Jornada Semanal,  5 de agosto del 2001 
Latif Pedram

El peligro de escribir, 

el peligro del escrito

 

 
Desde su país, "que desde hace diez años se debate, sin esperanza, en un torbellino de guerra civil sanguinaria e indiferente", el afgano Latif Pedram deplora "estos tiempos de aniquilamiento progresivo de las ideas", y va más allá de la crónica de los horrores cometidos contra la literatura de Afganistán al afirmar que "el compromiso literario y el compromiso frente a la literatura vuelven a caminar en el filo de la navaja". Entre la opresión soviética de otros tiempos y la islámica que hoy se enseñorea en tierras afganas, Pedram y el resto de los autores viven hoy "conscientes de los peligros de la escritura y de lo escrito".

Yo vengo de Afganistán, un país que durante nueve años estuvo implicado en una guerra de resistencia contra la Unión Soviética. Un país que desde hace diez años se debate, sin esperanza, en un torbellino de guerra civil sanguinaria e indiferente, que deja tras ella cientos de miles de muertos, millones de heridos física y psíquicamente. Una "tierra deteriorada", un país devastado que habría inscrito en sus frontispicios las palabras que Dante hizo grabar a la entrada del infierno: "Perded toda esperanza al traspasarme." La resistencia de la palabra, la necesidad de la lucha contra la censura, la voluntad de alcanzar la libertad de expresión... eran parte de las prácticas y de las preocupaciones esenciales del diálogo cotidiano de los hombres y mujeres de letras en Afganistán que fueron enviados a los pelotones de ejecución, o que inevitablemente debieron exiliarse, o que esperan, todavía y por siempre, la llegada repentina de su propia muerte en el infierno que es Afganistán. Este diálogo cotidiano no es más que este canto de duelo amargo, el relato de los Finnegans que inevitablemente cargan su propio duelo.

Hace veinte años Afganistán vivió bajo una represión sangrienta, un despotismo absoluto e ilimitado. Tomo las palabras de García Lorca para decir que en el territorio afgano "no hay más que suspiros que reman". Los poetas y los escritores afganos estamos cautivos en las garras de esta encarnación de la estupidez, que se cerraron sobre nosotros y que actúan como una capa de plomo. Ningún orden se mantiene en este país, y los dictadores, los "santos pequeños", son a la vez centro y órbita de todo. Así, hemos buscado hacernos escuchar en otros países para decir lo que tenemos que decir: "vamos al asilo de verdaderas necesidades". En la cumbre de la desilusión, esperamos que estas necesidades se satisfagan al fin.

Ciertas experiencias son comunes e indivisibles para nosotros: la experiencia de la dictadura, la ausencia de libertad y, sobre todo, la ausencia de libertad de expresión, la presencia inevitable de la censura y la dictadura de las leyes ideológicas en los países de la periferia sometidos a regímenes autoritarios. Sin embargo, los métodos del despotismo tienen aspecto específicos ligados a estructuras políticas, ideológicas, culturales e históricas propias de una geografía definida.

La situación actual, en la que la ausencia de la libertad de expresión y la imposición del pensamiento único causa estragos, no es más que la continuación de los precedentes heredados del golpe de Estado comunista de 1978 en Afganistán. Esta tiranía tiene sus raíces en los despotismos lejanos de la historia y de la estructura cultural y política de Afganistán. En nuestro universo la libertad de expresión, como valor humanista y universal establecido por el hombre, se respeta, y hay pocos regímenes políticos que encomian abiertamente la censura y la oposición a la libertad de expresión y de escritura. Por desgracia, los regímenes afganos no han dudado en darle lugar y aplicar la censura. "El séptimo buró", servicio de espionaje afgano a través de las oscilaciones de la autoridad del "Partido Democrático", tenía como lema el control de los medios, de los poetas, escritores, científicos y periodistas. Ninguna publicación, ninguna revista ni libro podía ser publicado sin la previa autorización de este organismo. Cierto número de escritores librepensadores fue ejecutado por obras escritas o no, por su capacidad potencial de publicar textos críticos sobre el régimen resultado del golpe de Estado y de la literatura djudanovina.

