Jornada Semanal,  10 de junio del 2001 
 Víctor Jiménez

Borrar la memoria 

Víctor Jiménez reúne en este ensayo a Sicilia, México, el Reino de Nápoles y las dos Sicilias, Francesco, el último y diminuto reyecito de Nápoles al cual Garibaldi y sus mil camisas rojas le tronaron los dedos en Palermo; la Santa Inquisición (un muy reciente arzobispo poblano se quejó, en una tenebrosa homilía, de la “culpable debilidad del Concilio de Trento”); Oaxaca, el inquisidor Sariñana, otros inquisidores novohispanos y, fundamentalmente, la novela de Sciascia Muerte del inquisidor. De este maremágnum brota un ensayo que, a nuestro entender, debe ser visto con cuidado por la nueva inquisición. Nos apena pensar en Víctor con hopa y capirote.

No puede un mexicano leer a Sciascia sin pensar cada dos o tres páginas que este autor se está refiriendo a nuestro país. Tanto que terminamos por suponer que Sicilia y México deben ser lugares muy parecidos. Y sí, ambos estuvieron bajo el dominio español durante siglos, en los que arraigaron una religiosidad y cierta manera de hacer política y negocios... Pero también existen notables diferencias: Sicilia no era previamente tan distinta de España; México, en cambio, era casi otro planeta, de mucho menor poderío bélico, por cierto: sería arrasado hasta los cimientos, y su memoria no quedaría al margen de esa operación. Porque al leer la historiografía oficial mexicana sobre el periodo colonial no podemos menos que recordar a ese personaje de Sciascia, el abad Giuseppe Vella, quien reescribió –inventó– una historia de la conquista árabe de Sicilia muy conveniente a los intereses del virrey español de la época. Hay que recordar, desde luego, que también pertenecían al clero muchos de los autores que inspiran a tantos de nuestros historiadores. Así, es común leer en México que sí, lamentablemente ocurrieron cosas horribles durante el tiempo en que los españoles extendían a sangre y fuego su imperio americano, pero que no debemos olvidar que en España, además del encomendero, se embarcaba también rumbo a América el defensor de los derechos humanos. Aunque, como señaló Urs Bitterli, “la crítica a tan brutal política expansionista, tal cual la expusiera sobre todo Las Casas, llegó tardíamente y representó un polémico ajuste de cuentas con las atrocidades de un régimen de terror que, sólidamente instalado, nada tenía ya que temer de semejante crítica”.

Cuando leí Muerte del inquisidor, de Sciascia, advertí que nadie había intentado una lectura semejante a la suya –sin piedad– de la Inquisición española en México. Lo que yo conocía terminaba casi siempre por apelar a la comprensión de tan benemérita institución, que nunca tuvo como víctimas, por fortuna, a los nativos mexicanos... Pero una investigación que inicié hacia 1990 me permitió verla con otros ojos. Revisé los expedientes del Archivo General de la Nación y leí a algunos autores –aparte de Sciascia–, como Richard Greenleaf. Éste se refiere, por ejemplo, a una carta que el segundo arzobispo de México, Montúfar (dominico “vocado a la intolerancia persecutoria”, dice Edmundo O’Gorman, e inventor, para él, de la historia de la aparición de la Virgen de Guadalupe), dirige al rey de España para ilustrarlo sobre algunas prácticas de los franciscanos: “Hacía unos tres meses un fraile había montado un aparato inquisitorial con la esperanza de atemorizar a unos indios herejes. Ató a cuatro indígenas a unos postes situados en la plaza y colocó una gran cantidad de leña alrededor de ellos. Se encendió una hoguera y el viento sopló sin control, muriendo quemados dos de los indígenas; los otros dos sufrieron graves heridas antes de que pudieran ser liberados de los postes. Otro fraile sometió a un indígena a la tortura, y le dijo que lo torturaría de nuevo al día siguiente si no confesaba. Cuando el carcelero llegó a la celda al día siguiente descubrió que el indígena se había ahorcado para escapar de la tortura que le esperaba.”

