La Jornada Semanal,  23 de septiembre  del 2001


(h)ojeadas
 
 
 

Las Agujas
del Tiempo
 
 
 
 

Guillermo Vega Zaragoza













 


 

 
 
 
 

Ignacio Solares,

El espía del aire,

Alfaguara,

México, 2001.
 

Para Araceli, Rodrigo, Arturo y Ángeles
La estatura de un escritor se mide por la manera en que le rinde fidelidad a sus propias obsesiones a lo largo de su obra literaria. Así es ahora, así ha sido antes y así será siempre. El escritor muy pocas veces escoge las obsesiones que lo atormentan, pero es lo de menos de dónde provengan: de la infancia, del desamor, de experiencias traumáticas, del sentimiento de hastío o, simple y sencillamente, de la nada. En realidad, las obsesiones son las que lo escogen y lo persiguen. Tampoco son ni pueden ser muchas, pues la razón de la obsesión es que, aunque se quiera escribir sobre otra cosa, se termine siempre, indefectiblemente, hablando de lo mismo, aunque se haga desde otro ángulo, en otras épocas, en otros escenarios, incluso con otras técnicas narrativas. ¿El escritor es siempre consciente de las obsesiones que lo abruman? Podría pensarse que sí, aunque se han dado casos de autores que nunca se dieron cuenta cabal de que llevaban años escribiendo sobre lo mismo. Quizá uno de los trabajos del crítico sea identificar las obsesiones de los autores y revelar qué tan fieles les son a lo largo su vida literaria.

Sin embargo, otros escritores son tan conscientes de sus obsesiones que no sólo les son fieles sino que se abisman en ellas y en ese abismarse encuentran el material para realizar una obra literaria única e inconfundible. En el caso de Ignacio Solares (Ciudad Juárez, Chihuahua, 1945) la notoriedad de su obra no se reduce a unos pocos libros. Al contrario, es extensa y ampliamente reconocida, pues estamos hablando de cerca de veinte volúmenes entre novelas, cuentos, reportajes y obras de teatro.

Es relativamente fácil darle seguimiento a las obsesiones de Ignacio Solares, pues no sólo las ha hecho explícitas (como en su autobiografía De cuerpo entero, editada por Corunda/unam en 1990), sino que ensaya y propone en algunas de sus obras las ideas y planteamientos que desarrollará con mayor profundidad en libros posteriores. Así sucedió con el cuento que le dio título a su primer libro de relatos, El hombre habitado (Samo, 1975), y que cinco años después se convertiría en su segunda, notable, novela Anónimo (Compañía General de Ediciones, 1980). Lo mismo pasó con el cuento "El sitio", que apareció en 1995 en el volumen Muérete y sabrás (Joaquín Mortiz, 1995) y que fue el germen de la novela del mismo nombre que publicaría Alfaguara tres años después. Y así ha ocurrido ahora con El espía del aire, en la que retoma situaciones y personajes que ya habían aparecido en la novela Casas de encantamiento (Plaza y Valdés/inba/sep/ddf/unam , 1997), sólo que de manera diferente a los dos casos anteriores, donde la idea germinal se va desarrollando, profundizando y haciendo más compleja. En esta ocasión, ha tomado como punto de partida apenas un aspecto de la novela para armar otro relato, considerado como una noveleta propiamente dicha, pues sus diez capítulos apenas alcanzan las cien páginas impresas con tipografía amplia.

En El espía del aire, Solares permanece fiel a sus obsesiones, las que aborda con herramientas literarias más afiladas y precisas. Tenemos un inicio contundente, que nos ubica de inmediato en el tono y el tema del relato: "Como si el simple acto de escribir pudiera hacer girar al revés las agujas del tiempo." Y no sólo las hace girar una sino dos veces. Ubicado en la época actual, el narrador nos remonta a la Ciudad de México de fines de los años sesenta. Mediante la evocación de libros, personas y anécdotas de esa época, de repente nos encontramos en un país donde "creíamos que todo tenía remedio (todavía podía creerse que el mundo tenía remedio) y había que actuar en él decididamente porque todo importaba: leer un libro o hacer la revolución".

