La Jornada Semanal, 15 de abril del 2001


Enrique López Aguilar


LA VISITA DE LAS SIETE CASAS (II)

Dentro de sus apretadas celebraciones, el Jueves Santo es un día particularmente fundador para el cristianismo, como lo muestran las imágenes de las iglesias, envueltas en paños morados, que avisan el luto cósmico del viernes siguiente. Se ha considerado que fue jueves el día de los ázimos y de preparación de la pascua cuando, hacia la noche, Jesús lavó los pies de sus discípulos (escena sólo referida por Juan en 13, 4-12); instituyó la Eucaristía; oró en el Monte de los Olivos; fue prendido y llevado al Sanedrín (o primero con Anás y, luego, con Caifás, según Juan, 18, 12-23), luego ante Pilatos (quien, según Lucas en 23, 2-12, lo remitió a Herodes; éste, después de vestirlo con un manto lujoso, lo devolvió a Pilatos). Casi simultáneamente, Judas devolvió las treinta monedas de plata y, arrepentido, se ahorcó; los apóstoles se dispersaron y Pedro negó tres veces a su maestro. Es razonable considerar que los subsecuentes episodios de la Pasión, antes de la muerte, deben haber ocurrido el viernes (la flagelación, la coronación de espinas, la liberación de Barrabás), tomando en cuenta la difusa cronología evangélica y lo impreciso del horario en que fueron ocurriendo las cosas, así como el hecho de que Jesús expiraría a las tres de la tarde: la cantidad de acciones y lo breve del tiempo transcurrido hacen pensar en el tempus dramaticus, en el ritmo de la tragedia griega y en la intensidad de las arquitecturas dostoievskianas. Dentro de esta red narrativa en la que Jesús deja de ser palabrero y milagrero para ingresar a su propia hecatombe, antes de la muerte y la resurrección, regresar a la idea de la visita de varias casas casi es una frivolidad, pero no deja de hacer cosquillas dentro de cualquier conversación sensata la idea de que el numeral 7 es excesivo para calificar la cantidad de casas visitadas por Jesús ese jueves, incluyendo el lugar donde se desarrolló la última cena, de manera que debe aceptarse la idea de que “siete” vale, en este contexto, por “muchas”: la visita de muchas casas.

Estos pueden ser algunos de los asuntos que fluyan en el lugar donde se haya optado para descansar, tequila, cerveza o refresco en mano, después de mediodía de viaje por el Centro. Desde luego, un buen lugar para hacerlo es cualquiera de los refugios que merodean el Zócalo: ombligo de la ciudad, así sea metafórico, estar allí a la mitad del recorrido es un hecho que va más allá de los símbolos, sobre todo a la mitad de la jornada. Después de un imperativo refrigerio, lo mejor es decidirse por dos o tres iglesias cercanas antes de hacer por la vida en alguno de los restaurantes cercanos; así, se puede ir tomando por la calle de Seminario hacia el oriente, se puede pasar al cascarón de lo que fue la iglesia de Santa Teresa la Antigua, hoy empleado para realizar exposiciones e instalaciones, y dejarse aplastar por la desnuda soledad de lo que antes fue un lugar de culto. Más adelante, en contraesquina de la Academia de San Carlos y a espaldas del Museo de la Giganta, está la iglesia de Santa Inés, que vale la pena nada más por sus puertas de madera tallada con escenas de la vida, milagros y martirologio de la susodicha. La manufactura de la puerta es de finales del siglo xix, pero su belleza y originalidad no defraudarán a los nostálgicos del Barroco.

Desde ahí, caminando derecho hacia el oriente, se llega sin desviaciones a la iglesia de la Santísima Trinidad, ubicada en una pequeña plaza que se encuentra en tal desnivel respecto a la calle que, miradas desde ésta, las cúpulas parecieran estar a poca altura. Si se desciende a la plaza, lo que aguarda es una de las portadas más hermosas de las edificaciones religiosas del Centro, con la ventaja de que desde el nivel de la calle se puede mirar más de cerca el segundo cuerpo de la misma. A la derecha de la iglesia, una doble tentación: el umbral de La Merced y, de manera perentoria, la zona comercial de la comunidad oaxaqueña de la Ciudad de México, lugar donde los antojitos convocan al viandante y donde se pueden encontrar chiles de agua, sal de gusano, chile amarillo, pan de yema, mole, camarón seco, tamales y todo aquello que sería difícil de conseguir en el De Efe.

