Jornada Semanal,  29  de julio del 2001 
Francisco Torres Córdova

La sílaba no ociosa

Siguiendo las ideas rectoras del pensamiento de Bachelard, el poeta Francisco Torres Córdova se acerca al mundo de Ramón López Velarde (el poeta vive en el mundo, pero, con su poesía, construye otro mundo más afín a su estética y a su deseo) y se interna en la casa familiar, la iglesia, la "plaza de musicales nidos" y los paisajes terrenales de los cuales nacieron las palabras y se nutrió la visión de un lugar entrañable, la de una región, la de un país desasosegado y la de un mundo en el que laten las contradicciones, las dicotomías y las dualidades "funestas". En este ensayo justo y admirativo, Torres Córdova rescata un jubiloso momento de la vida y la obra de López Velarde. Aquel en el que recoge el mejor de sus frutos: el de "vivir en el cogollo de cada minuto". Lo más horroroso es que la belleza no sólo es aterradora, sino también misteriosa. Dios y el Diablo luchan en ella y su campo de batalla es el corazón del hombre. Pero el corazón del hombre sólo de su dolor quiere hablar.
F. Dostoievski
El poeta habla en el umbral del ser.
Gaston Bachelard


Una casa, una iglesia, un paisaje terrenal. Un mundo se construye con estas imágenes; son el espacio y la materia que dan resonancia y paso a la expresión del conflicto irresoluble que López Velarde vive. La casa de la infancia entre cuyos muros recupera el antiguo sosiego de su alma, de pronto se erotiza y lo expulsa; la iglesia que lo recibe y lo consuela alberga una atmósfera que seduciéndolo también lo atrofia, y la tierra, sustancia de la divina fertilidad de la naturaleza, la provincia y el primer amor, se convierte en una gigantesca tumba que espera paciente la caída de los hombres; es la aridez del exilio permanente. La imaginación recorre sus dominios, el poeta busca la expresión de un mundo con obsesiva precisión y descubre, a un tiempo vencedor y vencido, que no hay en ese mundo seres ni cosas de una sola pieza: el universo entero sobre el que extiende su mirada es ambivalente y en su seno hay una ruptura entre cuyos bordes las fuerzas que lo componen entran en pugna, se mezclan y se fugan. Esta es la condición evidente y sin embargo intolerable que imprime en el espíritu de López Velarde el sentimiento trágico de la vida; ese minuto crucial en que confluyen las fuerzas opuestas y a pesar de todo coexistentes que formándolo lo escinden, minuto luminoso y terrible que le revela la fórmula de su existencia: oscilación inexorable, deambular eterno entre las extremas fronteras de su mundo, solo, en zozobra perpetua.

Y sin embargo, sobrevive. La palabra es la tortura pero también el milagro. En la expresión de su ambigüedad López Velarde se sumerge completamente en la angustia que implica, pero también la trasciende. Y es que ante la incontenible influencia que sobre él ejercen las dos fuerzas que componen su universo, en lugar de negarlas las rastrea con minuciosa sinceridad. Para el alma convulsa y enamorada de López Velarde esta es la única alternativa a seguir para no caer en la parálisis o la locura que acechan a toda alma ambigua que se reconozca como tal. En la palabra y con la palabra se acerca a sí mismo y puede entonces recorrer todos los senderos que en su espíritu unen la santidad con el asco; la belleza con el horror. Realidad y poesía son así un mismo aliento, una misma fuente de sentido, un mismo anhelo:

Yo anhelo expulsar de mí cualquier palabra, cualquier sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos. Y si me urge desterrar el más borroso vestigio de cosas extrañas a mis sustancias, es porque en mi alma convulsa hay una urgencia de danza religiosa y voluptuosa de un rito asiático. Y la danzante no abatirá sobre mis labios su desnudez ni su frenesí mientras me oiga mascullar una sílaba ociosa.
Expresión de un drama, pero al fin expresión enamorada. La palabra es la vida y el compromiso con ella. La urgencia, en consecuencia insoslayable, consiste en acariciar la belleza y el horror de la existencia, la voluptuosidad y la devoción de cuyo misterioso enlace emerge el hechizo de la vida, su frenética sensualidad, su peso formidable. Y para López Velarde lo que está en constante combustión en sus huesos, lo que no es ajeno a sus sustancias, es el valor de la perdida infancia en el vetusto caserón de los abuelos, las calles empedradas del pueblo natal, la parroquia austera, lúgubre e inquietante, el pardo perfil de las montañas a cuyo amparo vivía y moría aquella intocada e intocable mujer fuerte, la tierra fúnebre, en fin, el amor, la religión, la muerte. Entrar en esas imágenes es descubrir la intimidad de López Velarde y, sólo desde ahí, atender a la más pura y destilada expresión de su dolor nacido de la trayectoria que sigue el péndulo de su alma, campo de batalla de dos fuerzas ante las que no tiene defensa y que lo deslumbran por igual: la luz y las tinieblas. Por eso, en uno de sus poemas más importantes, resumiendo con un solo trazo todo su universo, nos dice:
Mi única virtud es sentirme desollado
En el templo y la calle, en la alcoba y el prado
Ante el mundo como ante sí mismo el conflicto que lo atormenta no tiene solución. Pero, a estas alturas, ¿se trata de darle solución? No. Es evidente que para López Velarde eso es imposible, pues en rigor lograrlo significaría mutilarse y generar así su total destrucción. Se trata más bien, y por doloroso que resulte, de vivir el conflicto con sensualidad y lucidez idénticas: esa es la virtud; el más claro de sus signos vitales ahí donde todo lo desuella, donde todo lo que ve y lo que toca lo conduce a la zozobra. Así, con sinceridad temeraria López Velarde describe (en realidad, acaricia) los más sutiles matices de su condición ambigua, y eso, que es lo que lo desgarra, también es su tabla de salvación. Y es que lo que más importa no es ya la vivencia de la lucha entre el bien y el mal sino el conocimiento de sí mismo que de ella obtiene. Asimilar ese conocimiento, sobrevivir a la carga de su peso sin enloquecer o claudicar es el compromiso; es lo que confiere sentido a la vida y otorga identidad al poeta y para ello el único instrumento es la palabra. Y es con la palabra que desciende a lo profundo de su tristeza para descubrirla en una imagen tan sencilla y a la vez tan descarnada como esta:
Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Placer, amor, dolor... todo le es ultraje
y estimula su cruel carrera logarítmica
sus ávidas mareas y su eterno oleaje.
En el diálogo consigo mismo, lleno de sencillo e irremediable desconsuelo, el poeta descubre su intimidad secreta. Pero la evidente fatalidad del descubrimiento no dirime la lealtad. Lealtad a sí mismo; apego incondicional, diríase desmesurado, a todo aquello que lo forma, que provoca la combustión de sus huesos y que exige la expulsión de cualquier palabra o sílaba ociosa.

Y sin embargo, nunca es suficiente. El péndulo continúa su oscilación y en cada ciclo el poeta descubre nuevos matices, rasgos más sutiles en el caleidoscopio de su vida interior cuya expresión es urgente, y entonces nos vuelve a decir:

Mi sufrimiento es como un gravamen
de rencor y mi dicha como cera
que se derrite siempre en jubileos
y hasta mi mismo amor es como un tósigo
que en la raíz del corazón prospera.
No hay máscaras, no hay ocultamiento ni tampoco excesos de retórica. No puede haberlos. De la sinceridad de la expresión, de su obsesiva precisión, depende la supervivencia del espíritu. Porque en realidad para López Velarde no sólo se trata de "confesar" el dolor sino de habitarlo, de convertirse en él y ocupar todo su espacio. Es la imperiosa necesidad de quien sabe que su vida consiste en ser el mal que lo consume. Ser dueño de la propia enfermedad, hacer de todos y cada uno de sus síntomas una fuente de conocimiento y un acto de sensualidad, he ahí el proyecto. Ser plena y libremente la ambigüedad; la pasión y la fe diluidas en la misma sangre y cundiendo, siempre ahí, siempre en movimiento. He aquí una muestra más de ese anhelo:
encima
de la huesa y del nido
la lágrima salobre que he bebido
- - - - - - - - - - -
lágrima en cuya gloria se refracta
el iris fiel de mi pasión exacta;
lágrima en que navegan sin pendones
los mástiles de las consternaciones;
lágrima con que quiso
mi gratitud salar el Paraíso;
lágrima mía, en ti me encerraría,
debajo de un deleite sepulcral,
como un vigía
en su salobre y mórbido fanal.
Sin embargo, semejante anhelo jamás se cumple cabalmente. La vida parece ir siempre un paso más adelante y prever con maligno acierto los esfuerzos del hombre por alcanzarla. A pesar del conocimiento que el poeta posee de sí mismo y de lo depurado de su expresión, hay algo que siempre falta, que le impide la certeza y la plenitud de ser lo que es. En este sentido –y López Velarde lo sabe–, el encierro de esa lágrima "debajo de un deleite sepulcral" es inalcanzable, despiadadamente inalcanzable; y en ese hecho, que hace del hombre un ser inacabado, es decir, condenado a la búsqueda de sí mismo, media un enigma, un vacío. Y el enigma no toca el territorio de los hombres; es su horizonte, su misteriosa fuente de movimiento espiritual. Pero la imaginación, otra vez –en los cuatro últimos versos del poema citado–, da cuenta incluso de aquello que se le escapa, de aquello que el hombre quiere ser y sabe que no puede. Ante esa imposibilidad que no anula la búsqueda emerge entonces una violenta y descarnada conciencia de la vida desde la cual el poeta, desesperado, eleva su voz valiente, vigorosa y sin embargo impotente. En franca confrontación con su propia alma, acaso en el límite de su resistencia, oímos que exclama:
¿En qué comulgatorio secreto hay que llorar?
¿Qué brújula se imanta de mi sino? ¿Qué par 
de trenzas destronadas se me ofrecen por hijas?
¿Qué lecho esquimal pide tibieza en su tramonto?
Ánima adoratriz: a la hora que elijas
para ensalzar tus fieles granadas, estoy pronto.