De esta forma, asistimos a las clases de metafísica de José Gaos y al taller literario de Juan José Arreola, escribimos en suplemento cultural de El Heraldo, que dirigía Luis Spota (aunque muchos jóvenes de hoy lo encuentren increíble, El Heraldo alguna vez tuvo suplemento cultural), entrevistamos a Julio Cortázar a la salida de una conferencia de la Facultad de Filosofía y Letras, y en el momento en que nos apoltronamos para seguir con lo que parece un agradable libro de recuerdos, Solares gira de nuevo las agujas del tiempo, con la pura magia de la escritura.

Al investigar para un reportaje sobre el cine Olimpia, el narrador encuentra una vieja credencial, fechada a mediados de los cuarenta, con la foto de una enigmática mujer y la reconoce de inmediato, aunque no sabe precisar si verdaderamente la conoció. La anécdota es verídica y le sucedió al autor, quien se desmayó de la impresión, según reveló en la mencionada autobiografía. El protagonista se obsesiona de tal manera por la mujer, que investiga en la hemeroteca lo que sucedía en aquélla época. Ya medio mareado entra a una cantina del centro y se pone a escribir y de repente ya estamos, junto con él, en el invierno de 1945, en el mismísimo cine Olimpia, en una función de la película María Magdalena con Luis Alcoriza como Jesucristo, el mismo día en que la mujer perdió la credencial. 

En su ensayo "La flor de Coleridge", Jorge Luis Borges establece que usar la conocida nota del poeta inglés (aquélla que dice: "Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?") como base de otras invenciones felices "parece previamente imposible", pues tiene "la integridad y la unidad de un terminus ad quem, de una meta". Solares parece contradecir el aserto borgeano, pues no sólo su personaje viaja y regresa del paraíso sino que decide quedarse a vivir ahí a voluntad, pues sabe que mientras siga escribiendo podrá seguir siendo inquilino de ese "otro" mundo, cuya puerta de acceso se ha abierto gracias a la literatura, y del que se puede ir y venir a voluntad. 

En el primer tramo de su carrera literaria (que podríamos ubicar claramente de 1975 a 1989, antes de la aparición de su novela Madero, el otro), se identificó a Solares como uno de los pocos autores mexicanos que más se acercaban al llamado "subgénero fantástico". Quizá por la artificial tendencia, a la que son tan afectos algunos críticos, de dividir la literatura entre "real" y "fantástica" y de considerar a esta última como "menor", los libros iniciales de Solares no recibieron en su tiempo la atención y difusión debidas. Incluso algunos de ellos no han recibido el beneficio de la reedición. 

No obstante este silencio crítico (uno de los pocos análisis serios de su obra se debió a su tocayo Trejo Fuentes), desde su primera novela, Puerta del cielo (Grijalbo, 1976), pero sobre todo desde Anónimo, Ignacio Solares se reveló como un escritor singular, con preocupaciones y obsesiones que nadie más se ha atrevido a tocar en la literatura mexicana. Y es que, quizá por su formación católica (¿cómo que "quizá"? ¡Seguramente por ella!), Solares tiende a abordar la vida de manera poco ortodoxa para los cánones de las sagradas instituciones (llámese Iglesia Católica, Historia Patria o Partido en el Poder). 

Véase si no: en su primera incursión novelística, al protagonista adolescente se le aparece la mismísima Virgen María para recriminarlo porque le profesa especial dedicación al autoerotismo (se la pajuelea diario, pues); la segunda cuenta con una de las frases iniciales más contundentes de la literatura mexicana y que nos coloca de golpe y porrazo en el universo trastocado del autor: "Parece cosa de risa pero aquella noche desperté siendo otro." Y no es que el personaje hubiera tenido un ataque súbito de lucidez sino que, literalmente, despertó en el cuerpo de otro hombre y tiene que asistir al funeral de su "otro" cuerpo. 