A estas alturas, después de las provocaciones oaxaqueñas, el más estoico sentirá que desea comer. El regreso al Zócalo es inevitable y, cerca de ahí, aguardan El Cardenal, Los Girasoles, La Ópera, la Casa Argentina… Si hay premura por esas promesas gastronómicas, están los taxicletos o bicitaxis que tienen su base en un costado de la Catedral, frente a Palacio. Claro que, durante el regreso, no hay que olvidar que La Profesa y San Francisco andan por ahí (dentro de la iglesia metodista de la calle de Gante se conserva la mejor parte del claustro franciscano y dentro de la panadería Ideal están algunas columnas y ventanas del antiguo convento: evidencias del furor reformista en el siglo XIX contra las iglesias más importantes de la ciudad), que es inevitable un alto en la dulcería Celaya, que bastaría una pequeña desviación para entrar al expendio de la panadería Segura, sobre 16 de Septiembre.

Antes de la disolución del itinerario, como en los Diálogos de Cervantes de Salazar, y en el respiro que precede al momento de comer, se tendrá la sensación de que, en este viaje profano enmarcado dentro de itinerarios religiosos, el Centro de la ciudad podría agregar a sus nombres el de “lugar de las siete casas”, de las muchas casas.
 
 


Sobre las hienas

Pocos animales han suscitado el odio y la repulsión que la hiena moteada (Crocuta crocuta) ha inspirado. Este temible mamífero carroñero, villano indiscutible de muchos documentales de la National Geographic y del Discovery Channel, fue observado cuidadosamente por los antiguos, pues sus atributos y sus hábitos lo hacían al mismo tiempo cercano y detestable. Sus rasgos son material de pesadillas: el ladrido corto, parecido a la risa humana, el aullido socarrón, el vigor desmesurado, la tendencia a atacar en grupo a los animales moribundos o indefensos, su aparición en los campos de batalla para alimentarse de los cadáveres, las rondas de las manadas alrededor de los basureros de las aldeas, todo esto la convirtió en el emblema de la cobardía y el ataque artero.

Todos las hemos visto en documentales televisivos, avanzando con el viento a favor, casi arrastrándose a una velocidad insólita entre la maleza, para deslizarse bajo la panza de un cebú y destriparlo entre cuatro. O como en la película de David Lynch Salvaje de corazón, deshaciendo a una cebra agonizante. Su fama es bien merecida y el físico no ayuda, aunque es un cuerpo perfecto para cazar; tiene una crin de pelo eréctil que comienza en la parte superior del cráneo, las patas delanteras largas y las traseras cortas y musculosas (los árabes la llaman al-khami’ah, “la coja”), el hocico oscuro parece pelado, el cuello es desproporcionadamente grueso y las mandíbulas son formidables.

En Chapultepec, hace muchos años, había una a la que le faltaba la pata delantera derecha. Esto no era obstáculo cuando le daban de comer. Nunca la oí reírse, pero sus gañidos estridentes fueron motivo suficiente para hacerme regresar muchas veces. La miraba muerta de miedo, fascinada por su fealdad, hasta que el helado se derretía, se deslizaba dentro del barquillo, trasminaba la galleta y me pegosteaba los dedos. Sólo entonces salía del trance. A unos metros de distancia me esperaban animales amados y hermosos: tigres, elefantes, leones, camellos; entrañables, como los chimpancés, pero siempre, aunque la detestaba, me quedaba un rato frente a la hiena.

