Jornada Semanal,  2 de septiembre del 2001 
Giorgio Manganelli

Experimento con la India

 

 
“Un largo trago de whisky, un trago laico, tengo ganas de la India, no de ambigua, tal vez mediocre literatura...” Así se prepara un hombre italiano cuando el avión en el que viaja –y que pareciera estar “de acuerdo con el universo”–, se acerca, de noche, a las primeras luces de la tierra de Siddharta, Shri Ramakrishna, Vivekananda, el universo infinito, el Absoluto y todo lo demás que trasciende el conocimiento libresco precisamente porque para conocerlo en realidad hay que entrar a ello como se entra a la cabina de un avión: sin saber a ciencia cierta qué, cómo y cuándo pasará.

Un tal que, más que conocer, me ocurre frecuentar con una cierta forzada asiduidad, está por partir hacia la India. Es un viaje que, desde que lo conozco, siempre ha deseado realizar, y no raras veces se tenía la impresión de que su temperamento lúgubre derivase del hecho de nunca haber visto un centímetro cuadrado de suelo indio. Como todos aquellos que han leído Siddharta de Hesse, desconfío de los que desean ir a la India de una manera casi hipnótica, intensa, nostálgica, naufragante. Ignoro si mi amigo ha leído Siddharta, pero supongo que si es así no habrá hecho mucho caso. Lo he encontrado en estos días, y lo he encontrado abatido y lúgubre, como de costumbre. Sólo que su tristeza escondía y develaba al mismo tiempo un fondo de sabiduría ligeramente alarmante. “Es increíble”, me dice, tomándome por el codo como si fuera un condoliente en una ceremonia conmemorativa, “es increíble cuántos errores psicológicos, intelectuales, filosóficos puede cometer una persona que está por irse a la India. Justamente creo que puedo decir que en estos últimos diez días he hecho ya un ‘viaje mental a la India’ que me ha dejado extenuado. Podría romper el boleto, e igualmente tendría un itinerario que relatar. ¿Sabes”, me ha dicho bruscamente, “que los griegos decían que Dionisio tenía una morada en aquellas tierras? Debe ser cierto: son diez días que vivo en un éxtasis de sudores fríos, de escalofríos, de insomnio y además de pesadillas.” Murmuré una genérica simpatía. No me escuchaba; no estoy seguro de que supiera que estaba junto a mí. “Por ejemplo, cuando uno está por ir a la India, comienza a pensar que es un genio. Sólo los genios, ¿no?, tú me entiendes… La India. Pero naturalmente no es verdad. La India es una gran seductora, te sugiere: ‘Si vienes a mí, eres un dios, un encantador de serpientes, una serpiente; eres mi eterno amante.’” “Mala literatura”, susurro. “Pésima”, dice mi amigo; “pero no es fácil renunciar a tanta, y tan generosa mala literatura. ¿Por qué no se renuncia a un gran amor? Porque, literalmente, es algo ínfimo. Y también te dice, en realidad ignoro quién: ven a buscar los lugares de tus reencarnaciones precedentes. Sabes, una vez soñé que vivía en Patna1 . Podría ser.” Suspira. “Luego se te ocurre que para ti todo ha terminado, apenas llegas a la India comienzas a tener levitaciones, visiones, tropiezas con mandalas, encuentras una sakti, y conoces el gran flujo de la existencia” (quizá ha leído Siddharta). Sacude la cabeza. “Es toda una faena de flores de loto, como en Este2 , me parece, hacia Rovigo, de ojos abiertos sin pupilas, de curry y de monzones; y de vacas sagradas, ¿no?”, añade como si esperase una confirmación inútil. No entiendo si quiere o rechaza a las vacas sagradas. “Luego”, me dice con súbito y remiso furor, “la India es a la vez trágica y apacible, los monjes usan una escobeta cuando caminan para no aplastar insectos. Estoy leyendo la Bhagavadgita”, añade con una extraña vulgaridad en la voz que descubro septentrional, quizá milanesa, “¿sabes? Me gusta Krishna. Es un dios. Espero conocerlo.” Luego lo observo huir espantado, y yo huyo con él.

