Jornada Semanal, 6 de mayo del 2001
 
 
ANTESALA 
Mudarse por mejorarse. La vida parece moverse por ciclos. Así como hay infancia, adolescencia, juventud, madurez y senectud, igualmente en nuestro devenir profesional, incluso en nuestras relaciones íntimas, cada uno a su manera va cumpliendo etapas que nos hacen acumular experiencia y, a veces, crecer y hasta dirigirse hacia otro estado, no siempre mejor pero al menos distinto. Los cambios acarrean una incertidumbre particular: nos rejuvenecen, puesto que hay que empezar de cero; agudizan otra vez nuestros instintos; nos obligan a repasar lo que supuestamente ya sabíamos; a hacer rounds de sombra y algo de gimnasio para reanimar la actividad de ciertos músculos que ya habíamos olvidado que estaban allí. Además, uno se cuestiona, frente a la labor que llega a su fin: "¿Fui un buen lector, un buen editor, un buen sparring a la hora de la cachetada y el tortazo? ¿Cuántas veces no supe defender a X autor(a), a X texto? ¿Cuántas veces acerté y nadie me lo reconoció? ¿Cuántas tomé la decisión equivocada o fui demasiado duro con los miembros del mínimo staff? ¿Cuántas veces me callé y no debí hacerlo?" No es fácil trabajar en un suplemento nacional que es realmente leído y donde todo el mundo se siente con derecho a publicar, ya por prestigio ya por necesidad. El caso de La Jornada Semanal fue aún más complicado puesto que durante la crisis derivada de los errores de diciembre del ’94, lo primero que eliminaron los periódicos nacionales en su plan de ahorros fueron precisamente los suplementos culturales. Como bien nos han demostrado el presidente Fox y el gobernador López Obrador (cada uno por distintas razones), la cultura y sus derivados constituyen el primer rubro a ser eliminado, no obstante que la inversión en ellos siempre ha sido raquítica si no es que ridícula. Con este prejuicio, a raíz de la crisis de 1995 casi todos los diarios redujeron al mínimo, o de plano suprimieron, sus páginas culturales. La Jornada, en cambio, conservó el espacio sustantivo para la difusión y el análisis de aquellos que piensan y crean el arte de nuestros tiempos. La Nueva Época de La Jornada Semanal quedó a cargo del escritor Juan Villoro, quien al grito de "¡este es el suplemento de la unidad!", se dedicó a darle voz y espacio a prácticamente todos los representantes de los grupos de las distintas escuelas y tendencias nacionales. A los profesionales, digamos. Además, intentó dar un panorama puntual de las más recientes tendencias artísticas internacionales. Juan es un hombre de múltiples capacidades y registros, que logró imprimir al suplemento la dinámica y la energía suficientes para dar vida al proyecto que hacía falta en ese momento de crisis, o sea, no encerrar al arte y la escritura dentro de la muralla de nopal sino, por el contrario, dar cuenta de que el mundo no se acababa en Cuautitlán, de que una visión universal y cosmopolita era también un arma. Juan Villoro nos documentó este optimismo semana tras semana. Este abajo firmante que ahora lee usted colaboró con Johnny en la parte técnica editorial, junto con Eduardo Hurtado, poeta y editor maniático pero de superlujo. Durante los tres años que duró el proyecto, Ricardo Cayuela fue el encargado de recibir y también dar los pastelazos, a la vez que de reclutar nuevas plumas para darle el oxígeno necesario al suplemento. 

