Jornada Semanal, 20 de mayo del 2001


MÁS “TRISTEZAS REACCIONARIAS”

Cuernavaca, “el paraíso primaveral”, vivió tiempos mejores y fue un lugar de refugio para artistas, millonarios, beachcombers de tiempo completo que lo eran aún estando lejos de las playas (el serlo consiste más en un estado de ánimo que en la ubicación marina), políticos del primer grupo (primera “comalada” para ser más preciso) de enriquecidos obscenamente: los sonorenses; y aristócratas casi en la chilla provenientes de las casas ruinosas de la Roma, la Juárez y la Condesa, y acostumbrados por sus papis al fin de semana en la glamorosa Cuahuanáhuac.

Por sus calles, cines de barrio (en el programa, Las manos de Orlak con un desorbitado Peter Lorre, actor que siempre traía el globo compulsivo que Fritz Lang le colocó en M), cantinas, burdeles y fondas, el Sr. Cónsul de su Majestad Británica (asediado por los nazis de la embajada prusiana y los siniestros sinarquistas del fascismo criollo) arrastró su fantasma alcoholizado repitiendo hasta el cansancio la angustiosa frase de Lowry: “No se puede vivir sin amor.” Su hermano regresaba de la guerra civil española anunciando la inminencia de la hecatombe europea y asiática; la compañera del Cónsul intentaba librar del infierno-paraíso a su hombre débil y hablaba de limpios y salutíferos paisajes canadienses. Sin embargo, sabía que era preciso agonizar a su lado. Muchos años después, en la pequeña casa de Sussex, el Cónsul, aparentemente curado de su compulsión (había pasado por una esperanzadora época de alcoholismo seco), recordaba las jacarandas, flamboyanes y laureles de la India de la ciudad peligrosamente tutelada por el volcán. Aquí conviene hacer una pausa para homenajear sin medida al traductor de la bella y terrible novela de Lowry, Raúl Ortíz. Su publicación fue un momento dorado de Era.

Paul y Jane Bowles, que andaban huidos en Marruecos, pensaban en el fidedigno clima de Cuernavaca, en los árboles de tentaculares raíces que se recostaban en las bardas, en las variedades del verde y en la vida al aire libre siempre benigno, salvo cuando el Pacífico lanzaba sus nubarrones al ataque o el volcán rezongón eructaba sus cenizas.

El centro de la vida social fue, durante muchos años, el Casino de la Selva, modelo de la arquitectura semitropical y del equilibrio entre los espacios verdes y los construidos. La lista de huéspedes del emblemático hotel es larga e ilustre. Se puede pensar en la heredera Hutton paseando su desasosiego y su urgencia de cambiar de macho por los interminables pasillos (su casa tailandesa y, más tarde, echeverrista, se levantaba poco a poco de acuerdo con el ritmo de los albañiles de la región: divagar, divagarinho, cuasi parando, como sus colegas de San Salvador de Bahía); en Cecil Beaton bebiendo en el jardín su martini sequísimo con una cebollita de cambray; en Elvira Ríos con su ordenada fila de caballitos tequileros (si mal no recuerdo, Herradura blanco), sus pequeños limones y su sal de Colima (nadie cantó como ella “Noche de ronda”, “Janitzio” y algunas canciones de Curiel. Ford así lo supo y nos entregó su voz y su estilo en “La Diligencia”. Wayne todavía no era boina verde ni cangrejo perdido)... Recuerdo que Monsiváis, a su regreso de Londres y bajo el mecenazgo de aquel curioso caballero de industria y aventurero de las finanzas que inició la casi egipcia construcción del que nunca fue Hotel de México, gozaba de la posesión de una de las cabañas del jardín superior. Unos años antes –muchos– pasaba ahí breves temporadas Luis Cernuda, siempre quejoso del ninguneo y del alejamiento de sus compañeros del homenaje a Góngora de 1927.

Don Alfonso Reyes escribía su Homero en Cuernavaca y tomaba refrescos en la terraza de un hotel que daba a la plaza principal. Le temblaban la barbita, la papada y la alegre botija cuando pasaban las bellas morenas o las elásticas gringas. Por esas épocas ejercía, con mano suave, su liderazgo cultural. Más tarde, Cosío Villegas y Octavio Paz ocuparon ese liderazgo (ciertamente, con manos menos leves). Una tarde leímos y reímos su Landrú (la mejor puesta en escena de este sabroso musical fue la de Gurrola) y don Alfonso nos mostró algunos ejemplares de su Carta de Laranjeiras, la artesanal gaceta literaria que enviaba a sus amigos desde la residencia de nuestra embajada en Río de Janeiro. Nos detuvimos en el recuerdo de la gran poeta Cecilia Meireles, personaje con el cual don Alfonso había tenido sus “queveres”. Muchos años después, Mario Quintana nos hizo el retrato de la poeta. Tomábamos mate en su casa de Porto Alegre y don Mario, como siempre, se negó a hablar de sí mismo y se enfrascó en las memorias y las teorías sobre otros escritores.

Lemercier y don Sergio Méndez Arceo pusieron a la ciudad en el mapa de la teología de la liberación y de las novedades traídas por el Concilio Vaticano Segundo. A don Gregorio se le alborotó la hormona y se convirtió en personaje teatral, pero el canto gregoriano de su abadía y el arte religioso moderno que patrocinó preservan su memoria. El recuerdo de don Sergio se mantiene vivo a pesar de algunos errores que afearon mínimamente su obispado modernizador: la confusa prosodia de sus homilías y los pavorosos mariachazos de su insufrible misa ranchera.

Por los alrededores de la ciudad vivieron otros huidos del mundanal ruido: Pellicer en Tepoztlán, Schneider en Malinalco (le estropearon el retiro Salinas y sus alicuijes, que abrieron club de golf y casas en las inmediaciones del templo circular) y otros artistas y escritores en Tlayacapan (Carlos Payán y la inolvidable Cristina protegen a la pequeña ciudad en la cual, según Claudio Favier, convergen y se complementan la utopía xochimilca y la agustina) y en Cuautla. Tequesquitengo siempre fue un lugar para la horterada neorriqueña del monstruoso Deefe.

Ahora, la amable ciudad crece a tontas y a locas (como la mayor parte de nuestras poblaciones). Los jardines Borda, la enorme casa de don Plutarco Elías Calles (el ex jefe máximo deefenestrado por el Segundo Tata recordaba con ira los placeres de sus kilométricos jardines, desde su destierro angelino); “la casa del mañana” del metichón procónsul Morrow; las viejas plazas, la catedral-fortaleza y el palacio de don Hernando (si el palacio pudiera hablar nos contaría historias de doñas Marinas y Marcaidas, de noches pasionales y banquetes pantagruélicos. Por estos rumbos pasó, correteando y alcanzando a la India Bonita, el Emperador Maximiliano, carbonario de alma, botánico de mérito, diseñador de uniformes y fusilado sin miedo y sin tacha) se asfixian bajo el peso de las calles deterioradas, los indescriptibles asentamientos irregulares, los horrendos changarros del ambulantaje y ese gusto acogotado por la necesidad que da a nuestras poblaciones un aspecto parecido al de Centroamérica o África. Todo esto es horrendamente real, pero también lo es una historia que da a la ciudad su fisonomía profunda. Pasó el tiempo, pero el Cónsul sigue caminando por las calles, Cuernavaca cuenta sus huéspedes muertos, espera todos los fines de semana la invasión capitalina y sabe, de una misteriosa manera, que en su seno se escribieron algunos textos fundamentales de todas las literaturas.

Hugo Gutiérrez Vega
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