Jornada Semanal, 16 de septiembre del 2001


Luis Ramón Bustos
 


 

Donde la sombra de Ramón Rubín
 
 

A cincuenta años de su primera edición, Luis Ramón Bustos recuerda La canoa perdida, de Ramón Rubín, y destaca los múltiples valores de esta poco recordada obra del autor de El canto de la grilla y La bruma lo vuelve azul. Ramón Rubín --nos dice Bustos-- trascendió con mucho el indigenismo en el que algunos lo han querido encasillar, y esta historia ubicada en las márgenes del muy descuidado lago de Chapala lo demuestra en cada una de sus páginas, escritas por una pluma donde caben, además de la literatura, la antropología, la historia, la ecología y el análisis social.




Existen narradores mexicanos de gran talento que, por razones incomprensibles, son poco reconocidos o materialmente objeto de olvido; tal es el caso de Ramón Rubín, escritor sinaloense que incluso no aparece en la Enciclopedia de México. Editada por el Fondo de Cultura Económica, por editoriales marginales o en ediciones de autor, buena parte de su obra resulta hoy inasequible. Se le conoce casi exclusivamente por tres novelas de corte indigenista: El callado dolor de los tzotziles (1948), El canto de la grilla (1952) y La bruma lo vuelve azul (1954). Sin embargo, esa vertiente indigenista es quizá superada por su indagación en territorios mestizos. La novela que aquí recordamos (cumple cincuenta años de publicada), La canoa perdida (1951), pertenece a esta vertiente de su trayectoria.

La canoa perdida contiene, amén de una pintura de caracteres de quienes residían en el entorno del lago de Chapala, una de las primeras tesis ecologistas que haya dado nuestra narrativa. Una anécdota insustancial le da pábulo para desmenuzar las relaciones sociales y económicas que imperaban allí. Con dos ingredientes más: la descripción costumbrista de cada uno de los pueblos ribereños y la recreación de sus giros idiomáticos. Pertinaz trashumante, Rubín hace gala de un profundo conocimiento de los hombres de la comarca, poniendo mayor énfasis en la vida cotidiana.

Quien pretenda hoy reconstruir la geografía física y humana de lo que fue el más grande lago de la República, deberá estudiar detenidamente esta novela. El afán realista del autor le condujo a pormenorizar detalles insignificantes o que por lo general pasan inadvertidos. En la novela se describen aparejos, métodos de pesca, diferentes tipos de embarcaciones y el ritual religioso y cultural que acompañaba a las comunidades de pescadores. Sin embargo, no cae en el costumbrismo ramplón o pintoresco, no intenta una reconstrucción meramente descriptiva; por el contrario, realza los detalles de la cotidianidad entreverándolos con las reacciones psicológicas de los mestizos de la región. De ese modo consigue mayor penetración, una síntesis simbólica.

El valor documental se ve enriquecido, pues, por un aporte artístico y ético. De hecho, toda la trayectoria literaria de Ramón Rubín se construyó con base en experiencias personales. Desde muy joven, con espíritu aventurero se ganaba el sustento de las maneras más increíbles: recorrió los caminos de México, del mundo y, en varias ocasiones, los caminos del mar. Infatigable viajero, se dice que recorrió la República Mexicana de cabo a rabo, pero deteniéndose lo suficiente en cada lugar, trabajando e insertándose en cada comunidad, y adquiriendo un conocimiento de primera mano de nuestro mosaico cultural, geográfico, idiomático y étnico. En ese trasiego permanente se fue forjando una imaginación despierta y una curiosidad inagotable que le hizo tomar la pluma para narrar cuanto veía. Formando parte de esa generación de escritores comprometidos que se forjó en los radicales años treinta de México, la literatura para Rubín no podía ser asunto de elites, de intelectuales resguardados tras cristales de estética pura. Fue un escritor ligado a las mejores causas sociales de su tiempo; incluso participó en la guerra civil española.

Su empeño literario se manifestó desde su juventud, haciéndolo participar en periódicos y revistas; fue director, en la ciudad de Guadalajara, de la revista literaria Creación. No obstante, ejerció siempre otros oficios, incluso el de empresario, y llegó a poseer dos pequeñas fábricas de calzado en Guadalajara. Compaginando trabajo manual y trabajo intelectual, conjugando oficios diversos y literatura, le dio mayor perspectiva y distancia crítica a sus creaciones; tanto en el cuento como en la novela sus experiencias afloran con sensibilidad, reflejando la realidad a partir de su compromiso social.

