Jornada Semanal,  9 de septiembre del 2001 
¡axé, mestre Amado! 

De los enemigos...

Collage de Gabriela PodestáLe tengo horror a los hospitales, los fríos corredores, las salas de espera, antesalas de la muerte, y más aún, a los cementerios donde las flores pierden su vigor; no hay flor bonita en el camposanto. No obstante, poseo un cementerio personal. Yo lo construí e inauguré hace algunos años, cuando la vida maduró mis sentimientos; en él entierro a aquellos que maté, o sea, a aquellos que dejaron de existir para mí, aquellos que murieron: los que un día tuvieron mi estimación y la perdieron.

Cuando un tipo va más allá de todos los límites y de hecho, me ofende, ya no me enojo, no me pongo furioso con él, no me peleo, no corto relaciones, no le niego el saludo. Lo entierro en mi cementerio –en él no hay tumbas familiares o túmulos individuales; los muertos yacen en la fosa común, en su promiscuidad ordinaria, en su grosería. Para mí el fulano murió, fue enterrado, haga lo que haga ya no puede lastimarme.

Raros entierros –menos mal– de un pérfido, de un perjuro, de un desleal, de alguien que faltó a la amistad, traicionó al amor y actuó interesadamente, falso, hipócrita, arrogante; la impostura y la presunción me ofenden fácilmente.

En el pequeño y feo cementerio sin flores, sin lágrimas, sin una pizca de Saudade (apenas traducible por nostalgia), se pudren unos cuantos sujetos, unas pocas mujeres, a unos y a otras barrí de la memoria, los saqué de la vida.

Encuentro en la calle a uno de esos fantasmas, me detengo a platicar, escucho, correspondo a las frases, los saludos, los elogios, acepto el abrazo, el beso fraterno de Judas; sigo adelante, el tipo piensa que me engañó una vez más, no sabe que está muerto y enterrado.

Del pasado comunista...

(Río de Janeiro, 1953 –antisemitismo)

Cuando ya todo está en orden –pasajes, pasaportes, visas de salida– para el embarque el día siguiente, domingo, de la delegación de intelectuales brasileños que irá a visitar la Unión Soviética, uno de los privilegiados se enferma y abre una vacante. Se trataba de la segunda delegación, la primera había tenido lugar el año anterior y en ella participaron Graciliano Ramos, Dalcidio Jurandir, Arnaldo Estrela, Mariuccia Yacovino y el abogado Silval Palmeira.

Perdimos mucho tiempo, Mauricio Grabóis, miembro del Comité Político del Partido (comunista) que entonces se llamaba Comisión Ejecutiva y yo mismo, con responsabilidades en la Comisión de Cultura, estudiando detenidamente cada nombre, pesándolos y comparándolos, para enviar a la patria del socialismo a los mejores, a los más dignos de tal regalo, premio invaluable. 

Recuerdo a algunos de los candidatos: Djanira, José Geraldo Vieira, Miecio Tati, James Amado, Dias Gomes, Lila Ripoll, Claudio Santoro, y Danubio Gonzalvez, todos de ese porte, sumando a su talento la lealtad partidaria, la solidaridad incondicional a la urss.

Vale la pena mencionar que vivíamos la época del más alucinante estalinismo: los procesos, las condenas, los campos de concentración, y el antisemitismo, no por camuflado menos monstruoso. No era fácil ser, como lo era yo, militante comunista, y menos aún, un alto dirigente, como Mauricio Grabóis, con quien me unía una vieja amistad desde los tiempos juveniles en Bahía. Inteligente y simpático, de trato agradable, educado, Mauricio no exhibía la acidez y la prepotencia habituales de los mandatarios del Partido que vivían en la sospecha y en la desconfianza permanentes, dudando de todo y de todos. Mauricio murió siendo comunista, como comandante de la guerrilla en el Pará, luchando contra la dictadura militar.

Me tocó a mí solo decidir quién ocuparía la vacante en cuestión, porque habiéndose producido en un sábado, yo no tenía manera de escuchar a Grabóis antes de la partida de la delegación el domingo; él vivía y actuaba en la clandestinidad y nuestros puntos de encuentro eran marcados siempre con anticipación. Se me ocurrió un nombre: por muchos motivos el más indicado, el del pintor Carlos Scliar, artista joven de éxito, cabo artillero de las Fuerzas del Ejército Brasileño, habituado a los viajes en el extranjero, y propietario de un pasaporte. Conseguí establecer contacto telefónico con Porto Alegre, donde él vivía y lo invité: escucha Carlitos, si tienes un pasaporte en regla y si logras estar en Río mañana, antes del fin de la tarde, con visa de salida, te embarcarás en la noche hacía Moscú. Scliar garantizó: estaré allí a tiempo de viajar. Y así fue.

