Jornada Semanal,  6 de mayo del 2001  
 
 
 
Gabriel Sosa
 
La máquina de pensar en Marilyn 
 
 
 
David Lynch no pudo llevar a buen término su proyecto de película sobre Marilyn Monroe, titulado provisionalmente Goddess. En ella pensaba referirse a los últimos tres meses de la vida de la prodigiosa divinidad y víctima del star system que fue la pequeña Norma Jean Baker. Lynch reconoce la imposibilidad de filmar un guión sobre ese terrible tema de la siguiente manera: “No éramos capaces de captar su belleza, ni tampoco su infinito tormento: ella representaba muchas cosas para mucha gente, por lo que sólo podíamos reducir el mito.” En este ensayo, Gabriel Sosa nos entrega a la diosa del olimpo cinematográfico, observada por Joyce Carol Oates. Publicamos, además, un fragmento de Blonde para que nuestros lectores vean a Norma Jean en el momento insigne en el cual, bamboleándose llena de valor, le cantó el happy birthday al presidente del Imperio. La pausa entre birthday y toyou lo dijo todo.
 
En cierto sentido, Marilyn Monroe nunca existió. Fue un personaje, una creación de la aspirante a actriz Norman Jean Baker que le permitió alcanzar sitios a los que, llamándose Norma y siendo castaña, tal vez nunca hubiera llegado. El personaje de Marilyn fue la careta que asumió Norma Jean para interpretar otros personajes, los de sus películas, generalmente rubias encantadoras y un poco bobas. Blonde, la novela de Joyce Carol Oates, da otra vuelta de tuerca: la misma Norma Jean se convierte en un personaje de ficción, aunque se trate de su historia real.  

Como ficción o documental, tanto el cine como la prensa han intentado ya reflejar el mito de Marilyn. Tal vez el más logrado de esos reflejos sea la semblanza “Una hermosa niña”, que le dedicara Truman Capote en Música para camaleones. En forma de diálogo, el autor captó de manera magistral la fragilidad, la ambición, la vulgaridad y la genialidad de Marilyn, y todo eso en menos de veinte páginas.  

Un sentimiento  

En 1986 David Lynch comenzó la escritura de un guión llamado Goddess (junto con Mark Frost, con quien luego realizaría la serie de televisión Twin Peaks), que se centraba en los últimos tres meses de vida de la estrella. El proyecto debió ser abandonado por imposible, ya que, según Lynch, “estaba condenado al fracaso. No éramos capaces de captar su belleza, ni tampoco su infinito tormento: ella representaba muchas cosas para mucha gente, por lo que sólo podíamos reducir el mito”.  

Ese es el sentimiento que produce Marilyn hasta el día de hoy: un mito que ha crecido más allá de lo abarcable. Ella fue la mujer que entregó todo para triunfar, que se volvió lo que la gente esperaba que fuera, que se casó con el Primer Deportista de América (el beisbolista Joe di Maggio), con el Primer Escritor de América (discutible, Arthur Miller), y que fue supuesta amante de otro mito, el Presidente (John Fitzgerald Kennedy). Y sobre todo fue la figura trágica, la niña que nunca creció del todo, la que por ambición jugó su papel más allá de lo que le permitía su frágil resistencia y terminó devorada por esa imagen que ella misma había creado, suicidándose (o, según la teoría conspiratoria favorita de los norteamericanos, asesinada por la cia en un complot rocambolesco que incluía a Robert Kennedy) y pasando al panteón máximo de la tragedia junto a James Dean, un poco apartados de Elvis, quien no supo terminar en el pináculo de su gloria.  

Tan desmesurado icono no necesariamente pide tratamientos desmesurados, como lo demostró Capote en su pequeña obra maestra. Si de hechos reales se trata, es comprensible que una vida de Marilyn necesite páginas y páginas para explorar todos los dobleces de su salto al vacío. Además de su posición de mito y de su brillo cinematográfico, Marilyn fue una figura de su tiempo, demolió barreras y en sus devaneos llegó a distintos estratos del dominio público, tanto al deporte y a la cultura con sus matrimonios, como al poder con su (supuesta) cana al aire presidencial. Hay mucho jugo en esa historia, más de lo que la sola personalidad de Marilyn puede dar. Por más complejo que fuera el mundo interior de la actriz, su entorno fue mucho más complicado y turbio. Precisamente en eso se basan todas las leyendas sobre su muerte.  

Pero cuando Joyce Carol Oates se enfrenta a su personaje (y a pesar de que en el prólogo asegura que en la novela usó la sinécdoque con liberalidad) opta por el gigantismo y la suya es una Marilyn acorde al tamaño de su leyenda: casi mil páginas, el equivalente en clave de Hollywood a una novela rusa del siglo xix. Toda Marilyn está ahí adentro. De hecho, más de lo que la propia Marilyn podría haber sospechado que existía.  