En Afganistán no es fácil analizar las estructuras enraizadas de la violencia, de la autocracia del pensamiento y las tradiciones culturales y su papel liberador y obstructivo en lo que concierne a la libertad de expresión. Encontramos arquetipos de nociones como zel allah ("sombra de Dios"), jefe o sabio de la tribu, así como de nociones del "interés nacional" o "la moral general" como expresión eterna de la autoridad y de oposición a la pluralidad de pensamiento y de opinión. Estos arquetipos hacen legítimas todas las tentativas para anular al otro. Por un lado, la religión o un Dios vengador y "no benefactor ni misericordioso" y, por el otro, la razón política constituyen las realidades innegables y el poder absoluto en mi país. Todo análisis del fenómeno de la censura y de la resistencia de la literatura resulta incompleto si no hacen referencia a ello. El Dios apparatchik* del Partido y el Dios vengador poco natural eran candidatos a apropiarse de la razón absoluta en el seno de un país en el que noventa y seis por ciento de la población es analfabeta. Aunque nosotros seamos poetas, escritores, filósofos o teóricos de la literatura, debemos ante todo ceder frente a estos dos tiranos. Aún podemos respirar como Sócrates frente a treinta tiranos, pero ¿qué podemos hacer frente al tirano absoluto sino gritar, como Sartre, "es demasiado tarde"?

En Afganistán, escribir, la libertad de expresión y la diversidad de opinión son considerados actos diabólicos. Esta oposición a la libertad saca quizá sus fundamentos de la historia de la caída del diablo cuando Dios decidió crear la umma. En vísperas del segundo milenio nos preguntamos si "el sexo femenino" tiene derecho a ir a la escuela, trabajar en la administración o recibir una formación. Las mujeres no deben aprender a leer o escribir "porque se arriesgan a intercambiar cartas de amor con los hombres". En un país en el que reinan tabúes destructores, es claro que el hecho de escribir es peligroso. La verdad es que, cito a Daryush Shayegan, "nuestras últimas ciudadelas del pensamiento se hundieron cuando la subjetividad de Descartes apareció en Europa y, como dice Hegel, el espíritu del mundo se aleja de las tierras de la cultura, que terminó por refugiarse en alguna parte de Europa. Mientras que Molla Sadra –contemporáneo de Descartes– concreta un pensamiento en ebullición desde hace varios siglos y llega a dar los últimos retoques al edificio suntuoso de la metafísica islámica, Descartes, en lugar de seguir el camino de los antiguos, se traza un camino nuevo que coloca al hombre en la posición de fundador y dueño del mundo."

Nuestra exégesis centenaria no es más que "la certeza del pensamiento" de cara a la razón crítica y toda audacia en el dominio del pensamiento y la expresión. "Nuestra ausencia decisiva en la cita de la historia" tuvo como resultado la privación de la libertad de expresión y la presencia descarada de la censura y del autoritarismo del pensamiento. En estos tiempos de aniquilamiento progresivo de las ideas, este pasado que es como una verdad poco razonable, que no necesita motivos y que pesa sobre nuestros hombros, nunca tuvimos la ocasión de decir "dejar a los muertos ocuparse de los muertos". El poeta o el escritor espera todavía el ángel mensajero venido del templo de la tierra o del cielo y que gritará: "¡He aquí el hombre!" Como dice Berdiayev: "En los mejores casos somos nihilistas o fatalistas, desprovistos de verdaderos valores culturales. A veces en ciertas ciudades como Kabul o Mazar Sharif imitamos el modernismo. En los años setenta y ochenta, la literatura djudanovina nos engulló de repente. Era necesario quemar etapas en una noche después de la publicación de las Siete Órdenes del gobierno.

