LUNES Ť 11 Ť JUNIO Ť 2001

Annie Ernaux

El acontecimiento

En 1963, Annie Ernaux abortó clandestinamente en París. Con prosa dura, elegante literatura "en contra de la injusticia social, las diferencias de clase, y la injusticia en las relaciones entre hombres y mujeres", narra su propia experiencia en la novela L'evénement (Editions Gallimard, 2000) traducida por Tusquets Editores, literalmente, como El acontecimiento. Annie Ernaux nació en 1940 en Lille-Bonne, una pequeña ciudad de Normandía. En 1984 obtuvo el Prix Renaudot por La Place. Es autora también de Pura pasión y La vergüenza. En El acontecimiento se reflejan las convicciones y certezas de esta escritora, entre ellas las diferencias entre ''lo femenino erótico, lo femenino sexual y el sexo de la mujer como un lugar de reproducción. Después de 1975 y de la Ley Veil, tendemos a hacer del aborto un acto estrictamente médico". La indefensión de la mujer frente a la intolerancia en cuanto al asunto del aborto queda manifiesta en este libro. El tema del aborto, por cierto, sigue siendo un gran pendiente en México. Con autorización de Tusquets, ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de El acontecimiento, de Annie Ernaux, libro que a partir de esta semana circulará en las librerías mexicanas.

Aquella tarde ponían El acorazado Potemkin en el cine-club de la Faluche. Fui con O. Unos dolores a los que antes no había prestado atención me contrajeron a intervalos el vientre. A cada contracción, miraba fijamente la pantalla conteniendo la respiración. Los intervalos se acortaban. Ya no podía seguir la película. Un enorme trozo de carne lleno de gusanos y suspendido de un gancho apareció en la pantalla. Es la última imagen que conservo de la película. Me levanté y corrí a la residencia universitaria. Me acosté y me agarré a la cabecera de la cama, intentando ahogar los gritos. Vomité. Más tarde, entró O. La película había acabado. Se sentó junto a mí sin saber qué hacer; me aconsejó que respirara como las mujeres en los partos sin dolor, como un perrito. Sólo podía jadear entre contracción y contracción, y éstas no cesaban. Era más de medianoche. O. se fue a acostar diciéndome que la llamara si la necesitaba. Ni la una ni la otra sabíamos qué iba a pasar a continuación.

Sentí unas violentas ganas de hacer caca. Corrí a los servicios, al otro lado del pasillo, y me puse de cuclillas delante del retrete, frente a la puerta. Veía los baldosines entre mis muslos. Empujaba con todas mis fuerzas. Salió como si fuera una granada, con una salpicadura de agua que llegó hasta la puerta. Vi un muñequito colgando de mi sexo al final de un cordón rojizo. Nunca hubiera imaginado que pudiera tener aquello dentro de mí. Tuve que andar con él hasta mi habitación. Lo tomé en la mano -pesaba extrañamente- y avancé por el pasillo apretándolo entre mis muslos. Yo era como un animal.

La puerta de O. estaba entreabierta. Vi que tenía la luz encendida. La llamé suavemente y le dije: "Ya está".

el  ACONTECIMIENTONos encontramos las dos en mi habitación. Yo sentada en la cama con el feto entre las piernas. No sabemos qué hacer. Le digo a O. que hay que cortar el cordón. Toma unas tijeras, no sabemos por qué lugar hay que cortar, pero lo hace. Miramos el feto. Tiene un cuerpo minúsculo y una gran cabeza. Bajo los parados transparentes, los ojos parecen dos manchas azules. Parece una muñeca india. Le miramos el sexo. Nos parece ver el comienzo de un pene. Así que he sido capaz de fabricar esto. O. se sienta en el taburete. Llora. Lloramos en silencio. Es una escena sin nombre en la que la vida y la muerte se dan la mano. Es una escena de sacrificio.

No sabemos qué hacer con el feto. O. va a buscar a su dormitorio una bolsa de galletas vacía y lo meto dentro. Voy hasta el cuarto de baño con la bolsa. Pesa como si llevara una piedra dentro. Vuelco la bolsa encima del retrete. Tiro de la cadena.

En Japón, los abortos reciben el nombre de "misuko", los niños del agua.

Los gestos de aquella noche surgieron de forma automática. En aquel momento eran los únicos que podían hacerse.

Por sus creencias y su ideal burgués de vida, O. no estaba preparada para cortar el cordón de un feto de tres meses. A estas alturas quizá recuerde aquel episodio como un desorden inexplicable, como una anomalía en su vida. Quizá condene a los abortistas. Pero fue ella, cuya carita crispada y llena de lágrimas aún me parece estar viendo, sólo ella, quien estuvo a mi lado aquella noche, improvisando el papel de comadrona, en la habitación 17 de la residencia universitaria.

Empecé a perder sangre. Al principio no hice caso, porque pensé que todo había acabado. La sangre brotaba de forma irregular del cordón cortado. Estaba tendida en la cama sin moverme y O. me pasaba toallas de baño que se empapaban rápidamente. No quería ver a ningún médico, hasta el momento me las había arreglado sin ellos. Quise levantarme, sólo vi centelleos. Pensé que iba a morirme de una hemorragia. Grité a O. que necesitaba un doctor de inmediato. Bajó a llamar al portero. No respondía. Después se oyeron voces. Estaba segura de haber perdido demasiada sangre.

Con la entrada en escena del médico de guardia comienza la segunda parte de la noche. De ser una experiencia pura de vida y muerte, se convirtió en una de exposición y juicio.