Cambio de piel. A los tres años, como habíamos acordado desde un principio, se decidió que hacía falta un cambio de timón. Juan era, en realidad, el que más perdía dirigiendo al suplemento. Dirigir una publicación de esta índole requiere un esfuerzo extraordinario del hígado y otras vísceras, así como también de un arduo trabajo de relaciones públicas. Nadie en la República de las Letras (como dice mi querido Humberto Musacchio) está satisfecho(a) con lo que se hace. Cada creador, cada crítico, cada intelectual tiene su idea de cómo debe ser y qué debe publicar un suplemento (dirigido por ellos, claro). Juan, que cobraba poco, se preocupaba más bien porque su equipo estuviera mejor pagado. Al acercarse el fin de la era Villoro, este humilde redactor no se sentía muy agotado, ya que su participación no era en un puesto de verdadera responsabilidad. Así que decidió autoproponerse al puesto de Jefe de Redacción, al enterarse de que la nueva dirección quedaba en manos de Hugo Gutiérrez Vega, poeta, actor, diplomático y antiguo conocido de aquí su servilleta, y Rosa Beltrán en la subdirección y también buena amiga de quien esto escribe. 

Despedida no les doy... No hay mucho que decir al (a la) amable lector(a) que haya seguido los avatares de esta nueva Nueva Época. Rosa Beltrán fue la primera víctima del ritmo del periodismo, el que esto redacta resistió seis años en el semanario y ahora le llega el turno de cambiar de aires. ¿Por qué, dirán algunos? Causas de fuerza mayor, responde este antesalista, diplomáticamente. Cansa dar y recibir pastelazos, poner la otra mejilla. Cansa lidiar con egos exigentes, gritones e intolerantes, o sinuosos y retorcidos en la hipersensibilidad a los cantos de sirena. Cansa el rumor, la envidia, la mala leche. Lo anterior no excluye mi agradecimiento a La Jornada y a Carmen Lira, su directora, por tenerme paciencia y manga ancha; así como al dos veces H. (le falta un complot para coronarse) actual director de La Jornada Semanal por darme la oportunidad de realizar ciertas cosas que siempre quise experimentar, entre ellas la hechura de esta columna. No trataré de defenderla. Sea usted, lector(a) anónima(o) y alerta, quien se encargue de evaluarla. Vayan, sobre todo para usted, mis disculpas y mi más alto reconocimiento; siempre escribí pensando en divertirlo. Advierto, eso sí, que sólo renuncio al privilegio de escribir mi columna en este suplemento, pero si usted me busca quizá me encuentre más adelante realizando alguna otra sección semejante. Ahí se los dejo de tarea. Hasta siempre. 

 
CarlosGarcía-Tort
 
 
 
 
 
 
 
SURREALISMO MICHOACANO 
 
Para Héctor y Margarita Ceballos
 
Hace unos años registré en estos bazares asombrados los textos de varios letreros francamente surrealistas que amenizan los viajes por las carreteras de Puebla, Tlaxcala y Veracruz. Un poco después hice la crónica de un viaje por la llamada "Vía corta México, Morelia, Guadalajara" (la autopista va de Maravatío a Guadalajara) que es, en la realidad, un extraño camino que incluye la autopista más cara del planeta, la de México a Toluca, una ruta llena de hoyancos adornada con un letrero inefable: "Atlacomulco, universalidad, cultura y progreso", y una simple carretera de dos carriles que llega a Maravatío y cobra como si fuera autopista (están construyendo al lado otros dos carriles, pero, siguiendo los métodos egipcios clásicos y los del "anchuroso y peripatético" Lic. Carbajal, su terminación será vista por nuestros biznietos si bien les va).  