Un dominico ahora, Bernardo Alburquerque, segundo obispo de Oaxaca por recomendación del mismísimo Bartolomé de Las Casas, supervisó una representación narrada casi con idénticas palabras: un fraile había aprehendido a nueve sacerdotes zapotecos y convocado a una multitud. Ataviados con el conocido gorro cónico (coroza), “sacaron a los presos, leyóseles la sentencia capital, y puestos ya en el ecúleo, o brasero, se puso el siervo de Dios a predicarles [...] y estando diciendo Exurge, Domine, iudica causam tuam, levantados al cielo los ojos, en esto se prendió el fuego en la leña [...] y se levantó de repente tan poderoso viento que la encendió en [...] un instante, y [...] embistió contra el principal idólatra, con tanta fuerza que [...] en menos de un cuarto de hora lo convirtió en cenizas”. El autor de esta descripción, el también inquisidor Francisco Burgoa, del siglo xvii, no aclara que el salmo Exurge, Domine... era el lema de la Inquisición en México. Pero, como dijo Marc Bloch, “a medida que la historia fue llevada a hacer un uso cada vez más frecuente de los testimonios involuntarios, dejó de limitarse a evaluar las afirmaciones explícitas de los documentos. También tuvo que arrebatarles la información que no tenían intención de proporcionarle”. Y no hay quizás mejores palabras que éstas para describir la lectura que hacía Sciascia de los expedientes históricos o judiciales que pasaban por sus manos.

Recogió Burgoa, asimismo, la más célebre puesta en escena de Alburquerque, que tuvo como actores a los últimos seis sacerdotes zapotecos de Mitla: “Reservando la sentencia para un día solemne, los sacaron a la iglesia a oírla, saliendo con el traje e insignias de reos de aquella especie, con sogas, corozas, velas y azotes por las calles, que el juez secular relajado les mandó ejecutar.” Un clérigo oaxaqueño del siglo xix, refiriéndose al mismo episodio, aclara lo que Burgoa se reservó (Vicente Riva Palacio, primer historiador mexicano de la Inquisición, identificó ya la discreción de los inquisidores en esta materia): “Todos fueron ejecutados en solemne auto de fe, en que se presentaron con las insignias de los juzgados por el tribunal de la Inquisición.”

Se piensa en México que la Inquisición ocupa un lugar marginal en nuestra historia colonial, pero su posición no puede ser más conspicua: un término como evangelización es sólo su sinónimo más conocido. Tanta falta de claridad no es accidental: forma parte del mismo problema. Para usar una frase de Federico Campbell: “La Inquisición cancela la memoria. La borra.” Por ello la intención de Sciascia, al visitar las mazmorras de la Inquisición y rescatar la memoria de una de sus víctimas, su coterráneo Diego La Matina, es transparente. Agrega Campbell: “La escritura, en cambio, la escritura de Sciascia, la recupera.” Y no se trata, cuando habla Campbell de “borrar la memoria”, de una intención que atribuya gratuitamente a los inquisidores. Ellos la proclamaban de manera explícita, aunque Campbell aún no lo supiera. Otro inquisidor español activo en Oaxaca, Isidro Sariñana, constructor de una cárcel inquisitorial destinada al alojamiento perpetuo –y exclusivo– de ciertos nativos oaxaqueños, ya lo había dicho. Un colega suyo, Diego Villavicencio, incluyó sus palabras en un tratado inquisitorial publicado en 1692. Allí explica Sariñana la esencia de su trabajo: “Cuando dice el Señor que ha de destruir la idolatría dice también que ha de borrar los nombres de los ministros que la cuidan y falsos sacerdotes que la fomentan, dándonos a entender cuán eficaz medio para su extirpación es borrar la memoria de sus dogmatistas, maestros y sacerdotes; éstos son los que conservando libros y transfiriendo de padres a hijos los cuadernos de sus diabólicos ritos, en cuyos caracteres estudian la práctica de su perniciosa enseñanza, pasan a la posteridad las supersticiones de la gentilidad y cultos del demonio.”

Con su aproximación al estudio de la Inquisición, Sciascia permite al estudioso mexicano acercarse al tema sin la menor candidez, y encontrar que en México, de manera más acentuada que en Sicilia, la Inquisición tuvo una política de masas. No se trata, entre nosotros, de seguir las huellas de sólo una de las varias inquisiciones activas aquí durante el periodo colonial, entretenida con algunos casos marginales (había más de una Inquisición, como ahora ocurre con la policía), sino de otras Inquisiciones ad hoc, cuyo ejercicio competía a los frailes y obispos (por ejemplo, la llamada Inquisición Ordinaria) y se ocupaban únicamente de la población nativa. De manera masiva. Son la evangelización misma, como ya se ha dicho, pero vista ahora, finalmente, desde la recuperación de la memoria, y no desde la amnesia inducida por quienes redactaban la historia con una mano y atizaban la hoguera con la otra.