Jornada Semanal,  22 de abril del 2001 

Fabrizio Mejía Madrid

Naturaleza muerta

No es fácil resistir la tentación de pensar en estas relampagueantes estampas urbanas como si se tratara de los infinitos y complementarios acomodos que tienen lugar dentro de un caleidoscopio. Con un agudo, irónico y a la vez afectuoso ojo de cronista posmoderno, Fabrizio Mejía Madrid recorre la urbe poblada de gatos, grafittis, vendedores ambulantes y más y más seres que son la desesperación y la esperanza de un tiempo y un espacio que jamás se cansan de reinventar su historia cotidiana.



Un hombre cualquiera llega a los tacos. Le dice al taquero lo que desea y, ante la mirada asombrada del resto de los comensales, le da una audaz mordida a una tortilla que contiene –lo hemos testificado– una oreja. Los ojos de la concurrencia siguen los movimientos drásticos de su mandíbula que tritura, y el esfuerzo de su garganta tragando aquello. Una oreja derecha. Luego, pide la otra, la oreja izquierda. Desde el mostrador, la cabeza del cerdo nos mira. Además de muerta, ahora está sorda.

Han aumentado los gatos en la veterinaria de enfrente. ¿Los gatos se han vuelto más enfermizos? No lo creo. Mi hipótesis es que la gente está prefiriendo a los gatos sobre los demás tipos de mascotas. Los perros están más ligados a la gente de los cincuenta: leales hasta la bobería, fuertes y defensores de su territorio, brincando a la menor provocación, implorando amor desde los rincones y persiguiéndose la cola o echándose de panza para obtener un lugar en la familia. Piensen en la gente de la posguerra. Doris Day o James Dean. Luego, en los sesenta y setenta vino la moda de los animales raros. Algunas veces eran serpientes indolentes a la caricia humana o tortugas que no se sabía si estaban vivas o muertas, enterradas en el fondo de alguna maceta de la abuela. Como los hippies intoxicados en el jardín de la casa paterna. Con la crisis mundial llegó el representante más notable de la falta de empleos: el hamster, que almacenaba avariciosamente la comida en las mejillas y se moría debajo de periódicos. Pero, ahora, son los gatos. Son como la gente que conozco: delgados, desleales y haraganes. El gato es irresponsable, renuente al compromiso, irrespetuoso a cualquier autoridad y, al mismo tiempo, dependiente de los otros para satisfacer sus necesidades más elementales. Convenencieros y gráciles. Entran a las veterinarias por montones. Y es que los virus nuevos los han vuelto hipocondríacos.

De niño lo que más me impresionaba de las carnicerías no eran las reses abiertas de par en par, pendiendo de los ganchos, ni los mandiles de los carniceros embarrados de sangre, ni siquiera el olor de la grasa blanca acumulada en un tambo siempre siniestro. Era, más bien, el griterío de los carniceros, eternamente haciéndose bromas, picándose las costillas unos a otros, amenazándose con los cuchillos casi en serio. Recuerdo haber pasado horas mirándolos hablar a gritos, burlándose unos de otros, silbando, mientras cortaban ágilmente los cadáveres de las reses. Casi nunca volteaban a ver lo que sus cuchillos hacían con la carne. Ahora entiendo ese vociferar entre ellos: el silencio de las reses en canal debe ser insoportable.

Le pido al cerrajero un duplicado de la llave. Él no hace preguntas, sólo va a un tablero donde cuelgan cientos de llaves usadas: de una de ellas saldrá mi posibilidad de volver a entrar a mi casa. ¿Cómo llegaron hasta ahí tantas llaves inservibles? ¿Qué puertas abrieron alguna vez? ¿Qué sucedió para que terminaran ahí, de vuelta al origen? ¿Cuántas llaves pasadas lleva adentro la que ahora me pertenece?

Es tras las puertas de los baños de las cantinas que se puede respirar en la frontera entre la lucidez y el sueño. Con hielo en vez de agua corriente, es delante de los mingitorios que los borrachos se preguntan cosas vitales para la existencia como: “¿Estoy realmente ingenioso esta noche o simplemente los demás están al borde de un derrame cerebral?” o “¿Por qué el tipo de junto me ha llamado varias veces por un nombre que no es el mío? ¿O sí es mi nombre?” En ese lindero nació, por ejemplo, mi pesadilla recurrente: cuando salgo del urinario, no sólo mi mesa está vacía, sino que los meseros están mudándose de ropa, mientras me avisan que todo fue una representación teatral, que todos los borrachos eran actores bebiendo agua, y que los amigos que estaban conmigo fueron contratados.

