Jornada Semanal, 1 de julio del 2001

EDUARDO HURTADO, POETA EN LA CIUDAD (I)

Un colibrí levanta y sostiene el vuelo en los poemas que inician la andadura de Sol de nadie, poesía reunida de Eduardo Hurtado. El hermoso ser alado tiene en esos primeros poemas una presencia ambivalente, pues es, a veces, un “olvidado del alba, pionero de regiones poco amadas”. Sin embargo, siempre canta para el poeta y su voz, al igual que la de otro pequeño ser de los jardines, el caracol, sigue creciendo. Tal vez, como la poesía de Eduardo, mantenga un crecimiento sostenido y se dirija con vuelo seguro y con bien meditada parsimonia hacía la mansión del dios azul, “único juez del singular combate”.

En 1985, Eduardo Hurtado publicó un libro, Rastro del desmemoriado, en el cual una notable madurez formal daba sustento a una temática innovadora y llena de una carga vital tan poderosa que convertía en método de trabajo el verso de Sandburg utilizado como epígrafe: “Poetry is the synthesis of hyacinths and biscuits.” Recorren este libro un cauteloso entusiasmo por los “alimentos terrenales” y una serie de reflexiones sobre la razón del quehacer poético y los misterios de la palabra escrita: “Una pausa menor. Me mataría. El tiempo de una coma me da miedo.” Y también está el mar que es una presencia serena y, al mismo tiempo, muda ante nuestras preguntas, cerrada “como un párpado”. En este libro, Hurtado se reconoce como urbanita convicto, confeso y capaz de trasponer los umbrales subrepticia y mágicamente. La enorme ciudad, los pasillos de sus hoteles, las cantinas que reúnen angustia y gozo, las madrugadas turbias en el “inmundo cuarto” y todos los “ludibrios cotidianos” que incluyen el desasosiego del “trajinar doméstico” y “la gracia del deseo”, pasan por las páginas del libro y levantan la frágil arquitectura de una teoría de la ciudad con sus amores plácidos y turbios, sus atardecidas asombrosas, su estruendo nocturno y sus dolorosas madrugadas. Una ternura mayor describe a la novia vista tras la ventana. Este formidable poema gira en torno a los ritos, sus grandezas, miserias y a las “manos domésticas que ciñen el vestido”, mientras el muro queda desprovisto de adornos y la realidad cotidiana asoma sus premoniciones de cuerpos ateridos y débiles soles.

Tiene Eduardo Hurtado un respeto por la metáfora que da a su poesía una rara contención y una manera precisa de expresar las emociones, de dar testimonio de los deslumbramientos, de encomiar la constante originalidad del mundo o de lamentar las penas, agravios y humillaciones derivados de la condición humana. El poema que dedica a un amigo suicida es un buen ejemplo de esa compleja dialéctica que oscila entre la alegría candorosa y la más refinadamente cruel forma de la destrucción: “Esa erección final y las moscas prendidas al fundillo de tus livais de pana (que ayunaste dos días nadie dijo...)”

El hombre de todos los días, sus “grandes esperanzas”, sus escapatorias de lo terriblemente concreto, sus goces e infortunios son la substancia de la segunda parte del Rastro del desmemoriado que, para lograr una precisión mayor, lleva un epígrafe de Cesare Pavese, el poeta del “oficio de vivir”, en el cual habla de nuestra manera de presentir las “profundidades funcionales” del espíritu, cuando “nos hallamos en desequilibrio”. La segunda parte de este libro contiene una contrastada reflexión sobre el amor, el cuerpo y su fragilidad, el placer en compañía o en soledad y los fracasos representados por esa desmemoria que cunde por nuestros miembros.

De la poesía anglosajona ha tomado Eduardo el tono intimista y coloquial que lo libra de las caudalosas elocuencias características de algunos poetas de su generación. Por otra parte, su buen oído y su sentido del ritmo lo ubican en las mejores regiones de la poesía actual en lengua castellana. Y digo esto por la sencilla razón de que algunos poetas que rondan el medio siglo y otros más jóvenes dan la impresión de haber traducido sus poemas de otros idiomas y disfrazan esta tendencia con pretensiones de cosmopolitismo o de menosprecio a las formas “facilonas”.

Todos los sentidos (prevalece el olfato) se ponen en juego para hacer la evocación del Hotel Pescaditos. Habiendo renunciado a todos los propósitos, la única verdad viva es la de la carne y sus contactos y deleites. El estruendo de la vida se interpone y el momento de las intensas humedades desaparece. En su lugar queda el cuarto abandonado y convertido en “sitio del desastre”, en ese “campo de matanza” del cual habla Manuel José Othón en el “Idilio Salvaje”. En este mismo libro, el autor nos presenta un momento de su infierno personal: “Mejor un té de nervios. Ya tanto alcohol fermenta claridades: trepan incontenibles como eructos...” Logró alcanzar la otra orilla e instalarse en otra claridad, tal vez asediada, pero ya dueña de la voluntad de acercarse a la única sed verdadera, que es la de vivir, la de apurar los momentos de placer siempre inédito y de cultivar las tristes lealtades que reconfortan.

(Continuará.)
 


Hugo Gutiérrez Vega