Entre ambas novelas, Solares escribió un libro-reportaje tan célebre que ya ha tenido varias reediciones, se tradujo al inglés y hasta el Seguro Social compró una edición para regalarla en sus centros antialcohólicos: Delirium tremens, basado en entrevistas con alcohólicos que han experimentado ese angustiante estado de alucinación. Luego de varias novelas cortas más, dos de ellas con niños como protagonistas (El árbol del deseo, en 1980, y Serafín, en 1985), en 1987 da a conocer su novela más ambiciosa hasta entonces, Casas de encantamiento, con la que ganará el Premio Magda Donato un año después.

Entonces vendrá su novela más celebrada y polémica, con la que iniciará un ciclo literario de casi diez años de duración: Madero, el otro, en la que se atreve a revelar la faceta espiritista del llamado "apóstol de la democracia". Ya encarrerado y con el brazo caliente, sigue en la misma vena con La noche de Ángeles, que le valió ganar el Premio Internacional Diana-Novedades en 1991. Por eso días también se monta la obra de teatro El jefe máximo, que bien pudo llamarse "Calles, el otro", pues en ella revela que el instigador de la guerra cristera buscaba en el espiritismo una forma de apaciguar los remordimientos que lo atormentaron en sus últimos días. En 1993 publica El gran elector (que más tarde se convertiría también en obra teatral), en la que aglutina arquetípicamente en un solo personaje a catorce de los presidentes del México revolucionario, al cual se le aparece el fantasma de Madero en los solitarios pasillos de Palacio Nacional.

Prosigue su incursión histórica (con un respiro para publicar su segundo volumen de cuentos, exactamente veinte años después del primero), pero ahora se remonta a los inicios de la mexicanidad, al encuentro de la magia del mundo azteca con la religiosidad cristiana española, con la historia de Nen, la inútil, una vidente a la que llevan al palacio del emperador Moctezuma para que la estudien médicos y hechiceros y descifren sus visiones apocalípticas. Esta novela le hace acreedor al Premio José Fuentes Mares en 1996. Ese mismo año, con Columbus, regresa al tema revolucionario, pero con una visión más íntima, evocadora y mordaz (quizá debido a que su abuelo materno fue "dorado" de Villa), para contar un episodio singular: la única invasión latinoamericana que ha sufrido Estados Unidos. 

En 1998, con El sitio, Solares regresó a terrenos conocidos, con una paráfrasis de Huis clos, de Jean Paul Sartre, o si se quiere, de El ángel exterminador, de Luis Buñuel, con la historia de los inquilinos de un edificio de la colonia Condesa del que no pueden salir y no tienen ningún contacto con el exterior. Sólo que en lugar de concluir que "el infierno son los otros", la certeza es que "el infierno es uno mismo". En ese entonces, en las páginas de este suplemento, Gonzalo Celorio consideró el libro como "una summa ignaciana", en la que están sus temas recurrentes, pero "sobre todo están presentes sus obras anteriores, rehabilitadas, trascendidas, parodiadas, recuperadas", en novela "endeudada, abigarrada de referentes, de guiños literarios, de asociaciones culturales que han sido de tal manera asimilados que acaba por ser, a fin de cuentas, un homenaje multitudinario".

Algo similar podría decirse de El espía del aire, obra muy diferente a El sitio y, sin embargo, con tantas coincidencias, pues si ?como Borges ha recordado? Percy Shelley dictaminó que todos los poemas son fragmentos de un solo poema infinito escrito por todos los poetas del orbe, cuantimás los libros de un autor han de ser capítulos de una sola y única obra. Breve y disfrutable pero a la vez inquietante y perturbador, en su libro más reciente Ignacio Solares parece demostrar la veracidad de una de sus más acuciantes obsesiones: que la otredad no es como todos piensan, que no se trata de una dualidad excluyente, que el otro también es yo, que la ecuación no es "yo + otro", sino "yo = otro", o mejor: "yo es yo y yo"; es decir, que todos somos dos pero con un mismo nombre, y que ese nombre, la palabra mágica, sólo es posible encontrarlo en el reino fascinante de la literatura, que es el pasaporte a otros mundos, a otras realidades que podemos descubrir, crear y habitar si nos lo proponemos en serio
 

n o v e l a

SOLO PARA DIVERTIRME

Gabriela Valenzuela Navarrete

 
 