Mas será con el cálculo de una amena medida:
que se acaben a un tiempo el arrobo y la vida
y que del vino fausto no quedando en la mesa
ni la hez de una hez, se derrumbe en la huesa
el burlesco legado de una estéril pavesa.

Se ha llegado al límite. Nada ni nadie responde a las preguntas que en evidente estado de emergencia hace el poeta. Sin embargo, el silencio es elocuente: es la violencia de la vida, la violencia de sentirse vivo y siempre inacabado, a punto de caer y todavía, ¡siempre!, en pie. El poeta habla con la seguridad de quien sabe que ya nada tiene que perder porque ya lo ha dado todo, o que, en su caso, está dispuesto a perderse a sí mismo como un último acto de fidelidad a aquello que lo condujo a este punto. Es el umbral y en él la conciencia del mundo y de la propia vida es simultáneamente hermosa y terrible. Para un hombre que ha alcanzado semejante sabiduría la suave continuidad de la vida de la que aparentemente goza el resto de los mortales, aparece como un engaño pueril. Y no hay olvido, no hay camino de regreso, no hay forma de ser, nuevamente, "la frente limpia y bárbara del niño"; pero tampoco nada borra el resplandor de haberlo sido... En ese orden cada instante que transcurre pone en juego todos y cada uno de los elementos que constituyen del universo del poeta y, por eso, la voz de ese instante es la voz de la asfixia, de la zozobra, y también su fruto más puro:
Uno es mi fruto
vivir en el cogollo
de cada minuto
¿Y no es este el fruto que cosecha todo hombre verdaderamente enamorado? Enamorado del Amor, de la vida misma y de las imágenes que la visten y desnudan; enamorado del placer y del dolor que no puede dejar de experimentar en todo lo que hace o toca y que le impone esa condición de emergencia en la que ha de vivir siempre amenazado por el inminente naufragio de su espíritu. Y López Velarde no se detiene; busca beber hasta las heces el destilado licor que ofrece ese minuto tenso en que se le ha convertido la existencia; busca humedecer sus labios con los labios de la amada que agoniza cuando, en "Hormigas", le pide, casi le suplica:
 
Antes de que tus labios mueran, para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como perfume y pan y tósigo y cauterio


Aquí y ahora. Se trata del beso más espiritual y más lúbrico; el beso que une a los amantes más rabiosos y más fieles, el bien y el mal, la vida y la muerte, en una enigmática solución que para López Velarde se condensa en la Mujer. En Ella encuentra a Dios; por Ella lo pierde; es la Creación divina y la irresistible seducción de la carne que es