El torrente  

Joyce Carol Oates es una de las mayores escritoras norteamericanas de este siglo, trampa semántica habitual incluida en la solapa de Blonde (que por algún prurito machista impide decir con llaneza que es uno de los mejores escritores norteamericanos, sin género que venga a cuento). Ha ganado un número impresionante de premios durante su carrera de casi cuarenta años, forma parte de la Academia Americana de Artes y Letras (por “Americana” se entiende estadunidense) y, para decirlo simplemente, es una escritora maravillosa. El lenguaje de Blonde es terso, hipnótico por momentos, fluye con facilidad engañosa a pesar de lo caleidoscópico de la trama. Como veterana sagaz en la prosa, Oates echa mano de infinidad de recursos en su escritura para acompasar el entorno y el discurso interior de su sujeto, incluso experimentos tipográficos.  

El personaje central está disecado a la perfección, sus motivaciones son reveladas, sus actos adquieren un sentido propio y la frecuente antítesis entre sus sentimientos y su carrera está mostrada de forma magistral. Marilyn sale de esta novela convertida no en un mito ni en un personaje histórico, ni mucho menos en un recurso narrativo, sino en una persona real que sufrió, luchó y perdió. Las anécdotas son lo de menos, ya que no se trata de una biografía y sí de una novela y de un homenaje.  

En una entrevista en marzo de 2000, a cuento de la publicación de Blonde, Oates aclara que su decisión de dar forma a un gran libro épico (“gran” en una multiplicidad de niveles) se debió a “mi intención de crear un retrato femenino tan emblemático de su tiempo como Emma Bovary fue del suyo. (Por supuesto, Norma Jean es realmente más compleja, y ciertamente más admirable, que Emma Bovary)”.  

Mil páginas de Marilyn rediviva son muchas páginas, y sin que se le reste mérito a su factura y a su calidad, es difícil mantener el interés (salvo los fanáticos del tema) durante toda esa travesía. El discurrir mental confuso y a veces divagante que la autora le confiere al personaje, que hace que los acontecimientos exteriores se vean como a través de un velo, es un hallazgo genial, un tour de force digno de aplauso tanto por lo que desnuda sobre Marilyn como por la manera en que está mostrado, mil veces visto y nunca repetido.  

Pero demasiada genialidad y demasiado oficio siguen siendo mucho y el recurso, tarde o temprano, en el recorrido de mil páginas, pierde su impacto. Tal vez sea una novela para leer por fragmentos, a lo largo de un gran periodo de tiempo, volviendo atrás y adelante sin mucho orden y retrasando el final, que ya todo el mundo conoce. En todo caso, cualquiera que se acerque a este libro debe llegar a él sin presiones, sin apuros y sabiendo que su lectura demanda casi tanto trabajo como el que su autora se tomó en escribirlo (sin asustarse, la escritura y la corrección le llevaron a Oates menos de un año).  

También habría que tomar en cuenta que el manuscrito original de Blonde tenía mil cuatrocientas páginas, que la autora decidió acortar  
a las casi ochocientas de la versión original en lengua inglesa. Pigmaliónicamente enamorada de su obra, Oates asegura que la parte recortada será publicada más adelante, de manera independiente. Sin mala intención, la Marilyn de Joyce Carol Oates parece ser un cuento de nunca acabar.  


 
Cumpleaños
(fragmento de Blonde)
 
Joyce Carol Oates

El público de quince mil demócratas ricos expresó a gritos su aprobación. Salvo que fuera un benevolente desprecio. ¡Mari-lyn! ¡Mari-lyn! Esta mujer increíble fue el gran final de la fiesta de cumpleaños, y mereció la pena esperar. Hasta el Presidente, que había dado cabezadas durante algunos de los saludos, como los gospels cantados con emoción y a cappella por un coro negro de Alabama, le prestó toda su atención. En el palco presidencial estaba el juvenil Presidente con corbata negra, arrellanado en un sillón con los pies en alto, sobre la barandilla, con un puro (cubano, de la mejor marca) entre los dientes. Y qué dientes tan grandes y blancos. Miraba hacia abajo, a marilyn, ese espectáculo de cuerpo mamífero y reluciente vestido “transparente”. ¿Habría tenido Marilyn tiempo para preguntarse si el Presidente viajaría a Los Angeles para ayudarla a celebrar su cumpleaños el primero de junio?, una celebración seguramente íntima; no, no era probable que hubiese tenido tiempo de preguntárselo, porque estaba de pie ante el micrófono, atontada y con una sonrisa ausente, lamiéndose los labios pintados de rojo como en un desesperado intento de recordar dónde estaba y qué era aquello, con los ojos vidriosos, tambaleándose sobre sus tacones de aguja, comenzando por fin a cantar, después de una pausa turbadoramente larga con la voz débil, cálida y sensualmente ronca de marilyn:  

hap py birth day to you  

Happy birth dayyy to you  

H-Hap py birth day mis ter  

pres i dent  

Hap py birth day toyou