Jornada Semanal, 1o. de abril del 2001 


Pablo Revueltas
 

"Hijo del Hombre":
recuerdos de mi padre
 

Es difícil hablar del propio padre y más aún hacerlo con solvencia y una admirada y afectuosa objetividad. Pablo logra un retrato entrañable y, para nuestra fortuna, exento de cualquier forma de sensiblería, extremo que su padre hubiera, sin duda, lamentado. De una manera escueta y directa, Pablo se refiere tanto a los encuentros como a los desencuentros, a los amores y a los desamores, y una emoción mayor y contenida lo invade cuando recuerda el sepelio de uno de nuestros mejores hombres de la izquierda, con la numerosa presencia de sus hijos universitarios despidiendo al “Hijo del Hombre”.


El recuerdo más antiguo al que le puedo fijar una probable datación se remonta al día de Navidad de 1948; sólo que la ruptura de los muy parecidos hechos de mi diario suceder no obedeció a lo excepcional de esa fecha, sino a la presencia de mi padre. Un hecho desde luego inusual y curioso para mí. No es que se tratase de un desconocido, ya que desde siempre conocí a mi padre; no era el caso de la súbita irrupción de un extraño sin previo aviso, que de manera brutal y desconsiderada viniese a perturbar mis esquemas. Pero sí se trataba de un ausente frecuente, o un presente ausente, como quiera acomodarse el juego de palabras, esto es, él estaba dentro de nosotros, sin estar de cuerpo presente, ya que era el menos presente dentro del círculo de mi madre y mis hermanos. De ahí la expectación que me producía su cercanía física, su voz jovial y entusiasta, la manera hábil de abordar todo género de acontecimientos de los que nos hacía partícipes, las noticias y novedades que nos traía, el alivio y seguridad que da el saber que se tiene un padre.

El caso es que estaba ahí, joven, cercano, limpio. Tan joven que encuadraba perfectamente dentro de nuestro pequeño círculo familiar, lo completaba. Tan joven que podíamos tomarlo por un hermano mayor, y qué fascinante el hecho de que se pudiese comprender, desde la perspectiva de un niño de tres años, el significado de la consanguinidad, de la juventud que encerraba su personalidad; o tal vez lo veíamos como se ve a los seres cercanos y amados sin edad, como uno mismo, recién llegado al mundo, con el estado pleno, óptimo de sus facultades. Sería porque bromeaba, reía y se movía ágilmente de un sitio a otro, pero más que la agilidad física entusiasmaba la viveza mental trayendo a cuento una cosa o la otra, igualmente interesantes. Su aspecto ofrecía un bello cuadro de salud casi deportiva. A base de renovar con los años este recuerdo, ya que el original se ha ido diluyendo poco a poco, establezco a mi padre cual otro de nosotros, otro niño, al punto que mi hermano Fermín llegó a preguntarle: “¿Y tú, papá, qué vas a ser cuando seas grande?”

Tiempo después, me hice de un amiguito. Era la época de la Guerra Fría. Chuy debía tener ya algunos barruntos de la ideología de mi padre (que en ese momento frecuentaba con cierta regularidad la casa), ya que me preguntó mientras jugábamos en el cuarto desde el cual se oía la voz cantante de la conversación familiar de mi padre: “Oye, ¿tu papá es comunista?” “No sé –contesté–, vamos a preguntarle.” A mi padre se le iluminó la cara y me respondió: “Desde luego, compañero.” El trato de “compañero” hacia mí y el concepto de comunista confirmado nos condujo a cierto grado de perplejidad; volvimos a nuestros juegos y el comentario de Chuy fue: “Es un comunista bueno.” Y sí que lo era, pues sus visitas estaban acompañadas de paquetes de dulces y nieves traídas ex profeso de la nevería más cercana. Por un tiempo Chuy estuvo renuente a visitarme, dejando entrever que su padre no podía permitir que fuera amigo del hijo de un comunista. A mí me intrigaba aquel vehemente rechazo a la palabra “comunista” y no dejaba de preguntarme por qué mi papá se indignaba tanto cuando hablaba de los “fachistas”. ¿Que podrían tener de malo estos buenos señores del circo –pensaba yo–, que para divertir a los niños se vestían de fachas?