como brincó de los dedos divinos:
religiosa, frenética y descalza.
La carne. En la mujer es el misterio de la Creación pero también su abismo. Ante ella el poeta pierde pisada; es ella, la Mujer-carne, lo que le ha dado a conocer el Paraíso y lo que lo expulsa de él condenándolo al destierro, al doloroso destierro de ser hombre sin saber ya dónde empieza el bien y dónde el mal. Por eso, como afirma Sergio Fernández, la mujer, una y todas a la vez, hermana, hija y madre; amante y amada, es todo, es el mundo y, un paso más allá, la cristalización del temperamento esencial del poeta: ese erotismo exacerbado, esa apabullante sensualidad con la que se entrega a la vida en un acto a la vez lúcido y delirante que, paradójicamente, dada la ruptura que implica, condensa su ser, y dice:
Claroscuro de noche y de día;
corazón y cabeza y hombría,
los tres nudos que tiene mi ser
a la buena y la mala mujer.
Así, la visión lopezvelardiana del mundo encuentra en la mujer su realidad y su imagen más completa. La provincia, el valor onírico de la casa y la iglesia del pueblo natal, la fertilidad de la tierra, su fúnebre amenaza, todo está tamizado por ese ser cuya presencia espiritual y carnal es tan contundente que hace del poeta un idólatra y un "enfermo de lo absoluto". Y, claro está, ella es inalcanzable; es "el misterio encarnado" que palpita en todas partes y se conserva siempre impenetrable. A lo largo de su obra, más que desentrañar el misterio, López Velarde buscará expresar su inquietante belleza. Quiere rodearlo con un abrazo cordial; quiere empaparse de él, no dilucidarlo sometiéndolo y sometiéndose a un detallado análisis que a la postre le resultaría estéril, acaso inhumano; porque lo humano en López Velarde, ahí donde puede palparse el drama de su existencia, es precisamente la devoción voluptuosa, calcinante, que le provoca ese misterio. No. Lo que desea con imperativa urgencia es habitar la convulsa gama de imágenes y sentimientos que le provoca la Mujer y que en él son su impulso vital, su presencia en el mundo, y su tan clara conciencia de la muerte; aquello que lo arranca del mundo y lo deja solo, completamente solo. Y esa soledad, que tanto lo expone, le confiere su particularísima voz de hombre enamorado que no cesa nunca –no puede, no quiere– de cantar su angustia. Es el canto, la poesía misma, lo que lo salva, lo que hace de su vida una pasión hermana gemela de su pasión amorosa desde donde exclama:
La redondez de la Creación atrueno
cortejando a las hembras y a las cosas
con clamor pagano y nazareno
¡Oh, Psiquis, oh mi alma: suena a son
moderno, a son de selva, a son de orgía
y a son mariano, el son del corazón!
¿Quién si no un enamorado enfermo de lo absoluto puede perturbar con su clamor ambiguo el orden de la Creación? ¿Quién sino sólo el poseedor de un corazón tan amplio, ambicioso y a la vez tan irritantemente concentrado en sí mismo, cuya pulsación es un estruendo y un íntimo susurro? La existencia, realidad e imagen, para López Velarde es finalmente un incesante cortejo del que sabe que no obtendrá nada que en verdad colme su sed, interrumpa su zozobra o lo conduzca a esa plenitud del ser que como pocos hombres busca con denodada sinceridad. Pero no puede detenerse y la meta se convierte en el camino a lo largo del cual a nada se niega, ni siquiera a la severa conciencia de saberse
…colgado en la infinita
agilidad del éter, como
de un hilo escuálido de seda.
O bien, de ser
...un harem y un hospital
colgados juntos de un ensueño
Permanecer, y además llenar con la palabra esa permanencia constantemente en vilo en el mundo y en sí mismo, a pesar del dolor que le impone, es su acto de sensualidad más elevado y más puro, su metafísica, su fe, que es, desde el principio y siempre, su fe en sí mismo, y dice:
Si digo carne o espíritu
paréceme que el diablo
se ríe del vocablo;
mas nunca vaciló
mi fe si dije "yo"
Él, que vivió entre demonios sarcásticos y ángeles misteriosamente sexuados sin ocultarse a ninguno de ellos, capaz de la ironía y de la severidad ante sí mismo, es, al final, el hijo de su propio corazón; corazón en cuyo borde carnal y rojo empieza la vasta zona del silencio humano, ahí hacia donde tienden la palabra y la imagen y donde todo hombre es santo, y la soledad, la amplia soledad del universo, se conmueve con el eco de sus pasos una noche cualquiera al cruzar, acaso por azar, la palpitante quietud de un cementerio que le devuelve en resonancia el enigma del destino humano:
 
Oigo el eco de mis pasos con la resonancia
de los de un trasnochador que camina por un cementerio...