Al principio nos alegramos, pues la inmóvil sociedad afgana se proyectaba de repente en medio del remolino de la historia. Con lemas como "justicia, libertad, socialismo", en estos momentos digamos libertarios, nuestra conducta era precipitada. No nos preguntamos lo que Adorno o Horkheimer preguntaban: "¿Por qué la humanidad no entra en condiciones humanas y se enreda en una forma nueva de barbarismo?" En la instalación del régimen comunista, cuando decenas de intelectuales, poetas y escritores fueron ejecutados, millares de entre nosotros (incluso jóvenes de quince años, como en mi caso) entendimos, como dice Hafez, que "he aquí lo que el alba nos trae" y en dónde estábamos parados en el ajedrez 
de la historia, y cómo "después de Auschwitz la literatura no era más que basura". No tuvimos oportunidad de tener un Beckett o un Schoenberg para que el esteticismo afgano pudiera inspirarse en ellos y corregir sus prejuicios.

El poder del Partido Democrático (satélite de la Unión Soviética) suscitó ciertos cambios y un despertar del pensamiento político, aunque no a través del sesgo de una literatura de "culto proletario" y de "realismo socialista" que asfixió la literatura oficial en Afganistán y que, sin embargo, permitió una producción sobresaliente. Pero las esperanzas se frustraron y las libertades resultaron efímeras. El estalinismo mostró pronto su verdadero rostro: se reprimieron las reivindicaciones más elementales de los intelectuales. Se suprimió la formación de partidos políticos, sindicatos y asociaciones de artistas y escritores al exterior de las estructuras gubernamentales. Todo movimiento, incluyendo al marxismo, islamismo o nacionalismo, fue severamente reprimido. El inicio de la lucha armada obligó a numerosos oponentes, escritores e intelectuales del régimen a buscar refugio en los campos de guerrilleros, y el movimiento hacia la libertad empezó una vez más de manera no democrática. Esto pudo deberse a la mala suerte de los intelectuales de los países de alrededor. Aquél cuyo oficio consiste en escribir y que debería tener su pluma en la mano, se encuentra en una situación tan insostenible que termina por tomar las armas. Por esto, actuar de manera democrática se hace paradójico en un país como el mío. El compromiso literario y el compromiso frente a la literatura vuelven a caminar en el filo de la navaja. A causa de las presiones políticas del régimen prosoviético, el que hoy les habla estuvo obligado a dejar de escribir provisionalmente y a refugiarse en el cuartel general del Ahmad Shah Massoud en el valle de Panjshir. Ahí escribí dos de mis libros de poesía, mientras que debía trabajar y vivir en el medio literario de Kabul. Todavía llevo conmigo el terror de esos días en los que fui testigo de masacres y bombardeos en las regiones rurales y los asesinatos de las poblaciones civiles, en y desde los dos campos. En un país como Afganistán, que conoce una estructura tribal con rivalidades entre clanes y el multilingüismo y sus animosidades internas, el intelectual o el escritor que utiliza su pluma para avanzar hacia la libertad termina por crear, consciente o inconscientemente, una nueva religión.

Durante el reinado del Partido Democrático se crearon asociaciones oficiales de escritores y artistas. Los intelectuales independientes sólo podían comunicarse con organismos similares en los países del Este, únicamente porque algunos de sus miembros habían recibido el Premio Lenin. El circuito estaba bien determinado. Mientras que obras como La madre o El acero fue templado y La literatura del partido se difundían masivamente, el Comité Central del Partido ordenaba retirar de todas las bibliotecas de Afganistán las obras de Nietzsche, Sartre, Beckett y Popper, entre otros. Fue el inicio de una campaña de "limpieza cultural" de publicaciones capitalistas y occidentales. Se prohibió la entrada de libros extranjeros. Teníamos muchos problemas para acceder a las obras de otros escritores de lengua persa, publicaciones iraníes o tayikistaníes. Esta fue tal vez una de las razones que hicieron que la literatura y la cultura persas no tuvieran el esplendor que esperábamos alrededor del mundo, al mismo nivel que la literatura árabe o la sudamericana. Se trata de otra forma de censura en un sentido más amplio.