Con letras amarillas sobre negro, el cartel aseguraba: “¡Represión en Ciudad Neza! Hoy miércoles 22 de mayo a las 14 horas, la juventud de Ciudad Nezahualcóyotl va a ser reprimida. Invitamos a todo el pueblo de México a que sea testigo de este acto de barbarie e intolerancia de Carlos Viñas Paredes, nuestro presidente municipal. Unión de Sonideros Independientes del Estado de México. Ven con nosotros a la Explanada de Palacio a las 14 horas. No faltes.”

Su contenido estaba destinado a evitar la represión de un baile. Así que si uno iba a ver cómo la policía macaneaba a la gente en Ciudad Neza, la decepción estaba garantizada. Pero, por el contrario, ¿quién en su sano juicio habría asistido a un baile sobre el que pendía la certeza de la represión? El cartel informaba sobre algo que nunca sucedería.

La propuesta más sensata en mucho tiempo estaba en una barda de la avenida Insurgentes: “Por un cambio de Sistema...Solar.”

Entrar a la pulquería entre niebla. Tres hombres se pelean a abrazos. Beber el líquido blancuzco y espeso. Limpiarse la baba pestilente con el dorso de la mano. Mirar el calendario de una rubia que anuncia cerveza. Y, más abajo, el filo azul de la pared. Esto no es una pulquería, es un barco en alta mar. Ver una araña haciéndose grande. Mirar cómo devora a los tres hombres que peleaban. Sentir sus mandíbulas acercándose a uno. Luchar contra ella, cuerpo a cuerpo. Perder un brazo en el combate. Gritar de dolor. Despertarse para verificar que uno todavía tiene los dos brazos en su sitio, que no hay borrachos, ni pulquería. Que es la calle y es de día. Que la araña no es más que tu propio cabello sobre los ojos.

En los alrededores de la Cabeza de Juárez, en el poniente de la ciudad de México, de una camioneta bajan bultos de ropa. Los echan al suelo y un enorme gordo grita:

–Todo robado, todo barato.

La gente se acerca y empieza a espulgar los despojos. Un adolescente se encapricha con un saco de lana pero, de pronto, lo suelta. Me inclino para ver aquel saco que parece nuevo: tiene una mancha de sangre. Y, en eso, un ventarrón como sólo hay en la ciudad de febrero se lleva la ropa que rueda sin control por las calles, mientras la gente se echa a correr tras ella, y logra robársela, de nuevo.

La noticia de hoy es que una funeraria fue asaltada. Cuatro tipos entraron para encañonar al encargado. Pero no había dinero en efectivo. Sólo las cajas de muerto. Cuando la policía los alcanzó, los cuatro ladrones descansaban sentados sobre un féretro. Jadeantes y sudorosos, comenzaron a disparar. Uno de ellos murió.

Con la temporada de lluvia, los sin-casa se esconden en la sombra. Una tarde lluviosa de agosto, mi padre salió de la panadería sin paraguas. La lluvia era tan intensa que su bolsa de pan se mojó, se rompió, y veinte piezas de pan cayeron a un charco inmundo. Resignado, mi padre volvió a entrar a la panadería para recomprar todo. Cuando salió, el pan del charco había desaparecido.

Siempre polvosos, aguantando que los desnuden y los arropen, sujetos al escrutinio de los paseantes, a veces sin ojos, sin un brazo, los maniquíes vestidos de novias son una advertencia de lo que les espera a sus compradoras.

He visto a un carpintero restaurando el portón de madera labrada de un convento. Y hablaba. Quizás había otro carpintero detrás de la puerta, pero existe una posibilidad de que charlara un poco con Dios.

He visto a un pintor haciendo trazos de rostros y paisajes en la pared de una cocina y borrar todo con brochazos resignados.

He visto, por último, a un sastre viejo mirando por la ventana con sus anteojos bifocales, tras una lucha perdida por ensartar el hilo en la aguja.

Y me he visto mirándolos a todos, mientras me dirigía a comprar algo nuevo, lo que fuera, pero nuevo y sólo para mí.

Fue en una ferretería donde me trataron de vender una máquina que producía dinero. El dependiente, muy serio, introducía un billete por los rodillos y salían dos por la ranura al final del aparato. Yo había visto lo mismo en una película del Gordo y el Flaco. En la cinta, el aparato se llama “flogisto”. Lo compré y, desde entonces, lo guardo para algún tiempo de vacas flacas.