En África es reverenciada en algunas religiones, como la de los bambara, por su capacidad para cazar y por su olfato, pero tales virtudes, según esta religión, se transforman en cobardía frente al reto del conocimiento. Plinio nos dice: “Sólo este animal abre las sepulturas en busca de los cuerpos que están enterrados”, y al-Nuwayari escribe en el Nihayat al-Arab: “La hiena es aficionada a abrir las fosas, y esto es porque le gusta el sabor de la carne humana.” Hay otra característica de la hiena, tal vez el más extraño de sus rasgos, registrada por Plinio y, de forma escalofriante, en la poesía árabe. Nos dice Plinio: “Cree el vulgo participar las hienas de entrambos sexos, y servir un año de machos y otro de hembras, y partir sin marido, aunque lo tiene por falso Aristóteles.” Esta idea tiene como origen la asombrosa similitud entre la genitalia externa del macho y la hembra. La hembra tiene falo y un escroto aparentes. Combinar los datos físicos con la mirada atenta sobre la conducta –macho y hembra son igualmente agresivos, y en general la hembra domina la manada– hizo pensar a los antiguos que este mamífero es hermafrodita. La explicación es complicada: la placenta de la hembra, carente de una sustancia llamada aromatase, que facilita la transformación de los esteroides precursores en estrógenos –hormonas abundantes en los cuerpos femeninos–, los convierte en testosterona. La testosterona es la hormona que determina las características más evidentes del género masculino (y como nada es simple en estas cosas, unas menos evidentes en el femenino). Por eso, por la exposición del feto a cantidades enormes de testosterona, la genitalia de la hembra es tan parecida a la del macho.

Los poetas beduinos, que a ningún sentimiento ni visión temían, dicen en sus poemas que la hiena no sólo se come los cadáveres de los caídos, sino que tiene relaciones sexuales con ellos: “Cuando la hiena hembra venía a devorarlo y lo veía en ese estado (con una erección causada por el acumulamiento de sangre en un cadáver que descansara boca abajo) [...] trataría de acoplarse con él y satisfacer sus necesidades de esta manera” (al-Jahiz en el Kitab al Hayawan).

No hay comentario que hacer a este párrafo alucinante y terrible. O sí, el que hace Francisco Hernández, el protomédico de las Indias, médico de cámara de Felipe II, editor e intérprete de Plinio, al final del capítulo dedicado a las hienas: “Y esto baste de un animal tan ignoto.”
 

 

Luis Tovar


La fuerza de la costumbre

En la Ciudad de México debe haber aproximadamente cuatrocientas o quinientas salas cinematográficas, repartidas en casi ciento treinta sitios distintos. Quedan pocos lugares donde se ofrezca una sola película, pues la mayoría son multisalas que, por lo regular, le permiten a uno escoger entre una película hollywoodense, otra película hollywoodense y... adivinó: otra película hollywoodense.

Nada más habitual para el cinéfilo chilango (para no hablar del que radica fuera de Imecatitlán, a quien suele irle peor en estas lides por el simple hecho de que la oferta cinematográfica es sensiblemente menor) que consultar la cartelera y encontrarse con quince, veinte o veinticinco películas distintas, de las cuales únicamente dos o tres no vienen de la “Meca del Cine”. Estamos tan acostumbrados a eso como por ejemplo lo estuvimos durante tantísimos años a que el PRI ganara de todas todas. ¿Se acuerda?; no faltaba quien dijera: “¿Y para qué voto si de todas formas ya se sabe quién va a ganar?” (que es lo mismo que la respuesta de Homero Simpson a Marge, cuando ésta le pide ir de paseo a algún lugar: “¿Y para qué salir si de todos modos vamos a regresar?”). En otras palabras, la costumbre nos ha forzado a ver esta situación como algo natural cuando nunca debió serlo: ¿es normal (bueno, aceptable, adecuado, consecuente... ponga usted la palabra que mejor defina su concepto de normalidad) que sólo veamos series de televisión gringas, sin excepción?, ¿es bueno que a tanta gente le parezca mejor un restaurante si lleva por nombre Manolo’s en lugar de La Fonda de Manolo?, ¿es aceptable?