Por aquel entonces, las visitas de mi padre eran una o dos veces a la semana o al mes, pero más bien creo que se quedaba dos o tres días y luego desaparecía por semanas. El caso es que le oía hablar de movimientos sociales por demás interesantes, de lucha, de organización y del Partido. Cuando por ventura salíamos con él, invariablemente abordaba un taxi, en contraposición a mi madre que siempre nos hacía caminar y nunca nos compraba refresco. Él todo lo derrochaba y la más mínima insinuación bastaba para que regresáramos a la casa cubiertos de las más inútiles chucherías. Cierta vez, en la avenida San Cosme, salimos él y yo de la mano de aquel viejo mercado que asemejaba una estación de ferrocarril de la época porfirista, con arcos de hierro que recordaban el art nouveau, y se nos antojó tomar un jugo en un puesto ambulante, hecho de tablas anaranjadas y techo de lámina del que pendían diversas hierbas y adornos en los que destacaba un zapato de bebé y una pistola tipo pirata de dos cañones que me fascinó. El arma no estaba en venta, tal vez era el juguete del hijo del vendedor, y en varias ocasiones así lo manifestó él a mi obstinado padre, hasta que éste debió hacerle una oferta imposible de desdeñar y la pistola pirata pasó a ser parte de los objetos más venerados en el panteón de nuestros juguetes, sobre todo de mi hermano Fermín, que le tenía un especial cariño. Por años estuvo el artefacto rodando y hasta mi propio padre lo desarticulaba como si se tratase de ponerle balas y lo impregnaba de humo procedente de sus pulmones de fumador empedernido, provocando en nosotros la hilaridad al presenciar una pistola pirata aún humeante por la batalla.

Los taxistas, al ver a mi padre en actitud de transportarse, de inmediato cambiaban de dirección y suavemente se estacionaban a su lado. Era conocido de ellos, pero no se crea, como nosotros le creíamos, que nada más era por ser viajero frecuente, sino porque en algún tiempo tuvo una participación activa dentro de la organización del sindicato de trabajadores del volante. Invariablemente iniciaba una larga charla con el taxista, que no terminaba hasta que llegábamos a casa. Una vez allí, había helados, pasteles, regalos, pero sobre todo era una “ventana”: una fuente de información de los acontecimientos políticos e históricos del país y hasta del mundo. Si esto hubiera continuado hasta mi adolescencia, ¡qué diferente perspectiva de desarrollo personal habría tenido, con tanto gusto por la música y la lectura! ¡Cuántos caminos tuve que desandar, cuánto tiempo perdido! Hubiera podido continuar su obra. Al separarse en 1947, mi padre no se divorció solamente de mi madre, sino que se divorció de nosotros, mis hermanos y yo, dejándonos en la más terrible orfandad...

Con el tiempo las visitas empezaron a escasear, hasta cesar casi definitivamente. Ya estando en la secundaria acudí con mi mejor amigo, Carlos Briseño Nava, a un mitin del movimiento ferrocarrilero (1959) convocado en la Alameda Central, pero por una amenaza de inminente represión se cambió el lugar a Buenavista, donde acudimos en tropel. Ahí estaban Demetrio Vallejo, Valentín Campa, Othón Salazar, José Revueltas. Cuando tomó la palabra este último, a sólo unos metros en primera fila lo escuchábamos atentamente Carlos y yo, asintiendo y aplaudiendo con el resto del público. En medio del discurso, cuando descubrió mi presencia, se turbó ligeramente pero continuó. Al terminar, bajó del estrado y sorprendido me preguntó: “Pero, ¿qué haces aquí, compañero?” “Pues nada, lo mismo que todos: apoyando el movimiento.”

Dijo después que verme ahí fue para él un momento en que estuvo al borde del pánico, pues aquellas jornadas preludiaban la represión policiaca del ’68. Desde la ventana del edificio escolar en la Rivera de San Cosme habíamos presenciado ya la brutalidad del régimen, y la indignación nos había inducido a acudir al mitin. El maestro de matemáticas nos había prometido un diez por cada casco de granadero que trajéramos. La sorpresa de mi buen amigo Carlos fue notoria: el hecho de que yo pudiese conocer a uno de los líderes lo desconcertó, y más aún cuando supo que era mi padre. Poco antes, se había enterado de que la maestra de historia era mi madre, sin que yo jamás hiciera referencia a esto.

