La  Jornada Semanal, 15 de abril del 2001



 

Reflejos
de Xavier Villaurrutia

Jorge Cuesta

Unas frutas sobre una mesa, un ruido en la noche, un cuadro son temas de la poesía de Xavier Villaurrutia. En otros la emoción indefinible, el estado de alma confuso o el simple juego retórico son los personajes; en él los objetos que pueden dibujarse con las palabras.

Poesía que no quiere más que ser exacta y que une, en su claro propósito, la humildad de su oficio o la nobleza de su servidumbre, se somete y sirve, no más, pero encontrando en su esclavitud el más digno empleo de su libertad. Su esclavitud es la de una ventana, su oficio es la transparencia.

Una ventana sólo es una oquedad, pero su marco abraza el paisaje. Él está en ella, aunque ella desaparece de él: su misión es conducir y no la exagera. Así la poesía de Reflejos. La ventana es su espejo, cuyo paisaje, sobrio y reducido, se ha dejado elaborar por los ojos atentos y mejor que jardín, se ha vuelto ya invernadero. Los ojos le han dado su nueva calidad; una calidad metálica: maleable y dura, sensible y fría; la que adquieren los cuerpos dentro de un espejo.

Es la exactitud y no la imparcialidad la virtud del espejo; ésta sería, pero de tal manera que ni impidiera a Stendhal considerar la novela como un espejo en movimiento ni a Villaurrutia la poesía como un espejo inmóvil; de tal manera que fuera producida por una esforzada cercanía en vez de por una descuidada distancia.

No altera el mundo, lo refleja exacto; pero ya lo impregnó de su luz metálica, y el solo cambio de posición a que lo obliga basta para imponer a la mirada el artificial camino por donde lo reconstruye y lo ordena dándole su nuevo sentido.

Villaurrutia dibuja, no canta; hace la poesía con los ojos. El esfuerzo que pone en mirar y la constancia que pone en atender recuerdan el laborioso taller, el oficio manual. Las palabras se hacen sólidas en sus manos, se convierten en los cuerpos que reproducen. “Que cada palabra sea un neologismo”, avisa Eugenio D’Ors; en este poeta cada palabra acaba de nacer. No es el arte estado de gracia, ni excepcional inspiración, ni sueño extraviado, ni alambicada alquimia; es un oficio de los ojos y de las manos. Lo excepcional es la constancia, el esforzado amor que hace a las manos hábiles para fabricar las formas que agradan a los ojos, y la cultivada exigencia que hace a éstos difíciles de agradar.

Pocos tan exigentes como Villaurrutia. Crítico lo hace su severidad, si no lo hace severo su critica. Nadie como él ha atendido en México a la producción literaria reciente y la ha comentado con pensamiento tan justo. Pero su mejor obra de crítica no la forman las numerosas notas que riega por las revistas, aunque ellas le dieron ese prestigio tan extraño a su edad y en la pobre intención equivocado; su mejor obra de crítica: Reflejos, libro de poesías. Aquí no hizo ninguna concesión a solicitud accidental; su severidad fue inflexible; fiel su obediencia; el fruto el más maduro y completo de nuestra joven poesía y de los valiosos de la poesía contemporánea.

El problema de la poesía pura planteado en los últimos tiempos fue resuelto por muchos con el puro virtuosismo poético. Pensamos en la teoría económica de Carey que extiende Gide al terreno del arte. Agotados los campos de fácil cultivo, quedan las zonas intrincadas y vírgenes. Misión de cada artista nuevo es aventurarse a someter un fragmento de ellas al espíritu y recoger y aprovechar sus nuevos frutos.

La región que escoge el poeta de Reflejos no es de las de cultivo fácil y ya resuelto. No aparta de sí la pasión y se entrega al juego ligero de tantos escritores modernos. Sabe que el arte es un juego, pero de más precio mientras más escabroso y resistente al espíritu, en el cual la pasión no es sino la región donde hay más dificultad en mantenerse sereno, como la embriaguez no es sino la región donde hay más dificultad en permanecer lúcido.

De Juan Ramón Jiménez hay quienes descubren en él la influencia. Nosotros no encontramos sino la misma laboriosa virtud. Igual razón hay para situarlo en las cercanías de Baudelaire a quien se parece, además, en la curiosidad plástica, o de cualquier poeta que no escatima ni inteligencia ni esfuerzo para obtener una poesía sobria y desnuda.

“Cuando se encuentre en un autor reunidas estas tres cualidades: concisión, madurez y serenidad, celébrese una fiesta en medio del destierro. Pasará mucho tiempo antes de tenerse un placer semejante.” Así exageraba Nietzsche. Nosotros también exageramos un poco; pero no ha exagerado menos Villaurrutia en el logro de una poesía serena, sólida y madura.