Con el cine sucede algo parecido. Tanto tiempo de llenarnos las pupilas con la visión que los gringos tienen del mundo y sus problemas nos ha dejado, diría Cortázar, una pátina de dulce tontería, y entonces vamos al cine y nos soplamos a Tom Hanks, Meg Ryan, Russel Crowe, Julia Roberts, Michael Douglas, Catherine Zeta-Jones, Brad Pitt y un larguísimo etcétera, ya sin entrar en detalles como el hecho de que pocas, de verdad muy pocas de esas películas fueron hechas para algo más que la parte epitelial del cine, es decir, la que consiste en entretener; ya no pensamos en que la cinematografía que solemos apreciar está demasiado cargada hacia el cine de actores, con la consecuente deficiencia en renglones tan importantes como el argumento, por sólo citar uno de los aspectos nodales de toda obra narrativa; se nos olvida que el cine estructurado por y para el lucimiento de un actor corre siempre (y suele caer en) el riesgo de la autocomplacencia y, mucho más grave, en el de las tentaciones moralizantes, pues no es rentable hacer que una estrella del star system interprete papeles políticamente incorrectos porque luego quién les va a creer el personaje de bueno-bueno que se le tiene reservado para la megaproducción de verano o de invierno; a la hora de elegir la película que vamos a ver, hemos dejado de buscar (si alguna vez lo hicimos, si alguna vez nos lo permitieron) el equilibrio entre ese cine de actores y el otro, todo el otro que con trabajos asoma la cabeza entre tanto Gibson y tanto Stallone y tanto Schwarzenegger. A veces nos toca una película hecha en Francia, de ésas que a muchos les parece que vienen con una etiqueta que dice “es buena” sólo porque es francesa, cuando a últimas fechas la verdad es bien distinta (le cito Taxi y Este-Oeste, que parecen salidas del cajón de segundas de cualquier estudio de Los Angeles); a veces alguna española, que tampoco es garantía de que no veremos más de lo mismo (ahí está La niña de tus ojos, que no me dejará mentir con su trama inverosímil, su tono entre el gag de pastelazo y el drama de culebrón, y su desenlace edulcorado y facilista); y por último, alguna película mexicana, sometida, claro está, al juicio de un público que lucha, a veces sabiéndolo y a veces no, por lo menos contra tres fuerzas: una, la de esta inercia a medir cualquier película con la regla de Hollywood; dos, la de volverse, como por arte de magia, en el crítico más prolijo y desalmado, el más erudito y al mismo tiempo el menos dispuesto a conceder siquiera un punto de calidad para ese cine mexicano que desde hace mucho dejó de ser tan malo como el que sentó las bases de un desprestigio que todavía dura (recuerde a las ficheras, los hermanos Almada –o Almohada, como se les solía decir– y actores tan polifacéticos como Lucerito, Pedrito Fernández y Chespirito), y que, puede usted creerme, todavía mucha gente trae a cuento para descalificar de entrada una producción mexicana; y finalmente, la tercera fuerza contra la que nos debatimos es el deseo, siempre inconfeso, de que nuestra peliculita sea incontestablemente buena y pueda dar el campanazo frente al apabullamiento estadunidense.

Ahí te dejo estos dos filmes

Para documentar nuestro pesimismo: al momento de escribir esta columna, la cartelera sólo presenta dos películas mexicanas: Sin dejar huella, de María Novaro, en tres tristes salas, y Piedras verdes, que puede usted ver en una única sala. Como lo reseñamos en este mismo espacio hace quince días, el cuarto largometraje de María Novaro abrió con cerca de sesenta copias sólo en el Distrito Federal; el hecho de que dos semanas después ese número se haya reducido al cinco por ciento habla por sí solo de la suerte que ha corrido, en términos de aceptación del público, el viaje Scanda-Sánchez Gijón. Por su parte, Piedras verdes lleva un rato exhibiéndose, ya va de salida y no se puede decir que le haya ido mal (paradojas del cinéfilo: Sin dejar huella ganó el premio del público en la Muestra de Guadalajara, mientras la ópera prima de Ángel Flores pasó por allá sin mayores pena ni gloria).

A ver si así

Esta minirreflexión sólo pretende aportar un grano de arena a la enorme tarea que se nos viene, a partir de la reciente publicación (¡por fin!) del reglamento de la Ley Cinematográfica. Como se ha dicho entre la comunidad cinéfila, faltan en ese reglamento muchas cosas, pero al menos ya contamos con un principio de certidumbre para no andar tan a la deriva y estar tan a expensas de lo que se decida más allá de nuestras fronteras. El doblaje todavía puede ser un dolor de cabeza, el Fidecine quedó flaco, flaco, y el tiempo de pantalla no va a solucionar del todo la desproporción mencionada líneas arriba pero, aún así, algo se ha avanzado.


    Michelle Solano
Mis vuelos con ícaro

Desde hace algunos años se ha presentado en México una puesta en escena digna de los mayores elogios: Ícaro, escrita, dirigida y actuada por Daniele Finzi Pasca, fundador de Teatro Sunil, compañía internacional independiente integrada por actores europeos y latinoamericanos. Ahora, y tras mucho hacer llover en los ojos de sus espectadores, esta obra se encuentra en temporada de despedida en el teatro Ramiro Jiménez.