Cuando encontré a Grabóis en la reunión semanal, una madrugada en un rincón cualquiera de Río, él estaba trastornado, hecho una fiera, no escondía el mal humor, la irritación, la indignación, el miedo, para decirlo todo –¿qué te pasó por la cabeza para escoger Scliar?; yo no tengo nada que ver, ya le dije a Arruda (Diógenes Arruda, dirigente comunista) que la culpa es toda tuya, ¿por qué diablos?

–Scliar es uno de los artistas más importantes del Partido, firme militante, nadie merece más la indicación, ¿qué tienes contra él?

La voz de Mauricio salió de las sombras, incierta: él es judío...

–Tú también eres judío... –repliqué, mortificándolo...

–Por eso mismo... –en la voz temblorosa del miembro del Buró Político se notaba el miedo, daba pena.

Miedo de ser apartado, puesto fuera del Partido, su trinchera de lucha, para él no había otra. Entonces yo también sentí miedo, miedo y pánico –todo, menos ser expulsado, retirado del combate, acusado de estar al servicio del enemigo.

De Dorival Caymmi...

Ilustración de Gabriela PodestáEntre mis pertenencias, aprecio de forma especial unos pocos objetos de valor variable, por haberlos recibido de amigos que no cultivan el don de regalar, antes al contrario, que tienen fama de avaros –lo que todos ellos, sin excepción, consideran una fama injusta.

Poseo una bolsa rectangular de muy buen tamaño que llevo conmigo a todas partes; en ella guardo mis documentos, talonarios de cheques, papeles importantes, retratos de mis hijos y dos de Zelia, uno reciente y otro de 1945, el año en que la conocí. La bolsa me fue dada como un presente por Dorival Caymmi, mi hermano casi gemelo –y hasta hoy Caymmi dice que no cree lo que digo.

Cierto día –cuento la historia–, Dorival apareció balanceando una bolsa muy bien hecha que me encantó y que elogié tanto que acabé por pedírsela como prueba de estimación: será la primera supliqué. Me respondió que no podía, pues le había sido regalada a su vez por su mujer Stela en una conmemoración de un aniversario y le resultaba imposible desprenderse de ella. Al regresar a Río, no obstante, me mandaría otra igual. No creí en la promesa, ¿quién la creería?, pero como dice el dicho popular, lo imposible sucede y días después recibí una bolsa idéntica y nueva, enviada por Dorival desde Río: convoqué a Carybé y a Mirabeau para tener testigos del milagro. Ese señor Dorival Caymmi, el muchacho Caymmi, mi compañero y cómplice –si el escribiera, escribiría mis novelas y si yo compusiera, compondría sus canciones–, al ofrecerme la famosa bolsa, reconoció haberme robado una cantidad de bastones, además de los que, de motu propio, le regalé yo: una vez atravesé Europa y el Océano Atlántico llevando en la mano un enorme bastón de pastor del País de Gales, rama de árbol largo, pesado y espinoso. De los muchos objetos de mi propiedad apañados por el cantante de las gracias de Bahía sólo no le perdono el radio ruso que traje de Moscú y que le di a Paloma cuando todavía era soltera. Dorival lo pidió prestado para escuchar los juegos de la Copa del Mundo del setenta y Paloma nunca más posó la vista sobre el pequeño aparato, de mucha estática, pero aún en buen estado.

Dorival colecciona radios, bastones, piedras semipreciosas y otras cositas más, varias más. Cuando sale a visitar a sus amigos se cuelga al hombro un saco de proporciones respetables, casi una bolsa de viaje en la cual deposita lo que va recogiendo de casa en casa; entra en casa ajena y apenas iniciada la conversación pregunta si alguien allí no tiene una cosita para él –¿quién resiste al pedido? Una cosita aquí, otra allí, otra más allá, cuando regresa al hogar, a los brazos de Stela Maris, conduce una vasta variedad, la colecta del día, la esparce encima de la mesa o en el sofá, hace el balance, feliz de la vida.

