Jornada Semanal,  3 de junio del 2001 

 

Vicente Quirarte

Renato Leduc en su leyenda

El céntrico Bar Mancera, “tan pudoroso en sus virtudes públicas que no precisa de anuncio para que la calle se haga cómplice de las prácticas privadas que tienen lugar en su interior”, fue el lugar donde los bienquerientes de Renato Leduc se reunieron para homenajear –recordándolo, releyéndolo– al periodista, poeta, narrador y tantas otras cosas, de quien se acaba de publicar su Obra literaria. El bar, insigne en buena medida gracias a la asiduidad del bohemio Renato, se llenó por completo y ahí Vicente Quirarte leyó estas líneas cargadas de afecto y reconocimiento.
 

Para evocar a Renato Leduc, para marcar con piedra blanca su entrada en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, nos damos cita en un espacio que él supo consagrar en la práctica de su vida y en la de su escritura: la cantina como oasis, sendero para iluminados y perdidos. El significante se llama Bar Mancera, lugar para iniciados, tan pudoroso en sus virtudes públicas que no precisa de anuncio para que la calle se haga cómplice de las prácticas privadas que tienen lugar en su interior. Fondo es forma, y congregarnos en este espacio tradicional de la Ciudad de México, conservador y por lo mismo vanguardista, obliga a pensar en Leduc como el poeta que se empeñó en ser y como el poeta que ha llegado hasta nosotros. Lo más difícil para entrar en la escritura de un autor con leyenda es la armadura que el prestigio de los hechos coloca sobre la carne del texto. Lo más estimulante resulta examinar esa armadura y lo que está debajo de fulgores y blindajes.

Renato Leduc logró en vida lo que no consuman muchos de quienes hacen de la escritura combustible de su existencia diaria. Es un poeta que puede ser incluido igualmente en el Manual del declamador sin maestro y en una antología que dé testimonio de los cambios de temperatura de nuestra lírica. Uno de sus poemas que exigieron mayor virtuosismo formal, y cuyo tema es nada más y nada menos que el tiempo, se convirtió –a pesar suyo– en una canción que forma parte del patrimonio sentimental de México. La casa tlalpeña, o el espacio donde la leyenda dice que se levantó su casa natal, es actualmente ocupado por la cantina La Jalisciense, cuyas paredes resguardan fotografías y poemas de Leduc, así como de su amigo Armando Jiménez, ese gran estudioso del idioma y las entrañas urbanas que vive de su leyenda y de sus lectores. Paradójicamente, la indiscutible fama pública de Leduc, así como la imposibilidad de conseguir sus obras sueltas, había impedido una lectura integral de sus obsesiones. Ahora se subsana la carencia, con la publicación de un volumen profesionalmente editado y anotado por Edith Negrín y prologado por Carlos Monsiváis, nuestro cronista mayor. De tal modo Leduc se incorpora a la memoria histórica con los auspicios de la academia y con la conversación que con él establece la cultura popular o, para utilizar una expresión suya, la historia de lo inmediato.

Hablar del lugar que Renato Leduc ocupa en el espacio obliga a pensar en su sitio en el tiempo, su coordenada en la literatura mexicana, y la forma en que las 743 páginas de su Obra literaria se integran a la historia de la literatura, pero más ampliamente, más influyentemente, en la historia de las mentalidades. Leduc el memorioso, Leduc el circunstancial, es un testigo agudo de su tiempo, un azote constante contra el llamado buen gusto. Acierta Francisco Liguori cuando apunta que Leduc llega al mundo en 1897, año de la muerte de Guillermo Prieto. Como el romancero nacional, Leduc pone su pluma para registrar el instante que pasa, para hacer la antropología del café, la paráfrasis –irreverente y jocosa– de los clásicos o la historia de la Revolución Mexicana a través de un joven telegrafista. Cuando éramos menos es un libro hermano de Un niño de la Revolución Mexicana de Andrés Iduarte, en la medida en que Leduc revive con realismo y sentido del humor el estallido del movimiento y la modificación que trae en los hábitos y la educación sentimental de su adolescencia. Oscar Wilde decía que los poetas menores eran más interesantes que los mayores, porque los primeros dedican su energía a labrar su vida, aunque semejante hazaña vaya en detrimento de la obra. Ignoro si Leduc era consciente de esa fama. 

De los poemas de El aula, libro aparecido en 1929, a la Euclidiana de 1968, Leduc se afanó en ser el poeta que introducía continuamente la nota disonante, la palabrota precisa, el giro sorpresivo tras la inicial elevación lírica. Poesía conversacional es el término que más cómodamente podemos aplicarle. Pero en Leduc el carácter –por supuesto buscado– de lenguaje hablado que hay en su poesía trasciende la moda del momento. La revista Contemporáneos publicó poemas de Carl Sandburg, el poeta de Chicago y la ciudad industrial, y la poesía de Salvador Novo sería otra cosa de no haber sido por su contacto con una poesía que en Walt Whitman tiene su poderosa raíz. Los veinte son los años de triunfo de la aventura y el humor, de la velocidad y de la juventud. Dos Charles –Chaplin y Lindberg– son el prototipo del nuevo héroe. En la era de los experimentos vanguardistas, hay una asombrosa semejanza de tono entre los poemas de Leduc en El aula, los textos estridentistas y las audacias de Pellicer, Villaurrutia, Owen y el citado Novo. Lo mismo puede decirse de algunas páginas de las cuasi novelas Los banquetes y El corsario beige en relación con los experimentos narrativos de Arqueles Vela y los Contemporáneos, donde los personajes son de humo y sólo tienen ojos y memoria. 