De ahí en adelante, las ocasiones en que supe de mi papá fueron esporádicas, a veces por medio de El Popular, único diario que recibíamos, por ser él uno de sus antiguos colaboradores. Cuando sabía yo de sus luchas sociales, desde luego era porque había resultado golpeado, había perdido su saco o lo habían detenido. Años más tarde, en las visitas que le hice a mi papá nunca hablamos de asuntos familiares. A mí me interesaba que me explicara la coyuntura política del momento, e invariablemente me preguntaba qué estaba yo leyendo. Le mentía con cualquier cosa y se quedaba tranquilo. Creo que en venganza por su distanciamiento, hasta aquella época no había leído yo ningún libro de él. Terminábamos por tomar cada uno cualquier libro del estante y enfrascarnos en una sesión de lectura; después de cierto tiempo, me despedía. A pesar de esto, no se crea que había un ambiente pesado: a mí me gustaba irlo a ver y luego pasar junto a él un par de horas de amena lectura.

Solamente en 1966 se apareció nuevamente en la casa. Estuvo cerca de un mes, su ánimo fluctuó desde lo patético a lo gracioso, de la alegría más extrema a la tristeza más profunda. Supimos de la historia de la familia, de la cárcel, de su lucha. Ya era otro José Revueltas, no el de mi infancia. Le recordé algunos pasajes de El luto humano y se conmovió profundamente, los ojos le bailaron y un cierto brillo apareció en ellos. Día y noche estuvo mi papá activo durante un mes atendido por mi hermana Olivia, charlando, comiendo, bebiendo. Cada cuatro horas dormitaba durante media hora, se bañaba a las cuatro de la mañana, lloraba, se lamentaba, proponía una nueva teoría, hablaba de Silvestre, su hermano mayor... Denostaba a uno, censuraba a aquel otro, juraba que estaba desahuciado y, al pedirle que nos explicara, contestaba: “¿Acaso no entienden el significado de la palabra desahuciado?” Un buen día se marchó. Al cabo de pocos días regresó, hasta que finalmente volvió a perderse.

Por medio de mi hermana Andrea teníamos noticias suyas y yo acudía a visitarlo con los mismos rituales, cada quien a su lectura. Creo que fui el último de la familia en verlo antes de su fallecimiento, con excepción de Ema Barrón, su tercera y última esposa. Estaba en bata en su departamento de Insurgentes Sur, pasé alrededor de dos o tres horas en su presencia, él leía La guerra de tres años con sumo interés, yo Los miserables, de Víctor Hugo. En un momento dado se sintió mal y escuché cómo usaba el baño; después continuó con su lectura. Cuando me despedí, advertí
en sus ojos una mirada entre ternura y melancolía, como los ojos de un toro a punto de morir. Dejó su lectura e insistió que me llevara no sé qué dulces o confites.

Poco más de una semana después supe de la gravedad de su estado, que lo había llevado a la muerte. Desde Tenosique, Tabasco, en donde vivía en aquel entonces, emprendí el larguísimo viaje hasta la Ciudad de México. Al llegar al mediodía, a bordo de mi camioneta Combi, que era mi casa, a la calle de Morelia donde vivía mi mamá, la vi en camino a tirar la basura y rápidamente la abordé. Ella no pensaba ir al sepelio, pero al verme dijo: “¡Ay, José Revueltas, cómo es el destino! Pues, cómo no, si llega mi hijo Pablo en el momento preciso... ¡Voy contigo!” Ya cerca del Panteón Francés, vimos por la calle de Bajío a una multitud de jóvenes universitarios que traían a hombros el féretro desprovisto del crucifijo, arrancado a fuerza, pues se trataba de un comunista puro. De inmediato me incorporé a los que cargaban el féretro. Frente a la fosa hubo una turbamulta que me rebasó; mi madre pidió paso a los estudiantes, mucho más jóvenes que cualquiera de nosotros: “Déjenos pasar, que aquí viene uno de sus hijos.” Sentí una oleada de vergüenza. Creí escuchar, aunque quizá no ocurrió, en cada una de las gargantas de los universitarios: “¡Todos somos sus hijos!”

Durante la estancia de poco más de un mes de mi papá en nuestra casa, en el año de 1966, le había escuchado decir, antes que a nadie, que durante los funerales de alguien querido no debía llorarse, sino que si había gustado la obra del muerto, cual si se cerrase el telón, lo apropiado era aplaudir. Y de este modo, entre rechiflas al intento de discurso que pretendió pronunciar el secretario de Educación Publica, Bravo Ahuja, jaloneos, puños cerrados y aplausos, bajó el telón de la obra llamada José Revueltas, “el Hijo del Hombre”, como acostumbraba firmar sus cartas en los últimos años.