Hablo de Dorival Caymmi, mi cuate, compositor, poeta, doctor honoris causa, sabio de Bahía, uno de los principales brasileños, su canción de amor es una linda melodía.

Exhibo en la casa de Río Vermelho una caótica colección de arte popular, de cierto valor por el número y procedencia de las piezas y por la calidad de algunas de ellas–carta de pescador esquimal grabada en colmillo de elefante marino, regalo de Eremburg; vaso de opalina con las armas imperiales de Nicolás Primero, Zar de todas las Rusias, que me regaló Sacha Fadeev, y entre las más bellas, un buey, el mayor de todos los bueyes de barro moldeado por las manos mágicas del maestro Vitalino de Caruaru, en los primeros tiempos de su creación artesanal.

Créalo quien quiera, sé que será difícil creerlo, pero el cebú de Vitalino me fue dado de regalo por Joao Condé, y yo afirmo que estaba sobrio, no tenía fiebre, con la salud perfecta cuando me hizo el don. Un rasgo de locura, de ésos que llevan a las personas a tirar dinero por las ventanas. Hace más de cincuenta años de ese episodio increíble, o sea, más de medio siglo que Joao Condé me ruega que le restituya el buey, el mayor buey de Vitalino, cerámica sin precio: vale una fortuna, según me dice el incauto ex propietario, con los ojos llenos de lágrimas, auténticas.

Ese señor, Joao Condé, debía de haberme dado no tan sólo el buey aquí citado, y sí toda su inmensa colección de piezas de los artesanos de Pernambuco, algunas imágenes de santos –posee, muchas, que ni siquiera le costaron un níquel– y unos cuadros del pintor Cícero Días, de los que le apaña cuando pasa por París, y aún así no estaría pagando lo que me debe. No me refiero a los originales de novelas, cartas y textos, de declaraciones escritas especialmente, el material innumerable con el que participé en sus archivos implacables. Me refiero a las mujeres bellas que llamó haciéndose pasar por mí: en aquellos tiempos, decían, nosotros nos parecíamos. Él las enamoraba y les firmaba autógrafos como si fuese yo.

–¿Autógrafos?

–Muchos, ni imaginas...

–¿En libros, Joao?

–En libros, cuando ellas me traen los ejemplares, y si no en pedazos de papel, no estoy para gastar dinero comprando tus libros. Si fuesen de Zé Lins... (José Lins do Rego, escritor brasileño, 1901-1957).

Me encontraba exiliado en Argentina cuando supe que me buscaba un gaucho en Río, armado con un revólver, para matarme a sangre fría. La mujer, con mi participación, lo habría convertido en cornudo mientras paseaba como turista en Copacabana. Él no podía saber que los cuernos se los debía al enamorado Joao Condé.

Felizmente se trataba de un gaucho de frontera, medio brasileño, medio argentino, y no era de temer. Si el cornudo hubiera sido paraguayo, el conquistador de Caruarú estaría hoy muerto y enterrado: en la lápida, sobre la tumba grabado a balazos, mi nombre, seudónimo de Joao Condé.

Sobre las adaptaciones...

Ilustración de Gabriela PodestáAlgunos lectores me interrogan, por carta o de viva voz, queriendo saber lo que pienso de las adaptaciones de novelas de mi autoría, para el cine, la radio, el teatro o la televisión. Varios de mis libros fueron transformados en escenarios para filmes, piezas de teatro, novelas y series de televisión, ellos han inspirado desde coreografías hasta historietas semanales.

Repito lo que ya dije y escribí: la adaptación de una novela a cualquier otro medio de comunicación es siempre una violencia contra el autor. Por muy buena que sea la adaptación habrá siempre algo fundamental que se modifica, disminuye o crece, se desfigura al ser transferido de las páginas del libro para el palco o para las pantallas, la grande de los cines o la pequeña de las televisiones.

Y es natural que así suceda. Al escribir una novela realizo un trabajo artesanal, soy un artesano intentando alcanzar el arte literario. Cuando inicio un libro somos apenas yo, la máquina de escribir, y el papel en blanco. Ese carácter artesanal desaparece cuando la novela es adaptada: cinema, radio, televisión, son lo opuesto a la artesanía, son industria y comercio; el producto a ser ofrecido, a ser visto y escuchado (y no leído) debe corresponder a las exigencias del mercado. Para realizar un filme no bastan el autor, el papel en blanco, la máquina de escribir (máquina de escribir, en mi caso, de viejo atrasado. Los jóvenes escritores, como doña Zelia Gattai, Fernando Sabino, Joao Ubaldo Ribeiro utilizan computadoras, loados sean ellos).