¿Cómo resistimos esta forma de estalinismo y en qué se convirtió la literatura moderna, a qué caminos recurrió para escapar de las garras de los censores? La resistencia literaria y la lucha contra la censura constituían un terreno propicio para que los intelectuales reflexionaran a través de diversos métodos. El primer obstáculo fue la falta de estabilidad política, que no permitía un trabajo regular y profundo. El golpe de Estado comunista de 1978, seguido del golpe de Estado interno de Nedjib en 1984, y luego de la creación del primer gobierno islámico en 1992 con la partida de las fuerzas de Massoud de Kabul en noviembre de 1994 y la llegada de los talibanes, nos impusieron experiencias múltiples y diversas. Pero todos estos regímenes nos privaban de la libertad por medio de la represión, la prisión, la delación, la desaparición física de ciertas personas, etcétera. El régimen prosoviético, de cara a una amplia resistencia y a la extensión de los combates que libraban las fuerzas armadas, fue forzado a ceder un poco de terreno y, por fuerza, los métodos de represión cambiaron. En lugar de lanzarse a un combate abierto, el régimen comenzó a distribuir periódicos entre la población. Un buen número de publicaciones aparecidas cuando Nedjib estaba en el poder eran en realidad periódicos del gobierno "maquillados" para dar la impresión de apertura. Sabíamos que los financiaba el peligroso khad, ¡la Oficina de Información! El servicio de espionaje sostenía a Les Nouvelles de la Semaine (Las Noticias de la Semana), que supuestamente criticaba al gobierno. El régimen quería utilizar estos periódicos para controlar y corromper a la opinión pública. Pese a un sistema asfixiante de censura y control, los escritores lograban encontrar fallas y explotarlas valiéndose de un lenguaje metafórico y alegórico. A pesar de todas las dificultades, este periodo es el más rico del Afganistán contemporáneo por la calidad y la cantidad de las producciones literarias. Había literatura barata: la llamábamos literatura popular u obrera, que mantenía y financiaba el gobierno y cuyos importantes tirajes apoyaban a la maquinaria de propaganda prosoviética. Simultáneamente, los demás escritores "independientes" continuaban sus actividades subterráneas. Las noticias, los poemas o las obras de teatro prohibidas circulaban en fotocopias o manuscritos. Las obras se distribuían en la noche y, pese a todos los peligros y todas las presiones, nos importaba permanecer en el país. Rechazábamos la idea de emigrar y dejar nuestra profesión y ser obligados, para tener dónde vivir y qué comer, a convertirnos en taxistas o meseros en un país extranjero. Mucho menos queríamos pasar las humillaciones de las largas colas frente a las oficinas de ayuda social en los países de asilo. Preferíamos este infierno para no tener que mendigar.

Con la instauración del gobierno islámico y la llegada al poder de los talibanes, este mínimo trabajo cultural fue totalmente aniquilado. El Partido Democrático al menos aceptaba la existencia del arte y la literatura "socialista"; los mudjahidins y los talibanes suprimieron todo, puesto que "Dios no acepta a los pintores y los dibujantes y pone al profeta en guardia contra los poetas y las personas imaginativas". Se cerraron todos lo centros culturales. Entonces nos resignamos a partir. Como nos enfrentábamos a la negación completa del arte y de la literatura, no había ya fallas que explotar. Todo se nos negaba.

La resistencia literaria, los métodos de lucha contra el despotismo y los métodos para evadir la censura, salieron del seno de tal sociedad. La autocensura, el respeto al poder, la elección de seudónimos y una cierta forma de rechazo a las responsabilidades crearon un clima complejo y amargo. Hasta que uno terminaba por preguntarse qué podía hacer por la literatura. La literatura inquieta en tales sociedades da origen a un problema y a una confusión culturales que no crean ni un mundo al exterior ni una expansión al interior. Los límites de autodefensa que uno se impone, el miedo y la desconfianza frente a otro que uno considera tanto un enemigo como un inspector hacen del intelectual, que pretende defender la libertad y la racionalidad, un ideólogo que busca venganza. En nuestras sociedades, los críticos literarios son raros pues no hay una cultura de la crítica. A menudo se ha visto que la crítica de una obra transforma a dos escritores en enemigos jurados.