En este bazar hablaré de las señales estrambóticas y peligrosísimas que nos desorientan en los caminos del pero qué lindo Michoacán. Partí, después de comer una impecable barbacoa de olla, tanto de chivo como de borrego, con sus perfectos garbanzos y una amable salsa de guajillo muy bien balanceada (las tortillas echadas a mano al lado de la cocina, la leña perfumada, el comal generoso en su distribución del fuego) y entré, siguiendo la ruta sugerida en un folleto de la Secretaría de Turismo de la tierra de Pito Pérez, a los meandros de un periférico tan enamorado del perfil de Morelia que le da diez vueltas a la ciudad y, tarde o temprano, te regresa al lugar de la barbacoa (como el viaje es largo, llegas a la hora del desayuno. Se sugiere un chocolate con pan de dulce y unos huevos en rabo de mestiza que aprobarían don Artemio y Rubén Romero). Paso a contarles algunas de las características de ese regionalista y obsesivo periférico cuyo carácter laberíntico se explica por la extraña manera de señalar sus salidas. Pongo un ejemplo: usted trata de tomar la vía corta a México o a Guadalajara. Los letreros lo llevarán hasta un puente. A su entrada le indicarán que va usted a Guadalajara o a México, pero a su salida se encontrará usted con una calle que va al centro de Morelia. Un amigo de Uruapan, el estudioso e inteligente Héctor Ceballos, me explicó la manera de salir del laberinto: no hacer caso de los letreros, tomar la lateral del puente y seguir la señal que dice aeropuerto. Poco antes de llegar a la terminal aérea encontrarás un letrero que te manda a la derecha para salir a la ruta de México o Guadalajara. No le haces caso, le sacas la lengua y te vas a la izquierda (lo que el país debe hacer dentro de seis años si la izquierda logra ponerse de acuerdo consigo misma y librarse de sus canónigos magistrales). Respiras hondo y te pones a rezar la Magnífica, pues estás en las manos del Señor. Si te va bien, llegas a Toluca en seis o veintidós horas (atravesar la discutiblemente hermosa capital mexiquense puede ser cosa de semanas) y a la Ciudad de México en un par de días más (si es viernes de quincena, llegar a tu casa puede ser cosa de meses. Un tío mío vaga por el Desierto de los Leones desde un viernes de quincena de 1995. De vez en cuando nos manda nostálgicas postales). Se sabe de unos turistas de Dakota del Norte que ya viven en el periférico moreliano. Tienen unas tienditas de campaña muy aparentes y el amable clima y la cordialidad michoacana suavizan su pérdida de la esperanza de salir del laberinto.  

Entre Uruapan y Pátzcuaro hay una autopista de dos carriles y un acotamiento rara vez usado por los vehículos lentos para dejar pasar a los de motores más poderosos. Intentamos entrar a Pátzcuaro y seguimos un terco letrero que decía "Pátzcuaro  
4 kilómetros". A los doce sospechamos que algo andaba mal y preguntamos ("preguntando se llega a Roma", dicen los buenos viajeros) a un vendedor de sillas cuál era nuestra posición en el mapa michoacano. Descubrimos con gusto que íbamos con rumbo a Santa Clara del Cobre y Tacámbaro. No estaba nada mal, pero la idea original era la de visitar Pátzcuaro. El buen señor nos sugirió dar marcha atrás y regresar al cruce Uruapan-Morelia, seguir hacia Uruapan y a los tres kilómetros regresar al camino libre a Morelia. Con buena suerte daríamos con la entrada a Pátzcuaro. Lo logramos y nos recibió la estatua del gran Tata Vasco. El encantador Pátzcuaro nos hizo olvidar el  
caos del señalamiento michoacano. Tomamos, en un café de los portales, un capuchino, y cuando nos llegó la cuenta pedimos unas letras de cambio para poder cubrir  
el costo en unos seis meses. El precio de los hoteles y de la comida en los restaurantes del Centro está pensado para espantar a los mismos turistas imperiales. En fin... la eterna historia de los prestadores de servicios turísticos: una cretina voracidad que acaba asesinando a la gallina de los huevos de oro. La estatua de don Vasco, los portales, la visita a las iglesias y hospitales nos hicieron borrar la impresión de la estupidez mercachifle y regresamos a los "siglos dorados" de la utopía del primer Tata. Respecto al segundo nos preguntamos de nuevo: ¿Por qué Ávila Camacho y no Mújica? Esta es una pregunta seria, grave, casi dramática, pues con Mújica la Revolución habría continuado lo hecho por el segundo Tata. No fue y ya conocemos la historia, la decadencia y caída de uno de los más corruptos sistemas políticos del planeta. Espanta, mucho más que los males turísticos de las tierras michoacanas, saber que los madrazos y los cerveras siguen dando coletazos y que la cultura priísta sigue viva en la sucia  
estructura burocrática del país... en fin, supongo que vamos hacia la democracia. Nuestros biznietos la verán funcionando en serio, si bien les va.