisa), "Equinoccio" y "Treno" (lamento).

"La más sorprendida de que llevo escribiendo el mismo poema desde siempre soy yo. No es una obsesión. Es así porque es así. No tengo explicación. Cada vez que terminaba una de las partes pensaba que el poema se cerraba, que ahora sí iba a empezar otra cosa aunque no sé muy bien qué quiero decir con otra cosa. Por lo visto no ha sido así. Cuando me preguntan qué es este largo poema, me doy cuenta que no me toca a mí decirlo. Durante mucho tiempo sentí que era una pregunta que se abría a otra y a otra. Quizás por esto en la tercera parte de "Leteo", uno de los últimos versos dice:

Y yo quería saber
Pero sólo me fue dado preguntar
Leyendo es como se recuerda de niña. A los diez años escribió una dizque novela, pero era resultado de su gusto por plasmar historias en cuadernos, de la misma forma que contaba cuentos en la escuela. Sin embargo, pese a la pasión por la escritura, tardó mucho en advertir que era su vocación de vida. A los dieciocho años se casó con el hijo de un amigo de sus padres y duró un lustro en ese matrimonio prácticamente arreglado pues, en aquel entonces, no se imaginaba otra forma de estar. Finalmente se separó y retomó su amor por las palabras cuando contaba con veintitrés años. Empezó con textos breves, especie de viñetas que aspiraban acercarse a la poesía. Algunos fueron publicados en revistas universitarias, pero la mayor parte de lo escrito de 1970 a 1976 fue a dar al cesto de la basura. "Estaba muy verde y no valía la pena."

Todo cambió cuando arribaron las líneas de "Shajarit" (mismas con que inicia la columna), y el poema se extendió en más versos, muchas pausas y preguntas a lo largo de Migraciones:

"¿Para qué pensarme? ¿A quién se habla antes de morir? ¿Y si despierto para siempre? ¿Puedo acaso arrancarme de mí? ¿A dónde iría si pudiera llegar?"

Nació en la Ciudad de México y afortunadamente no ha vivido ningún exilio. Sin embargo, su poesía está impregnada de la vivencia del desprendimiento, del adiós en los otros. Su familia es de emigrantes judíos procedentes de Ucrania y Gloria se cuestionó, sin palabras, qué debieron haber sentido las mujeres que venían de esa parte del mundo a un sitio desconocido, a un paisaje, gente e idiomas distintos. Una de esas mujeres fue su abuela paterna, a la que nunca conoció y "por eso pude inventar sus sueños".

Me acerco a la borda. Miro el mar. No guardo ningún recuerdo
Nada a qué aferrarme.
Aprendí a envejecer entre las paredes verdes.
¿Y toda esa gente, dónde está ahora?
Además de las vivencias ajenas y propias, la escritura de Gervitz está llena de silencios. Es su estado preferido y tiene gran capacidad para estar consigo, "pensar en las musarañas verdes" y mantenerse en una especie de contemplación de su paisaje interno.

"La otra parte de la poesía está en el silencio que para mí es profundo y blanco como el centro del fuego. Donde sentí la experiencia del silencio con más fuerza fue en "Pythia", allí siento que me metí más profundamente en eso oscuro que soy. La última parte, "Treno", es la única que supe casi desde el principio que era parte del resto del poema. Es breve y aún no sé si está terminada o le falta. Además, decir que falta algo... quizás lo que le falta a Migraciones es más silencio y no más palabras. No lo sé. El tiempo dirá."

Por lo pronto, lo que ha marcado el tiempo respecto a este volumen son reediciones y reimpresiones desde que se publicó en 1991 con el sello del Fondo de Cultura Económica. En 1996 la editorial El Tucán de Virginia lo colocó en librerías, ampliado. Todas estas versiones se encuentran agotadas, así que la autora se dio a la empresa de sacar una muy cuidada edición a su cargo, con el apoyo de la beca del Sistema Nacional de Creadores de Arte, al que pertenece desde 1997. Asimismo, dos años antes obtuvo la beca del Fideicomiso para la Cultura México-Estados Unidos a fin de traducir la obra de la poeta estadunidense Lorine Niedecker.

Fragmentos de su trabajo se han traducido al alemán, francés, hebreo, inglés, italiano, japonés, portugués y ruso. La última parte de Migraciones contiene versos en inglés. "Es mi otra casa. Me gusta su música, concisión, economía. Pude haberlo traducido pero cuando el poema se me fue al inglés intenté pasar las palabras al español y empecé a perderlas. Me dije: tú escribe y después traduce. Pero sentí que lo que quería decir sólo podía hacerlo en ese otro idioma, como quien baja la voz, el tono. Era un adiós pero quizás es también un principio. Y tal vez ahora el poema sí se cerró. Aún no lo sé", concluye con pausas quien hubo de aprender la paciencia y el silencio para oírse.