Pocas son las obras que recuperan tan bien el sentido lúdico del teatro, y menos son aún las que constituyen un suceso entrañable y de difícil olvido como ésta. Daniele es un clown, y es precisamente a través de la tradición clownesca que logra revelar fragmentos del ser humano que de otro modo permanecerían ocultos. Ícaro es una historia simple, sin artificios, auténtica y, por ello, profundamente humana. La clownería es quizá uno de los elementos teatrales más cercanos a las raíces de lo tragicómico, y es ahí donde la obra encuentra, con regocijo impecable, su mayor fortuna, en la paradoja del drama, actos ridículos y patéticos que poco a poco atraviesan la línea de lo gracioso hasta convertirse en el reflejo del caos y la derrota.

El núcleo de la puesta en escena está constituido por un entramado de situaciones e imágenes que sostienen la historia. Con pocos elementos escenográficos se logra un espacio intimista, muy apropiado para una obra que originalmente fue pensada para un solo espectador. Pero dicho carácter intimista, en esta ocasión, nada tiene que ver con la cantidad de público que asiste al teatro; es intimista porque no está hecha para los ojos, los números, los posibles espectadores, sino para las almas que ese día, a esa hora, en esa función, estén dispuestas a sentir, a encontrarse y reconciliarse con el resto del mundo. Uno no vive el Ícaro impunemente pues, de algún modo imposible de entender, ya que es una suerte de magia, de milagro, la obra trasciende en el interior del espectador, aun después de terminada la función.

Esta obra constituye un viaje iniciático, una revelación, una rebeldía utópica, un “masaje húmedo para el alma”, a través de las propiedades curativas de ese paso sutil entre la lágrima y la carcajada, entre el dolor desesperanzado y la ternura sublime. Una vez más queda confirmado que no hacen falta grandes producciones ni pirotecnia escénica para hacer teatro. Sólo basta saber contar una historia, querer decir, atreverse y ser honesto.

Daniele escoge el camino de la incoherencia para realizar su trabajo. No hay en Ícaro fórmulas típicas o probadas. Encasillarla dentro de un género o estilo sería un crimen; si acaso, puede inscribírsele dentro de un género arbitrario: el de “hágase un favor y vívala”. Digo vívala por que al Ícaro de Finzi no se puede más que vivirlo.

“El teatro de la caricia”, lo llama Daniele Finzi y dice bien, pues su Ícaro encarna el sueño de todos los otros, los otros todos que pugnamos por escapar, por redimir nuestras miserias humanas, por recuperar al niño extraviado por culpa de la realidad, la desesperanza, el dolor.

Aquí la cronista hace una pausa para recordar el mito de Ícaro, ése que sabe que su única posibilidad para escapar de su prisión es aprender a volar; ése a quien su padre Dédalo le construyó unas alas de cera que serían derretidas por el sol. Daniele, Ícaro de este tiempo, encontró una forma de escapar, pero sabe que la libertad es mayor cuando es compartida; entonces, a través de un autosacrificio –liberador en igual medida– se transmuta en un Dédalo que colocará las alas y echará a volar a su compañero, ese hermano con quien comparte el cautiverio, y, con él, liberará también a quienes sean testigos de este infinito acto de amor. Aquí se trata de una acción desesperada, de buscar la salvación en un momento límite. Los resultados son evidentes, una cura para esa suerte de cáncer terminal que todos padecemos: la indiferencia. Y en ello radica la mayor apuesta de Ícaro: cambiar aunque sea un poquito el mundo.

He volado ya muchas veces contigo, Ícaro, y volveré hacerlo una y otra y otra vez. Sí, tienes razón, a la gente como nosotros la quieren atrapar siempre. Sí, tienes razón, el mundo es cosa de mentalidades abiertas o cerradas, la gente aún no sabe qué hacer cuando descubre un ángel dormido a mitad de alguna plaza. Pero felizmente existes y no puedo sino agradecerte que hasta en los sueños que aún no sueño, tu grito es ahora la sustancia que da fuerza al anhelo de una vida, de un alma y una conciencia liberadas: nos escapámonos, nos escapámonos...