 

Eugenio Aguirre,

El rumor que llegó del mar,

El Pirul,

México, 2001.
 
 
 
 
 

 

¿Para qué lee usted? Casi puedo ver su gesto de sorpresa, echando levemente el cuerpo hacia atrás, tensando el cuello en un acto reflejo, abriendo los ojos muy grandes y parpadeando tres veces para convencerse de que sus ojos lo engañaron y leyeron una cosa por otra, para finalmente acercar la nariz al papel, fijar la mirada en el signo de apertura de la pregunta y darse cuenta de que no, no había sido engañado, había leído bien: ¿Para qué lee usted?

Un poco indignado, volverá a su posición anterior, echando el pecho hacia delante en un claro desafío hacia una pregunta tan tonta. Tal vez hasta emita un "já" gutural para demostrar que por supuesto sabe para qué lee. Para cultivarse, para aprender, para estar al día de las novedades literarias... quizá llegue a confesar que por obligación o para no sentirse incluido en las tristes estadísticas de lectores de medio libro al año; puedo suponer todas esas respuestas. ¿Y no pensó en contestar "sólo para divertirme"?

Todos los que amamos la lectura solemos desear hacer de nuestros hijos grandes lectores que, en vez de ver Pokemon, prefieran abrir Las aventuras de Tom Sawyer, o en lugar de pedir al último caballero del Zodiaco, quieran que se les compre el cuarto volumen de Harry Potter. Sobre todo, queremos hacer del abrir un libro un acto placentero, lúdico, que no sólo signifique cumplir con la tarea de la escuela. Afortunadamente, cada vez es mayor el número de niños que de verdad gozan los libros; por desgracia, conforme crecemos, a menudo perdemos esa capacidad de maravillarnos y divertirnos con las historias que llegan a nuestras manos.

Pero, por suerte, aún hay autores capaces de hacernos recuperar ese gozo inocente y esa capacidad de sorpresa que dejamos en las esquinas de los años. Uno de ellos es Eugenio Aguirre, quien con su obra El rumor que llegó del mar, recientemente reeditada, nos transporta a un puerto fantástico en el que los habitantes se ven a merced de los enojos del más omnipresente de los personajes en esa historia: el mar. 

San Juan de los de Abajo es un poblado de pescadores común y corriente, cuya principal celebración es la llegada del circo una vez al año. Sin embargo, en esta ocasión, la tranquilidad habitual se ve trastornada no sólo por los domadores y los trapecistas, sino por una serie de asesinatos que parecen consecuencia del enojo del océano. Mezclando elementos propios del realismo mágico con situaciones de novela policiaca, Aguirre sabe atrapar a su lector y ponerlo a jugar con las reglas que él establece, haciéndolo testigo de crímenes y cómplice de criminales, convirtiéndolo en investigador e investigado hasta el final de un laberinto que no concluye cuando un descendiente con cola de cerdo logra descifrar un pergamino, sino cuando se destruye todo germen del imperio establecido por un par de gemelos con pies de pato.