En esta atmósfera tratábamos de preparar la libertad, y por eso optamos por los aforismos en nuestra escritura. Antes de inspirarnos en la Minima Moralia de Theodor Adorno, exploramos la herencia de los grandes de la literatura y la lengua persas. La creatividad literaria y el esteticismo estaban en el corazón de nuestros deseos de aprender a no exponer verdades definidas ni prejuicios a nuestros interlocutores. Estábamos conscientes de los peligros de la escritura y de lo escrito. No era a través de los libros que habíamos aprendido que la naturaleza de un régimen de partido único, o de una literatura adoctrinada, integrante y consumidora de la verdad única, o incluso el pensamiento único y la literatura ideológica iban al encuentro de la libertad y el esplendor humano. Nuestra escuela era la cohabitación cotidiana con esta literatura y gramática del despotismo. Habíamos creado grupos clandestinos para poder seguir trabajando y distribuyendo nuestras obras. Comprendimos más tarde que no era suficiente y que nos alejábamos de nuestros verdaderos propósitos, que eran la creación literaria. Así, decidimos disolver nuestros círculos para consagrarnos a un trabajo individual y escapar a los peligros de los grupos, incluso si los intelectuales extremistas de izquierda y los partidos políticos que se inspiraban en "el lugar silencioso del descanso celeste" y en "la estrella de rubíes del Kremlin" nos acusaban de abandonar nuestras responsabilidades sociales. Y nuestro grupo, que en palabras de Joachim de Fleuré vivía en "la tercera etapa de la Historia: la etapa del ‘Santo Espíritu’", ya no creía en la definición oficial de la responsabilidad social y el compromiso literario. De este modo nos arrojamos a la autodestrucción, habíamos vaciado nuestras asociaciones de su sentido funcional para producir individualmente en un espacio abierto. Esto significaba romper con la gramática en uso, el texto acostumbrado y la antigua tradición literaria y social. Para que el escrito fuera liberado del peligro de la "enfermedad asociativa", necesitábamos una reducción fenomenológica. Liberarse de presuposiciones épokhé que habíamos intentado alcanzar significaba un intento para liberarse del "objeto" de estos excedentes.

En esos años de despotismo no pudimos recurrir a la palabra y al discurso. Nos comunicábamos a través de lo escrito. En una sociedad donde hay una gran tasa de analfabetas, el escritor no sobrepasa los círculos de la elite, lo que explica en parte nuestro fracaso y la poca influencia que tuvimos. El texto, por la utilización de la alegoría, del simbolismo, por su huida de la censura y por esa esencia misma, se encuentra siempre a una cierta distancia de su interlocutor. En un país en el que, como dice Nasser Khosrow, "lo escrito es un accidente de lo oral", no teníamos otra opción que escribir. Como dice San Agustín, "la forma aturdida de decir". ¿No es la dictadura más que una forma aturdida de decir y de actuar?

Hace algunos años que la sombra del proletariado desapareció de Afganistán para dar lugar a la de la umma islámica con sus hipérboles en lo que concierne a su legitimidad. No soporta ni permite ninguna voz de divergencia. Hoy, la religión y la literatura son antagonistas. Esas sombras empujan a la literatura seria a la clandestinidad. ¡Qué numerosas son las obras que los lectores no leerán jamás! No hay diálogo entre las obras. Es la razón por la que no podemos hablar claramente de la dirección pragmática de la literatura afgana. Sin embargo, en la medida en que puede tener acceso a estas obras, puedo decir tomando las palabras de Foucault que "cada obra tiene un sentido tanto como un momento histórico".

* Palabra rusa utilizada para designar peyorativamente a un miembro de un partido, especialmente de un partido comunista.

Traducción de Gabriela Valenzuela Navarrete

Ilustraciones de Margarita Sada