En donde su pie hollaba nuestra geografía, su mano tomaba apuntes del natural. Su ferviente entusiasmo por la creación literaria le condujo a redactar cientos y cientos de apuntes que, finalmente, vertió en diez volúmenes de cuentos y una docena de novelas. Fuera de La loca (1959), todos ellos de un profundo sentido realista y abocados al México rural. Tuvo, asimismo, otro recuento de relatos fuera de sus temáticas habituales: Diez burbujas en el mar (1949); en él, con verdadera pasión, traduce sus experiencias como marino y pergeña un canto animista al mar.

Pero esas son sus obras menos representativas. A Ramón Rubín le ha de conocer la posteridad por sus aportaciones dentro de las temáticas indigenista y mestiza. El realismo costumbrista de Rubín se desborda, en casi todos sus trabajos, para incluir destellos de la religiosidad y espiritualidad que caracterizan a nuestro pueblo; se complace en subrayar el animismo, la superstición, la magia, los rituales, el chamanismo, la brujería y el culto a los muertos, que revelan la complejidad de la psicología colectiva. Quien busque una fiel representación de caracteres en esas temáticas, hallará en su trayectoria garbanzos de a libra: Cuentos mestizos, tomos i, ii, iii, iv y v (1942-1960); Cuentos de indios, tomos i y ii (1954 y 1958); Ese rifle sanitario (1948); El callado dolor de los tzotziles; La bruma lo vuelve azul; El canto de la grilla; Cuando el táguaro agoniza (1960); El seno de la esperanza (1964) y Donde la sombra se espanta (1964). Novelas y cuentos de mestizos e indígenas que, aún hoy, expresan el orbe espiritual de quienes habitan en las zonas rurales.

Pero volvamos a La canoa perdida. El personaje central, Ramiro Fortuna, rechazado por una mujer ambiciosa (la güera Hermelinda), sabe que su única posibilidad de conquistarla estriba en la posesión de una canoa. Años dedica al trabajo arduo y al ahorro para reunir la cantidad necesaria; sueña con una canoa labrada por el mejor constructor de las riberas del lago. Una vez que consigue adquirirla, el mal fario se ensaña con él: todavía ni siquiera la estrena cuando la extravía. Entonces Rubín se solaza en la reconstrucción de la comarca: en la búsqueda que emprende Ramiro para recuperarla, el autor describe los estragos que la civilización y la depredación iban causando en los ecosistemas. El lago comenzaba a morir y su advertencia, como hoy bien sabemos, no fue jamás escuchada. En esa pesquisa, Ramiro encuentra también a la mujer (Amanda Guerra) que finalmente sí responderá a sus deseos amorosos. Tras la canoa perdida, como en el poema de Kavafis, descubre que lo importante del camino está en la experiencia que se adquiere y no en la meta final.

En nuestra narrativa existen pocos casos de una novela tan fielmente ambientada en una región específica, que, a la par, sea tan representativa del modo de ser del resto de los mexicanos. Quizá el mosaico cultural y económico que era el antiguo lago de Chapala (porque ahora esta muy reducida su extensión y la mayoría de los pueblos allí mencionados ya ni siquiera existen) fuese muy apropiado para sintetizar paisajes y costumbres de toda la República. Por eso lo que pudiera parecer un relato pintoresco, sale del oficio y del talento de Rubín investido de percepción artística. En este sentido, La canoa perdida es la mejor de las novelas de Rubín dedicada a personajes mestizos.

Una larga serie de personajes secundarios enriquecen la trama y dan pábulo a mudanzas en la personalidad de Ramiro; uno de ellos, con su actitud paternal y su apego al trabajo (Matías Doblado), ejerce gran influjo en él. También desfilan por sus páginas ingenieros, técnicos, operarios de la hidroeléctrica, tripulantes de embarcación de vapor, campesinos, rancheros, cazadores, mariachis y comerciantes. Rubín no busca en ellos la fácil aplicación del dibujo prototípico; su intención va más allá. Ahondando en el detalle, logra un relato cargado de simbolismos que aporta claves sustanciales de su tiempo.

La búsqueda de la canoa da otro pretexto al autor: realiza un verdadero catálogo de los pueblos de la ribera del lago. Sólo por este valor documental, ese periplo se justifica.

Cierto optimismo, poco frecuente en Rubín, surge al final de la historia; con todo, no desvanece la amarga, la penosa existencia de nuestros mestizos. La canoa perdida confirma sus mejores cualidades: fuerza descriptiva, sutil exploración de personajes y comunidades. Existen narradores medulares en el empeño de forjar una síntesis literaria que exprese los signos esenciales de nuestra nacionalidad; Ramón Rubín es uno de ellos.