Dueño de un oficio bien aprendido y de un estilo preciso y eficaz, el también autor de Ángeles y demonios cumple a la perfección con una de las reglas básicas de la escritura de novelas: la historia debe constituir en sí un universo completo con leyes propias. Algo especialmente difícil de lograr en el realismo mágico, pero el éxito de El rumor... está precisamente en no tener hilos sueltos que puedan debilitar su trama. Jamaica Salinas, Magnesia Cordero o Glafiro Hinojosa, lo mismo que todos los demás personajes, no son estereotipos acartonados, ni siquiera el cabo Desmanes o Evodio Camarena, los policías-detectives. Cada uno tiene una evolución distinta que enriquece la historia y nos engancha en su juego personal. Siguiendo la tónica, digamos que el narrador en tercera persona omnisciente es algo así como "la ignorancia" en el Maratón: el que todo lo sabe y gana puntos por lo que los demás competidores desconocen. 

Puedo imaginarlo... sintiendo la textura de la carátula, releyendo el nombre del autor, dando vuelta al ejemplar y repasando el comentario de atrás, tal vez en casa o en un vagón del metro, un tanto desconfiado al principio, pensando que El rumor que llegó del mar será un relato que no le servirá más que para presumir de que lee a los autores más modernos... y, sin darse cuenta, de repente vuelve a ser un niño intrigado por el hombre pez y su cola postiza o deslumbrado por el negro Chamuy y su pecera de cráneo humano, inmerso en el placer más primitivo de la lectura: el juego 


 FICHERO
LOS LIBROS QUE LLEGAN A NUESTRA REDACCION


Diccionario

- Ticús. Diccionario de colimotismos, Juan Carlos Reyes G., Gobierno del Estado/Fondo Estatal para la Cultura y las Artes/Fondo Municipal para la Cultura y las Artes de Ixtlahuacán, México, 2001, 227 pp.

Educación

- Cartas a una maestra rural, Esperanza Mendieta de Núñez Mata, Serie Molinos de viento, col. Voces del fondo, Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca/Gobierno Constitucional del Estado de Oaxaca, México, 2000, 24 pp.

Ensayo (literario)

- Peligrosas palabras, Luisa Valenzuela, Col. Temas en el margen 7,Temas Grupo Editorial, Buenos Aires, Argentina, 2001, 231 pp.

Ensayo (político)

- Cuadernos de la cárcel 6, Antonio Gramsci, edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, traducción de Ana María Palos, Biblioteca Era, Ediciones Era/Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 2000, 613 pp.

- 10 de junio ¡No se olvida!, Enrique Condés Lara, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 2001, 87 pp.

- Por una oposición que se oponga, José Manuel Naredo (con textos de Aulo Casamayor), Col. Argumentos, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 2001, 236 pp.

Historia

- Anatomía política de un gobernador: J. Trinidad Alamillo, Julia Preciado Zamora, Gobierno del Estado de Colima/Secretaria de Cultura/Patronato del Archivo Histórico del Municipio de Colima, México, 2001, 206 pp.

- El cardenismo una utopía mexicana, Adolfo Gilly, Col. Problemas de México, Ediciones Era, México, 2001, 374 pp.

- Pensamiento político y social oaxaqueño, editado por el fondo Editorial del Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca, México, 2000, 172 pp.

Narrativa

- Falsas memorias Blanca Luz Brum, Hugo Achugar, Ediciones Era/Ediciones Trilce, México, 2001, 178 pp.

- Mi único sueño voluntario, Irving Ramírez, Col. Arte y literatura. Serie novela. Universidad Autónoma del Estado de México, México, 2001, 150 pp.

Poesía

- Infinitos dispersos. Poemas 1996-2001, Marcos García Caballero, Col. Cinosargo, Alforja/La Ceiba, México, 2001, 106 pp.

- Fadomaquía: Falhar de Cornos, Roberto Luviano, Cuadernos La Perra Pelona, México, 2001, 56 pp.

- Signos de Hastío, Pedro E. Parra Reynoso, Col. Cuadernos del oficio/poética, Ediciones del Taller de Letras/Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México, 2000, 64 pp.

Revista

- Debate feminista, abril 2001, vol. 23, año 12, textos de Marta Lamas, Velia Cecilia Bobes, Anne Koedt, entre otros, Metis, Productos Culturales, México, 385 pp.