Se sentó en mi cama y, agarrándome por la barbilla, me pregunto: "¿Por qué lo has hecho? ¿Cómo lo has hecho? ¡Responde!". Me miraba fijamente con los ojos brillantes. Le supliqué que no me dejara morir. "¡Mírame! ¡Júrame que no volverás a hacerlo nunca más!". Debido a su mirada enloquecida, pensé que sería capaz de dejarme morir si no lo juraba. Sacó su talonario de recetas y me dijo: "Irás al Hospital Dieu". Repuse que prefería ir a una clínica. Repitió con firmeza: "al Hospital Dieu", haciéndome ver que aquél era el único lugar al que una chica como yo podía ir. Me pidió que le pagara la visita. No podía levantarme. Abrió el cajón de mi escritorio y tomó el dinero de mi monedero.

(Acabo de encontrar entre mis papeles esta escena, escrita ya hace varios meses. Me doy cuenta de que ya entonces empleé las mismas palabras que he utilizado ahora "era capaz de dejarme morir", etcétera. También aparecen las mismas comparaciones que siguen viniéndome a la cabeza cada vez que pienso en el momento en que aborté en los servicios: para mí fue como la caída de un obús o de una granada, o como la espita de un tonel que salta. Esta imposibilidad de decir las cosas con otras palabras, esta unión definitiva de la realidad pasada y una imagen que excluye a todas las demás, me parece la prueba de que fue realmente así como viví el acontecimiento.)

Me bajaron de la habitación en camilla. Lo veía todo borroso, no llevaba las gafas puestas. Los antibióticos, la sangre fría de la primera parte de la noche no habían servido para nada; al final había acabado en el hospital. Tenía la sensación de haber actuado bien hasta la hemorragia. Intentaba saber qué era lo que había hecho mal. Probablemente no deberíamos haber cortado el cordón. Ya no controlaba nada.

(Siento que ocurrirá lo mismo cuando este libro esté acabado. Mi determinación, mis esfuerzos, todo este trabajo secreto, incluso clandestino, en la medida en que nadie sospecha lo que estoy escribiendo, desaparecerán de pronto. No tendré ningún poder sobre mi texto, que será expuesto como mi cuerpo en el hospital.)

Me colocaron en una cama con ruedas en el hall, frente al ascensor, en medio de las ideas y venidas de la gente. Nadie venía por mí. Llegó una joven con un vientre enorme, acompañada por otra mujer que debía de ser su madre. Dijo que iba a dar a luz. La enfermera le regañó, le contestó que todavía le faltaba mucho. La chica quería quedarse. Se produjo una discusión y la chica volvió a irse con su acompañante. La enfermera alzó los hombros y exclamó: "¡Nos la lleva jugando desde hace quince días!". Comprendí que se trataba de una chica de unos veinte años, sin marido. Había decidido tener el niño, pero no la trataban mejor que a mí. La joven que había abortado y la madre soltera de uno de los barrios pobres de Ruán nos encontrábamos en la misma situación. Quizás a ella la despreciaran todavía más que a mí.

Recuerdo la sala de operaciones: me encontraba desnuda bajo una luz violenta, con las piernas abiertas y los pies sujetos con unas correas. No comprendía por qué me tenían que operar si ya no había nada que sacarme del vientre. Supliqué al joven cirujano que me dijera lo que iba a hacerme. De pie, delante de mis muslos separados, gritó: "¡Yo no soy el fontanero!". Son las últimas palabras que escuché antes de caer bajo los efectos de la anestesia.

("¡No soy el fontanero!" Esta frase, como todas aquellas que jalonaron el acontecimiento, frases muy comunes, proferidas por gente que las decía sin reflexionar, continúa produciendo en mi interior el mismo efecto que el estallido de una bomba. Ni el hecho de repetírmela a mí misma una y otra vez ni el intentar comprenderla por medio de un comentario socio-político pueden atenuar su violencia. Era una frase que no me esperaba. Me parece estar viendo a un hombre con guantes de goma y vestido de blanco que me vapulea mientras me grita: "¡Yo no soy el fontanero!". Y esta frase, que quizá le inspiró un sketch de Fernand Raynaud que entonces hacía reír a toda Francia, continúa jerarquizando el mundo en mi interior, separando a garrotazos a los médicos de los obreros y de las mujeres que abortan, a los dominantes de los dominados.)

Me desperté en mitad de la noche. Una mujer entró en mi habitación y me gritó que me callara de una vez. Le pregunté si me habían quitado los ovarios. Me tranquilizó con brutalidad contestándome que sólo me habían hecho un raspado. Estaba sola en la habitación, vestida con un camisón del hospital. Oía el llanto de un niño. Mi vientre era como una especie de recipiente flácido.

Entonces supe que, durante la noche, había perdido el cuerpo que había tenido desde la adolescencia, con su sexo vivo y secreto. Aquel sexo que había absorbido el sexo de un hombre sin cambiar, haciéndose todavía más vivo y secreto. Ahora tenía un sexo expuesto, descuartizo, un vientre rascado, abierto al exterior. Un cuerpo parecido al de mi madre.

Miré la hoja colgada a los pies de la cama. En ella aparecía escrito: "Utero grávido". Era la primera vez que leía esa palabra: "grávido". Me desagradaba. Al acordarme de la palabra latina ?gravidus, pesado? comprendí su significado. No entendía por qué la habían escrito si yo no estaba embarazada. Así pues, no querían decir lo que me había pasado.