En la realización de una película participa una pequeña multitud: el productor, el director, el escenógrafo, los directores de fotografía y de sonido, el compositor, los músicos, los intérpretes, técnicos de toda especie, de iluminación, de vestuario y súmenle más gente hasta nunca acabar. En la televisión se incrementan la audiencia, el público, los telespectadores, que sentados frente a los aparatos asisten a los episodios de la novela y sobre ella, sobre la historia y los personajes ejercen influencia decisiva: un simple figurante, si cae en el gusto del público puede convertirse en el personaje principal, y las tramas se desdoblan en función de la audiencia. El autor de la novela se siente agredido a cada instante; de pronto, no reconoce su obra.

¿Por qué entonces usted acepta que adapten sus novelas, si sabe que se va a molestar, a enojar, a sufrir? Por tres motivos, vuelvo a responder, los tres de igual importancia. Comienzo por constatar que aun las peores adaptaciones, las que más se distancian de la obra original, de su contenido, de su verdad, conservan algo de aquello que el escritor quiso decir; de la emoción que deseó transmitir; algo permanece, se reafirma, casi siempre lo esencial. Esta es la primera razón.

En segundo lugar porque la obra escrita alcanza un público de algunos miles de lectores, un tiraje de diez mil ejemplares ya es considerable, un bestseller brasileño anda por los veinte mil y fíjense, existen casos excepcionales, los exagerados de cien, doscientos mil, y entre ellos son muy raros los verdaderos. En cuanto a eso las películas, las novelas y series de televisión son vistas por millones de espectadores, incluyendo miles y miles de analfabetos sin posibilidades de acceso al libro. Tieta –hablo de la telenovela escrita por Aguinaldo Silva, basada en mi novela del mismo nombre– era vista cada noche por cincuenta millones de entusiastas, según me informan. Aquel poco que quedó de mi novela alcanzó a llegar a esa inmensa masa.

Para ser honesto debo agregar el tercer motivo, también sustancial. Soy un escritor que vive exclusivamente de los derechos autorales provenientes de las ediciones, traducciones y adaptaciones de mis libros, no tengo otra fuente de ingresos.

Aprovecho para responder a otra pregunta: si sigo de cerca el trabajo del adaptador, si discuto con él, concuerdo, discordo, exijo modificaciones, fidelidad, etcétera... Nada de eso, no me involucro con la adaptación, dejo entera y completa libertad al adaptador, no quiero saber nada de nada, absolutamente. Pienso que para ser buena una adaptación debe de ser una recreación y no un pastiche de la obra. Si el autor se mete el trabajo se malogra.

Para terminar, un consejo dado gratuitamente, fruto de la experiencia: si usted no quiere sufrir con la adaptación de su novela, camarada, no asista a la película, a la novela, a la pieza, a la sucesión de desgracias. Reciba los derechos autorales por adelantado, cobre caro, lo más que pueda, es una compensación –y no asista, niéguese a ir al cine, al teatro, y evite la televisión si no quiere vivir mayores aflicciones.

De la envidia...

Ilustración de Gabriela PodestáNo envidió a quien quiera que sea. La riqueza, el talento, el éxito, la gloria, de mi prójimo y del distante no me afligen; soy capaz de expresar admiración, de aplaudir, de entonar loas, y transportar en andas como en procesión, me gusta hacerlo. El éxito de un amigo es el mío, y no es necesario que sea un amigo, basta que sea un paisano, bahiano, brasileño, y a veces, ni eso; basta que le descubra talento, vocación. Me alegra depararme con un poeta, con un novelista joven, debutante de inspiración verdadera, porque salgo a anunciar inmediatamente el acontecimiento.

Inmune a la envidia, me siento libre para ejercer la admiración y la amistad, ¡qué belleza! Nada más triste que alguien que sufre con el éxito de los demás, que es esclavo de la negación y de la amargura, que babea envidia, y se arrastra en el desprecio, un infeliz.

De la crítica...

