Jornada Semanal, 9 de septiembre del 2001

El Brasil brasileiro (II)

Una noche de 1986, en Río de Janeiro, cenamos en casa de Marina Colasanti y Affonso Romano de Sant’Ana. Los otros invitados eran el cantante y compositor Carlinhos Lira y su compañera, Kate, hermosa modelo rubia en tierras mulatas. Carlinhos formó parte del grupo iniciador del bossa nova y recordaba con gran afecto a Vinicius de Moraes, Elis Regina, Stan Getz, Astrud Gilberto y a una pionera del mestizaje musical, Dolores Durán. Vivió en México una temporada y colaboró en las tareas de introducción del hallazgo musical brasileño al lado del “Tamba Trio”. Anduvo por Estados Unidos y regresó a Río de Janeiro. No se interesó en la fama televisiva y prefirió las presentaciones en pequeñas boites. Lo recuerdo, sentado en un alto banco, abrazando su guitarra y cantando “María Nadie” (los Pérez brasileños se llaman “Juan de Nada” y “María Nadie”). Marina es una notable cuentista y pertenece a una familia actoral de origen italiano; Affonso es uno de los poetas mayores del Brasil de hoy y, desde hace unos años, dedica todo su entusiasmo a la reorganización de la Biblioteca Nacional.

Después de una cena mineira: frango al molho pardo y tutú (para empezar unos geniales bolinhos de bacalhau y para terminar un quindim que mezclaba la robustez de los postres portugueses hechos de miles de yemas de huevo con la ligereza de las batidas cariocas), hablamos del libro de Sergio Buarque de Holanda, Raíces del Brasil. Las ideas del notable historiador siguen provocando adhesiones y refutaciones. Hablamos de su visión histórica formada por el Brasil rural de los fazendeiros, organizadores de una vida aristocrática hecha de rutinas propiciadoras de la indolencia señorial que dejaba en manos de mayordomos y de capataces el trabajo cotidiano y entronizaba la fiesta como actividad principal, y por el otro Brasil, el de las ciudades asomadas al Atlántico (el país, desde sus inicios, se inclinó sobre el mar familiar y dejó casi vacías las tierras del interior y del pobrísimo “Nordeste”) que formó una pequeña y activa clase media dedicada al comercio y a otros trabajos relacionados con la minería, los cultivos de azúcar, café y cacao, así como la ganadería en un Sur que actuaba como Norte y que, muy pronto, se convirtió en polo de atracción para los trabajadores portugueses, japoneses, italianos, libaneses (ahora, muchos de ellos, ya enriquecidos, se dedican a la política y controlan grandes negocios), alemanes y nacionales de varios países de Europa Central.

Los pioneros de la colonización modernizadora (valga la paradoja) fueron los bandeirantes, en su mayoría paulistas o paulistanos. Ellos conquistaron el altiplano, propiciaron el auge del oro y la plata en la provincia de Minas Gerais y crearon centros de población en Goias, el Pantanal, el Mato Grosso y las tierras del sur. Para esas épocas el tratado de Tordecillas era ya obsoleto y la cuestión de los límites entre el imperio español y el portugués era fuente de confusiones y de conflictos. La capital de la inmensa colonia que estuvo en Salvador de Bahía desde 1549 se trasladó a Río de Janeiro en 1763. La economía tenía hábitos y reglas muy simples: el azúcar y el cacao en Pernambuco y Bahía, la ganadería en el sur y en el interior y las minas en la zona del prodigioso barroco mineiro: Ouro Preto, Tirandentes, Mariana, Diamantina, Congonhas do Campo, San Joâo do Rei... (la figura central de ese movimiento fue el “Aleijadinho”, el mágico escultor leproso que trabajó con la “piedra jabón” y nos dejó, entre otras maravillas, las esculturas dramáticas y, a la vez, caricaturescas, de los profetas que suben y bajan por las escaleras serpentinas de la iglesia de Congonhas). El café apenas empezaba y el comercio y el desarrollo industrial (“obrajes” les decían los españoles) eran muy rudimentarios. Por otra parte, los Papas se preocupaban por las desnudeces populares y por el libre y gozoso juego de las concupiscencias. Uno de ellos envió una carta en la que ordenaba combatir la desnudez y exigir la castidad consagrada en las leyes de la Iglesia. El arzobispo de Bahía, hombre humorista y tolerante, contestó respetuosamente al iracundo pontífice de la siguiente manera: “Le ruego, Santidad, que sea benévolo con nosotros. Tenga en cuenta que el pecado de la carne no puede ser el mismo debajo del Ecuador...” (Pido perdón a mis lectores por estas frivolidades. Las cometo por la sencilla razón de que, “frente al solipsismo y la ligereza de la prensa cultural mexicana”, se levanta la rígida y académica seriedad de la revista Nexos, publicación que según se señala en la sección “cierre ciclónico” de uno de sus últimos números, “es la única que trata los temas serios e importantes de la cultura actual”. Dios les pague estos esfuerzos por mantenernos al día y enriquecer nuestras flacas informaciones y entendederas.)

Las invasiones agregaron nuevos elementos culturales al mestizaje, pues los franceses se metieron a Maranhao (San Luis, la actual capital del estado, tiene un aire de ciudad colonial francesa) y los holandeses del incansable Guillermo de Nassau se quedaron por un rato en Bahía. Un mi amigo mulato que tiene su negocito de artesanías en la Baixa do zapateiro se llama “Vanderdique” en curioso recuerdo de los piratones holandeses.

Salimos de la casa de Marina y Affonso al filo de una de esas madrugadas rosáceas del verano carioca. Con Carlinhos, Kate, Edmundo Font y Patricia caminamos por las calles ya casi iluminadas por el nuevo día. Frente a nosotros estaba el padre Atlántico, camino real para Europa y para la madre África. A la izquierda la favela “Rosinha”, terrible símbolo de la desigualdad social que destroza a Iberoamérica.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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