- Nueva Antropología, núm. 59, abril 2001, vol. XVIII, textos de Armando Rendón Corona, James G. Samstad, Sergio G. Sánchez Díaz, entre otros, UAM/Conaculta/Inah/Plaza y Valdés Editores, México, 172 pp.

- Reencuentro, núm. 30, mayo 2001, textos de Lázaro J. Blanco Encinosa, Román Espinosa Cervantes, Fausto Sánchez, entre otros, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 76 pp.

- Tropo a la uña, núm. 19, julio-agosto 2001, año III, textos de Michele Moreno, Yuri Vargas, Antonio Leal, entre otros, Asociación de Escritores de Quintana Roo, México, 60 pp.

- Zona franca, núm. 8, junio de 2001, año 1, volumen 1, textos de Carlos Mongar, Silvia Mercedes Hernández Mejía, José Antonio Alvarado, entre otros, Diversa Ediciones, México, 44 pp.

Teatro

- El galán de ultramar, La amante, Fermento y sueño y Tres perros y un gato, Luisa Josefina Hernández, Col. Teatro. Ficción, Universidad Veracruzana, México, 2000, 224 pp.

c u e n t o


LOS DOS TIEMPOS DE CARLOS VÉJAR

Rafael Antúnez


 

Carlos Véjar Pérez-Rubio,

Plaza Cuicuilco y otros cuentos de variada intención,

Instituto Veracruzano de Cultura,

México, 2001.
 
 

 

Como un partido de futbol, Plaza Cuicuilco está dividido en dos tiempos. En el primero hay un aire más juguetón; el humor (muchas veces negro como un árbitro) va de un lado a otro de los relatos y juega diversos roles, pero nunca ?para fortuna del lector? el de mero elemento decorativo. En los cuentos de Carlos Véjar Pérez-Rubio no hay chistes (cosa que uno agradece) sino situaciones que, más que a la carcajada, mueven a la mueca.

Dueño de una fina ironía, el autor juega con sus anécdotas al mismo tiempo que con sus lectores (y quizá el mejor ejemplo de esto lo constituya el cuento titulado "Si ella hubiera venido") y con sus personajes: finta, hace un arranque en falso, avanza y, de pronto, estamos ante un final inesperado y plenamente convencidos de que hemos sido atrapados por un cuentista que conoce su oficio y que se divierte ejerciéndolo.

En el segundo tiempo, Véjar violenta gentilmente la realidad; sin apenas darse cuenta, sus personajes se adentran en el pequeño o gran misterio que cada cuento plantea; unas veces agobiados por el pasado y otras por el presente avanzan hacia su destino, no en línea recta, sino dando rodeos que enriquecen la anécdota. Ejemplo de ello lo constituye el final totalmente inesperado de "Marcela y los perros", que no sólo provoca la sorpresa del lector, sino incluso sentimientos encontrados, pues la fina atmósfera cargada de erotismo que poco a poco va invadiendo el relato, es rota brutalmente por un hecho inesperado. Y aquí, como en casi todos los relatos, hallamos nuevamente que sus personajes habitan siempre dos tiempos: un presente monótono y vacío, que no ofrece lo que ellos desean, y un pasado que muchas veces, como en el caso de Panchito, el personaje de "Utopiatlán", es el único bien que poseen. Para él, como para buena parte de los que habitan este libro, "Recordar [...] era la mejor, la única manera de evadir la angustia de un presente no deseado."

Pero ¿qué hay en el pasado, o mejor, qué no hay en el presente que obliga a sus personajes a buscar otro tiempo una y otra vez? Desde la mujer madura que dialoga con el esposo muerto, pasando por el oficinista que, literalmente, se embarca en viajes por el mar de la ensoñación, hasta llegar al periodista que en un bar se construye toda una aventura con una mujer inexistente, de la que, sin embargo, tiene el "vago sentimiento" de haberla conocido tiempo atrás.