Antes señalé que éste en el cual nos hallamos es el lugar de Renato Leduc. No porque su escritura sea de cantina, sino porque la cantina es el espacio para el arte mayor que Renato Leduc supo cultivar: el de la conversación. Cuando llegó al año ochenta de su edad, grabó un disco con poemas suyos en la serie Voz Viva de la Universidad Nacional Autónoma de México. Escuchar la manera en que Leduc lee sus poemas confirma el carácter eminentemente conversacional de su escritura, visible lo mismo en sus poemas que en sus artículos intercalados con memorias personales. Por esa agudeza que tuvo en vida y se trasluce en sus páginas, podemos revivir el ruido del café bullicioso, escuchar la música de Agustín Lara o sentir el zumbido de las balas en el tren militar. 

Hijo de Alberto Leduc, uno de los mosqueteros de Revista Moderna, autor de “Fragatita”, uno de los cuentos antecesores del cuerpo femenino, Renato tiene una actitud ambivalente con su padre, que ilustra al mismo tiempo su postura estética. Si bien manifiesta en alguna parte que le causa un dolor enorme, en sus memorias critica constantemente el afrancesamiento que llega incluso a las costumbres domésticas. Nieto de un Leduc que vino con la Intervención francesa, la escritura de Renato Leduc brota, ríspida y bronca, musical y exigente, como la Revolución que lo vio niño, adolescente y hombre joven. 

El lugar de Leduc es este Bar Mancera no porque su escritura sea un elogio báquico incesante, ni porque haya hecho de la bohemia el arte mayor de su biografía. Por el contrario: amante de los placeres de la mesa, despreciaba la bohemia de tiempo completo porque era enemiga del trabajo y Leduc, como muchos otros poetas, acudió al Sancho del periodismo para defender su Quijote. Francisco Liguori –cuya escritura y actitud ante la vida tienen más de un paralelo con Leduc– lo compara con François Villon, el primero de los malditos, el que andaba con lobos para enseñarlos a aullar, el condenado a la horca que introdujo la escatología en sus versos pero que también escribió uno de los testamentos más intensos de la Edad Media. Sin embargo, es el propio Leduc quien se encarga de revelar su linaje sentimental, cuando en 1939 publica su Breve glosa a El libro de buen amor. Como el Arcipreste de Hita, Leduc hace de la primera persona el elemento nuclear de sus poemas: el gozo ante la vida expresado en sus altísimas bajezas, en sus apetitos inmediatos, en la búsqueda de la belleza ante la fealdad interminable del mundo. En tres versos monorrimados, Leduc hace un resumen de su poética:
 

Habrá sujeto y verbo, descripción y argumento;
templará el prosaísmo todo lírico aliento,
y de poesía pura habrá un cinco por ciento.


Pocos poetas como Renato Leduc consumaron tan completamente semejante intención. Efectivamente, apostó por el prosaísmo y el tono conversacional, que entre sus primeros contemporáneos fue una etapa de su formación y en Leduc se convirtió en la cruzada que había que defender. Por eso su “Ensiemplo donde demuestra que no solamente de mujeres pueden los hombres hablar”, se lanza en contra del poema más conocido de Juan Ramón Jiménez:
 

Entonces llegó ella, exactamente ella
luciendo un estruendoso vestido carmesí.
Lujo asiático –dije– pero está usted muy bella...
y ella, naturalmente, me contestó que sí.
Si usted me permitiera, yo le daría mi nombre;
soy un hombre de pluma y me llamo Renato,
lo de la pluma es subsidiaria en el hombre
mas tengo un porvenir color permanganato. 


En la despiadada autocrítica de Leduc, hombres y dioses están expuestos a las enfermedades inherentes a sus pasiones, y si no tuvo respeto por el heroico Prometeo, tampoco lo podía sentir por las víctimas de sus Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario..., hermanos, en más de un sentido, de los poemas prohibidos y de amor de Efraín Huerta. 

Alain Borer, el mejor detective del género literario llamado Arthur Rimbaud, acuñó el término Obra-Vida para estudiar el fenómeno de la criatura que combina de manera peculiar la práctica que en la mayor parte de los escritores supone una amalgama, una fusión, un equilibrio. Renato Leduc fue de semejante estirpe. Cultivó con alegría y entrega el genio de su vida y lo trasladó a sus letras, con las impurezas y los riesgos que semejante aceptación significaba. Arturo Trejo Villafuerte, poeta y periodista que debería estar de este lado de la mesa porque tuvo el privilegio de compartir la sabiduría epigramática de Renato Leduc, cuenta que el maestro pedía invariablemente dos cervezas Bohemia, una al tiempo y otra helada. La primera, afirmaba, sabía a orines de burro, y la segunda le hacía daño a la garganta. De tal manera, alternaba una y otra para templar la cerveza y hacerla parte de su organismo. En el fondo, el ritual es un manifiesto poético que subraya la lealtad a los principios que Leduc defendió durante su larga vida: templar la palabra entre la bajeza y la dignidad, entre el reclamo social y el cinco por ciento de pureza lírica. Por eso hoy levantamos nuestra Bohemia –de nombre reiterativo– y le damos a Renato Leduc gracias por el tiempo.