Ilustración de Gabriela PodestáNinguno de mis detractores, tantos que no pierden la ocasión para hablar mal de mí, sabihondos cuya misión crítica es negar cualquier valor a mis libros, ninguno de ellos conoce tan bien mis limitaciones de escritor, cuanto yo mismo; de ellas tengo plena conciencia, no permito que me ilusionen los oropeles o los confetis.

Sé también, a ciencia cierta, existir en las páginas que escribí, en las criaturas que creé, algo imperecedero: el soplo de vida del pueblo brasileño. 

No cargo vanidad, ni presunción; sí orgullo.

De las traducciones...

Desde el punto de vista del autor, las buenas traducciones de sus libros son aquéllas que él no puede leer, en mi caso la inmensa mayoría. Negado que soy para las lenguas, a comenzar por el portugués –escribo en Ballano, lengua decente, afrolatina–, sólo puedo leer en francés y en español, en italiano con dificultad, diccionario a la mano, y se acaba lo que era dulce.

Cuando se puede leer la traducción, por bueno que haya sido el traductor –he tenido excelentes, capaces, devotos–, existe siempre el detalle, a veces mínimo, que choca, agrede, duele: ¿a dónde fue a parar la marca sutil del personaje, el ángulo de visión de lo sucedido, las nuances de la emoción, el peso exacto de una palabra? Imagínese el dolor en el corazón al ver la palabra xoxota ou xibiu, dulces designaciones de la boca del mundo, traducidas por sexo de mujer o vulva, o la palabra bunda convertida en nalgas. ¡Nalgas!, ¿una bunda de mulata que se precie? Jamás.

Las traducciones en chino, ¡qué belleza! No por casualidad el arte mayor de China es la escritura de los ideogramas. En árabe, fuera del hecho de jamás haber recibido una dracma, un dinar de derechos de autor –hace dos meses compré en las librerías de Tánger cinco de mis libros en versión al árabe, ediciones libanesas y piratas, las cinco–, también cubren  mis expectativas. Lo mismo digo de aquellas impresas en caracteres hebreos en letras georgianas, griegas o armenias, signos japoneses o alfabeto cirílico, también sirven. Aun compuestas en alfabeto latino, las traducciones son buenas. Nada que criticar cuando están escritas en vietnamita, en noruego, en turco, en islandés, sólo me dan alegría aunque no me paguen los derechos de autor. Tengo libros en lenguas extrañas, del coreano al tailandés, del macedonio al albanés, del persa al mongol.

El otro día recibí de Paraguay un ejemplar de la traducción en guaraní de la historia del gato manchado y de la golondrina Sinhá, y el título me encanta: Karai Mbarakaja, ¿qué querrá decir? Me río solo, ufano, pero las plumas de la vanidad no tardan en caerse al darme cuenta de que con certeza soy mejor escritor en guaraní que en portugués.

Del sexo de mujer...

Ilustración de Gabriela Podestá¿Cómo decir para nombrarla? No diré vulva ni vagina. Boceta y babaca, tampoco diré, ¿cómo designarla entonces? Me falta el don de la poesía para crear la imagen justa y encontrar una comparación para lo incomparable. Quisiera coronarla con las flores del poema, pero me falta la inspiración del bardo; la fragua mágica del vate. Como prosador, tierra a tierra, no sé cómo denominarla, no la merezco.

Flor de cactus, trago aguardentoso, cráter de volcán, la comepalo, la hecha de clavo y canela, pozo sin fondo, puerta de oriente, mansión de árabe, mezquita, precipicio, la xoxota en fuego de Gabriela.

La chatte de madame, pasto de no-me-olvides, campo de amapolas, piso de placeres, mapa del refinamiento, alcahueta de viejos, maestra de muchachos, gata en celo, matriz del ípsilon, el xibiu doctor honoris causa de mi personaje Tieta.

Los tres centavos, la vendida, la comprada, la violada, la manchada, la fuente de miel, la barra de la mañana, la luz del candelero, la llamarada, la naciente del agua, la boca del río, la concha del mar, ¡ay!, la boca del mundo de Tereza.