¿Qué hay en el pasado que el presente no puede ofrecernos? En este libro, Carlos Véjar lleva hasta sus últimas consecuencias el viejo dicho según el cual "recordar es vivir". Antonio Porchia decía en una de sus voces que recordar era tocar un fragmento de la eternidad, y eso es precisamente lo que los personajes de Plaza Cuicuilo buscan en el pasado: un poco de plenitud, de felicidad, de amor, de aventura, es decir, buscan en ese otro tiempo anular el presente, dotarlo de un sentido del que carece; buscan algo que nombra un palabra lamentablemente en desuso: un poco de comunión.

"Vivimos en el presente ?escribió Bernard Noël?, pero no sólo somos presente. Sin cesar involucramos en el presente todo un pasado y esa mezcla transforma a la memoria. Estar vivo implica que como individuos ponemos constantemente en relación al pasado con el presente; el conjunto del pasado y del presente se tocan en un punto a través de cada uno de nosotros. ¿Qué es el presente sino ese contacto? [...] Estar vivo es un híbrido de lo que fue con lo que es; esa mezcla, al mismo tiempo, es el resultado de un movimiento y el punto de arranque de otro: la movilidad perpetua del presente es un arrastre interminable."

¿Qué es la vida sin la posibilidad de recordar y aún más, sin la posibilidad de recordar cosas que no han existido? Esto es algo que, cuento tras cuento, Carlos Véjar nos quiere decir: vivir es recordar, inventar, ensanchar las fronteras de la vida y de la memoria, invadir, crear nuevos territorios que nos permitan escapar de esta realidad, que muchas veces se nos presenta como intolerable.

Cito de nuevo a Noël: "Escribir y hablar se asemejan por su empleo del lenguaje; sin embargo, su naturaleza es distinta. La palabra dicha siempre está entera, como el cuerpo; la escritura, en cambio, siempre se está buscando y, al hacerlo, provoca un avance que es una frágil duración de donde le vendrá, a fin de cuentas, un cuerpo que ella misma ni siquiera conocerá, porque se forma con la mirada del lector. Se habla con el aliento; se escribe para robarle vida a la vida y fijarla en el tejido verbal. Aunque en apariencia escribir y hablar siguen secretando el mismo sentido, en la escritura todo ocurre en un presente diferido. Escribir y hablar se practican en un presente; sin embargo, el habla sólo se ejerce y tiene efecto en ese presente, mientras que la escritura se destina a un tiempo distinto."

Y es a ese tiempo "distinto" al que los personajes de Carlos Véjar Pérez-Rubio destinan (válgase la expresión) la escritura de sus recuerdos. Como Walter Mithy, el célebre personaje de James Thurber, la realidad los impulsa a soñar otra vida y es la realidad, el presente, quien la trunca, sólo para impulsarlos de nueva cuenta a soñar.

Plaza Cuicuilco es un libro serio y, por ello, es también un libro juguetón que recorre las variadas formas del cuento: desde el relato fantástico, pasando por los territorios del humor y el absurdo, hasta llegar a los del amor y la denuncia. Cualquiera que sea el género que aborde, en Véjar se impone una condición: escribir bien. Y, para fortuna de sus lectores, es algo que casi siempre consigue, gracias a su habilidad con el manubrio. Julio Cortázar dijo en una entrevista: "Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta; mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y para el lector." Y cuando me refería a la habilidad con el manubrio de Carlos Véjar, quería decir que sus cuentos, según avanzan, van cobrando velocidad, no una velocidad trepidante, sino una sabia velocidad que, al mismo tiempo que nos permite ver el paisaje, nos proporciona cierto sentimiento de vértigo, de aventura. Una de las ruedas de su bicicleta está llena de pasado y la otra de presente, y del interactuar de ambas, es decir, de la invención y de la reflexión, del juego y de la crítica, han nacido estos relatos que van de la fantasía al erotismo, del absurdo a la denuncia, luciendo siempre sus dos rostros hechos de memoria y olvido, de realidad y deseo