El avión, innegablemente, zumba; estaría tentado a decir que ronronea: pero con particulares ronroneos espirituales, meditabundos, abstractos. Es del todo evidente que este avión goza de una excepcional buena consciencia; no sé si el reciente y vertiginoso progreso de la ciencia teológica ha descubierto sacramentos específicos para confortar las almas de cachalote delicado de los aviones, pero no hay duda de que este pingüe aeroplano da la embarazosa impresión de estar de acuerdo con el universo. Es lúcido, ovoidal, mórbidamente geométrico, como esos objetos que a veces se sueñan, y que hacen decir a los emocionados psicoanalistas: “¿En verdad?” Este avión mariposa de mil toneladas se comporta como si fuese parte del vestido de noche de un ángel. Tiene incluso ese matiz noblemente vasallo que tenían hace siglos los mayordomos, inflexibles custodios del decoro de una familia. Es embarazoso, he dicho, porque nadie, al menos yo no, goza de una consciencia tan perfectamente reposada. El avión se dirige a la India, y puesto que estoy en este huevo puesto en los cielos por una admirable gallina hiperurania, también yo voy a la India. Para el avión, mojado por una aureola, ir a la India parece una empresa agradablemente obvia. Una de esas tareas simples que reafirman el mundo: como, en las novelas inglesas de principios de siglo, la tarea del lechero que dejaba hacia el alba una botella, o la del voceador que ponía al lado un ejemplar del periódico, saturado de tranquilas batallas, de taciturnos estragos, de catástrofes tranquilizantes. Cosas que dan una continuidad a la existencia. Debo decir que el avión ha hecho cuanto podía para hacerme sentir a gusto: me ha servido una decorosa comida, y la ha consagrado con una copa de Chablis y otra de Nuits-Saint-Georges. Encuentro el pensamiento muy delicado, pero no sólo sosegado. Ahora permanezco solo en el saloncito que el avión precavidamente ha parido dentro de sí para las almas sensibles y pienso en este hecho imposible: estoy en camino hacia la India. Suspiro y paladeo un delicado whisky: propiamente, un traguito, pues de kilómetro en kilómetro mi cantidad de alma crece. Viajo en Siddharta, que es un modo noble y exótico de viajar. Siddharta, como todos saben, es un libro lleno de poesía y de elegante profundidad. Va de acuerdo con mi whisky, es aterciopelado y noble. A medida que saco el alma de mis bolsillos internos, la encuentro transparente y suave. Y sin embargo no estoy tranquilo. El afectuoso asiento no me consuela. Siddharta, me repito, es una pensativa interrupción de la India. ¿Has notado? Me digo. Nunca hay un abrazo –cómo se siente que el espíritu en mí desborda como espuma de cerveza– sin aludir al gran Ciclo de las Existencias. Es un libro –y trato de ponerme cómodo– lleno de “noble y luminosa clarividencia”. En Siddharta se muere al lado de ríos alegóricos, y en general se siente por doquier un perfume de madera de sándalo. Está lleno de Maestros y Discípulos, de Experiencias y de Iluminaciones. Es ascético y carnal. ¿Así será la India? Cuando se lee el libro de Hesse, uno olvida que existen los excrementos. La cosa parece noble, pero, a la larga, ¿será honesta? Muy agitado, me pregunto si será honesto tener un alma. Trato de meter la mía dentro de mis vísceras, pero ella, que sabe que me dirijo a la India, sigue exudando. Bebo, más bien engullo, una película de whisky. Es dulce, es un último saludo occidental, que me es gentilmente ofrecido por un camarero amigo, un ser aparentemente humano que en verdad el gran aparato ha parido para que yo esté a gusto. Recuerdo que también hay mendigos en Siddharta, y monjes: ¿pero no serán roles distribuidos en un libreto lindo y aseado? ¿Voy a un mundo tan tormentosamente sabio? Me pregunto si el continente tiene olor a madera de sándalo. Mentalmente paso las páginas de Siddharta y como si nada lo dejo caer en el vacío, o en mi alma, o en el mundo: escucho un rumor de mandíbulas, algunas se están comiendo el Siddharta, quizá un secreto, iniciático mecanismo del avión que cumple la función de consumir los sueños de los viajeros, de impedir que invadan el volátil habitáculo.