No diré rosa marchita, marino, fuego del infierno, bálsamo del estropicio, el altar mayor, la gruta oscura, la aurora, la noche, la estrella, la colina del deleite, el pistilo, el chupón, la madona, la campesina, la pazza, la loca de Albano, la mamma, la prueba del 9, la casa del pudor, la puerta de la perdición, el Apocalipsis; no diré abismo donde fallezco y resucito, no diré ¡madre de Dios!, mujer del perro: iré a buscarla donde la coloqué un día para resguardarla. La escondí allá donde tú sabes, en la x de la cuestión de doña Flor, y diré la encueradita de Euá. Diré la encueradita y tú entenderás que me refiero a ella. Tomarás la llave de la divina y abrirás la puerta del tabernáculo, caballero y montura, amazona bravía y fogoso jinete recorreremos los caminos, mi yegua se llama la Encueradita, tu caballo se hace llamar el bueno de trote y de galope.

En la hora final quiero en ella posar la mano, tocar el vello, el pétalo del bulbo, sentir la dulce consistencia, la suavidad, y en ella depositar mi último suspiro.

De la despedida...

Ilustración de Gabriela PodestáSe aproxima la fecha de los ochenta años. ¿Por qué se considera tan corto tiempo de vida una hazaña que hay que celebrar, una empresa que hay que saludar con estruendo y fiesta? De todas partes, del Brasil y del extranjero llegan invitaciones para conmemoraciones, se atropellan las noticias, los proyectos, programas interminables de solemnidades, crece la presión de ir aquí, allá y acullá, de la ceca a la meca, oír discursos, pronunciarlos, agradecer elogios de cuerpo presente, participar en actos, seminarios, foros, almuerzos y cenas, cuanta cosa se inventa para proclamar la caducidad.

La generosidad de los amigos y el cariño de los lectores me conmueven pero todo ese ceremonial me parece que contiene un indicio de despedida; tiene aire de adiós en necrológico: aquí reposa en paz, epígrafe en mausoleo, letras de oro en camposanto.

Digo no al discurso, a la medalla, a la fanfarria y a los tambores, a la sesión solemne, al incienso, a la fotografía de uniforme de la academia o en mangas de camisa exhibiendo los pellejos y la dentadura. No soy cofrade de procesión.

Dame tu mano de complicidad, vamos a vivir el tiempo que nos queda –tan corta es la vida– a la medida de nuestro deseo, al ritmo de nuestro simple gusto, lejos de las galas, en libertad y alegría, no somos pavo reales de opulencia ni genios de ocasión hechos en los muslos de las apologías, somos apenas tú y yo. Me siento contigo en el banco de los azulejos a la sombra del mando, esperando que la noche llegue para cubrir de estrellas tus cabellos, Zelia de Euá envuelta en luna: dame tu mano, sonríe tu sonrisa, me regocijo en tu beso, laurel y recompensa. Aquí, en este recodo del jardín quiero reposar en paz cuando llegue la hora. He aquí mi testamento.

Nací, trasero levantado hacia la luna, con una estrella en el pecho, la suerte me acompaña, tengo el cuerpo cerrado a la envidia, la intriga no me amarra los pies, soy inmune al mal de ojo. La vida me dio más de lo que pedí, merecí o deseé. Viví ardientemente cada día, cada hora, cada instante, hice cosas que hasta Dios duda connivente con el diablo, compadre de Exú en las encrucijadas de los Ebós. Luché por buena causa, la del hombre y la de la grandeza, la del pan y la de la libertad, luché contra los prejuicios, fui osado con las prácticas condenadas, recorrí los caminos prohibidos, fui el opuesto, el viceversa, el no, me consumí, lloré y reí, sufrí, amé, me divertí.

Huyo de los festejos, del fuego de artificio, del banquete, huyo del necrologio, estoy vivo y entero. Mañana, pasado el obituario de reverencias, regresaré a la novela. Boris El Rojo me espera en la esquina de la máquina de escribir con su desafío de trampa juventud. Obstinado, voy a proseguir con orgullo y humildad la tarea de fecundar los misterios de la ciudad, concebir y parir hombres y mujeres, capitanes de la arena, maestro de velero, matones, vagabundos, putas, son la inocencia y la fantasía, nacen de mis entrañas fecundadas por el pueblo, del corazón, de los sesos y de las tripas, de los cojones.

No voy a reposar en paz, no me despido, digo hasta luego, gente mía, aún no llegó la hora de yacer sobre las flores y el discurso. Salgo puertas afuera para el bullicio de la calle. Boris El Rojo viene conmigo, agradezco y sigo de largo, voy a divertirme ¡axé!

Bahía-París, julio de 1991/junio de 1992

Traducción de Edmundo Font