El viaje prosigue por la noche: estoy consumiendo Arabia, desiertos, montañas, mares, estoy gastando el mundo para tener una propina de la India, una moneda, una rupia, un collar del país del que únicamente sé lo que se puede aprender en los libros, que no es mucho, y además poco claro. Naturalmente, no viajo sólo en Siddharta, que es una hermosa carrocería, sino también en el Vedanta. Christopher Isherwood, el exquisito narrador de fábulas berlinesas, que se acurruca, atormentado y confiado, a los pies de Shri Ramakrishna y de Vivekananda. Un escritor malicioso, muy lúcido, terrestre, metropolitano, un impecable narrador de vulgaridades pasionales, de penas mediocres, de aventuras intrínsecamente nocturnas. Y Huxley, un hombre tan agudo, seco, ágil; también él rebuscó en el Vedanta, en busca de una “mínima hipótesis de trabajo” que permita explicar por qué nunca nos matamos de inmediato, cuando mucho luego de conseguir el diploma de tercero de primaria. Cuántas cosas hay en el Vedanta: está el Absoluto, y Brahman y Atman, hay un universo infinito, y la pérdida del yo: tú eres Esto, donde Esto es lo que no eres tú. El Vedanta es una cosa noble, tan terriblemente noble, y sin risa; me muevo a disgusto en mi asiento, y me digo, me confieso que provengo de un continente donde hace tiempo que de Absoluto no se produce nada, y donde existe una risa seca y tormentosa que quizá ha delineado definitivamente nuestros rostros. ¿Pero estoy viajando hacia una república, o hacia la morada del Vedanta? ¿Qué sé, pienso, fantaseo, sobre la India? Como, creo, muchos europeos ideológicamente perplejos, tengo la impresión de que la India es un lugar de alto tenor a Dios, una selva que produce monos, pavos reales y ascetas; aquí existen aún los Maestros, los Profetas, y cuando se habla de la Verdad no se alude a un caso jurídico, sino a la Verdad total, cósmica; y bien, ¿no será la India un país cósmico? Para nosotros que de cósmico ya nada tenemos excepto un poco de astrología semanal, podría ser un trauma intolerable. ¿No habrá, me digo cobardemente, un poco demasiado de Absoluto en este país que goza del misterio y de los enigmas?

Pongamos que sea un país donde la Verdad se ofrece gratis en las esquinas de las calles, ¿qué haría si un mendigo arrugado y secular me tendiera la mano no para pedir sino para ofrecer, ofrecerme la Verdad definitiva? Diría: “Gracias, es justo lo que quería, la tendré en cuenta, no se la daré a los niños para que jueguen”, ¿o seguiría mi camino, como si nada, avaramente comprendiendo mal el gesto, encariñado con mi milenaria falsedad? ¿Qué idea me estoy haciendo de la India? Indago mentalmente en mi modesta biblioteca, y encuentro identificaciones, éxtasis, visiones –bebo un trago de whisky, trato de normalizarme gracias a una moderada embriaguez. En este momento temo y detesto a la India. Pero el alma sigue manifestándose: y en un libro mental mío, encuentro una alusión a la reencarnación. ¿No es algo excesivo? Ahora la India se me abre de frente como un abismo acogedor, algo en lo que uno se puede precipitar sin herirse, un abismo de carne, un abismo madre, un precipicio de sombra, un embudo infinito que da sobre una Nada activa, algo que es, y que es la nada. El perfume de sándalo de Siddharta regresa a mis narices como una agraciada especie, canela de la muerte, clavo, para dar sabor a un fatal trago. A medida que me aproximo, la India prolifera en mi cerebro de medroso occidental, la veo crecer, enorme masa de carne, con sus acantilados y su perfume de sándalo, sus almas inconsumibles, su vida y su muerte omnipresente, el lugar de las transformaciones, la casa madre del Absoluto, la fábrica de los ascetas, la cadena de montaje de las reencarnaciones, el gran almacén de los símbolos, un país exterminado en el que de rama a rama metafórica bailan simios alegóricos, y mendigos voluntarios, conscientes de treinta encarnaciones, te asedian para salvarte el alma; el depósito de los sueños, el único lugar donde aún existen los dioses, pero como delegados de un Dios sumido en sí mismo, y contemporáneamente encarnado en todas partes, un lugar de templos y de leprosos desde el cual la sonrisa de Buddha o de Shiva no han sido nunca eliminadas, mórbidas e incomprensibles, estáticas y mortales.

Un largo trago de whisky, un trago laico, tengo ganas de la India, no de ambigua, tal vez mediocre literatura; no voy a reencarnarme, ni a conocer los lugares donde he vivido hace tres siglos –esto le sucedió a algún teósofo– sino que voy en guardia, oh, cómo estaré en guardia; si veo la esquina contra la que me apoyaba corroída por la lepra secular, miraré el reloj, echaré a andar, y será claro para todos, también para el Absoluto, que ciertas tareas las reputo demasiado privadas para discutirlas en presencia de la servidumbre y de los niños. Y en cuanto al Absoluto, grito en un último ímpetu, le recuerdo que el último libro que he leído antes de emprender el viaje ha sido Del amor de Stendhal: milanés, como, con rara cobardía, en este momento recuerdo que soy. Todos los europeos morimos, mi querido Absoluto. Por ello nuestra carcajada es inconfundible. Me agazapo en el asiento, el avión está descendiendo, lentamente, con gracia: me zumban los oídos, aprieto los puños, y en la aún cerrada noche atisbo las primeras luces de la India…

Traducción de José Abdón Flores

1 Principado de la India, en la provincia de Chhatisgarh. (N. del T.)
2 Villa en el lago Como. (N. del T.)