Jornada Semanal, 25 de marzo del 2001

Ana García Bergua


El show de la realidad

Hace días, Víctor Trujillo reprodujo en su programa de televisión una escena que me pareció verdaderamente patética: se trataba de dos locutores de televisión tratando de llenar el tiempo en lo que llegaba el presidente a una conferencia. La charla de los locutores, desesperados por no tener qué decir, repitiendo las mismas cosas, anunciando a cada minuto que en el siguiente minuto llegaría el presidente, que ya mero llegaba, que había mucho tráfico, señalando reiterativamente que este era un “evento” muy importante (aunque había sido cuidadosamente planeado: en todo caso, lo fortuito era la tardanza del presidente), me pareció una muy buena metáfora de lo que ocurre ahora con los periódicos, los noticieros y quienes los vemos y los leemos: gente diciendo cualquier cosa, a la espera de que verdaderamente pase algo. Después, cuando aparece finalmente la tan ansiada noticia, ésta parece tragarse a todas las anteriores y en seguida pierde importancia, como si hubiera la necesidad de imponer una trama a base de sorpresas fugaces, de amoldar las cosas que pasan a un libreto dramático para ver si así se despierta a una multitud aburrida cuya insatisfacción aumenta, paradójicamente, a medida que va devorando noticias cada vez más condimentadas.

Y sin embargo, uno tiene cada vez más la impresión de que aquello que no brilla por alguna razón en los medios de comunicación, simplemente no ha sucedido, o no ha sucedido sin ser debidamente observado, vigilado, analizado y de preferencia comentado por dos locutores (que pueden ser hombre y mujer y estar vestidos de largo y de smoking como los que presentan a quienes presentan a quienes a su vez presentan y al final entregan los óscares, por poner un ejemplo). Así es difícil que ocurran cosas, o que lo que ocurra, necesitado de tanta parafernalia, no se disminuya inmediatamente, por el solo avasallamiento del aparato mediático (perdón por ese nombre tan feo). A mí me parece ya tan desesperado el afán de los periódicos y los noticieros de televisión de dar a cualquier cosa la calidad de noticia, como la necesidad de que todo lo que ocurre sea filmado, grabado o escrito. Por ejemplo, la exigencia de que la marcha zapatista por la ciudad se grabara a lo largo de todo el recorrido. Independientemente de si existió maquiavelismo o desidia de parte de las cadenas de televisión, la verdad es que los zapatistas se salvaron de tener a dos locutores “cubriendo el evento”, describiendo largamente la pipa de un subcomandante o el pasamontañas de otro, a la espera de que llegaran a la siguiente esquina, o de que se montaran en el templete para hablar, y de que, al final del show, las expectativas del público que ve la televisión se trasladaran al fútbol, a lo que sigue, a algo más grande. Y es que ya no estoy segura de que las variadas multitudes que salen a las calles a vitorear al Papa o a los zapatistas, o a protestar por la razón que sea, o al desfile de Disney (que con mucho ha congreado a la multitud más nutrida que se pueda reunir en esta ciudad), sean las mismas multitudes que ven pasar todas estas cosas por la televisión –y confieso que soy parte de estas últimas. ¿Qué sentirá aquel que pasa todo el día en las calles marchando con otros, gritando, bailando o desnudándose, no sé, o el que es víctima o testigo de una escena terrible y violenta, y no ve que aquello se reproduzca en la televisión?, ¿sentirá que no pasó, que fue un sueño, que a fin de cuentas nadie lo vio? Y ese nadie que somos los otros, si lo llegamos a ver, quizá dudemos también de que haya ocurrido, pues se nos presenta todo tan encapsulado, adornado o estructurado de cierta manera para que el dedo no ceda al zapeo compulsivo e insatisfecho, que siempre queda un margen, un resquicio, algo que parece escaparse de la verdad. 

Salgo a la calle, al barrio de la Concepción donde tengo la inmensa suerte de vivir, y veo que sin embargo, a lo largo de todos los años que llevo aquí, las cosas no han cambiado tanto, por lo menos no tanto como parece transformarse la realidad en este circo dramático de noticias infladas, expulgadas, comentadas hasta el cansancio: el joven que vende los periódicos en la esquina sigue leyendo su Vaquero, los niños siguen llegando tarde a la secundaria de Hidalgo y Fernández Leal, el perro de la azotea azul y blanca de la plaza de la Conchita nos sigue ladrando y espantando a mi hija grande y a mí cada vez que pasamos, y en nuestras vidas suceden las pequeñas cosas que, a fin de cuentas, nos resultan siempre más interesantes, amenas e incluso, a veces, apasionantes. Pero quién sabe cuánto nos dure esta agradable sensación de realidad concreta: quizá, en un futuro ya no muy lejano, tengamos que hacer todas nuestras labores cotidianas acompañados de un camarógrafo, dos locutores y un líder de opinión, para que la vida no se vuelva ya tan sólo un sueño, como decía Calderón. 
 
 



LA JORNADA VIRTUAL
Naief Yehya

La loca academia militar de la familia Bush II, 
más incompetencia que nunca


El último viaje del Ehime Maru 

El 9 de febrero pasado los estudiantes de pesca que viajaban a bordo del barco escuela Ehime Maru quizás imaginaron estar viviendo aquella famosa escena de la película Ebira, el horror de la profundidad (alias Godzilla vs. El monstruo marino, Jun Fukuda, 1966), en la que una inmensa langosta destruye un barco como si fuera un juguete. Pero lo que golpeó y hundió a su embarcación no fue un crustáceo descomunal sino el submarino nuclear Greeneville de seis mil 900 toneladas, una de las armas más poderosas y letales de la historia equipada con misiles tomahawk, harpoon y toda clase de torpedos. El Ehime Maru tuvo la mala fortuna de que ese día el Greeneville estaba siendo utilizado como montaña rusa para divertir a dieciséis distinguidos visitantes y generosos donadores. Cinco miembros de la tripulación y cuatro estudiantes menores de edad perdieron la vida cuando el submarino emergió en una maniobra que consistió en sumergirse hasta una profundidad de 125 metros y luego proyectarse violentamente hacia la superficie. El acero endurecido del Greeneville, diseñado para romper hielos árticos, no tuvo dificultad para rebanar el casco del barco y hundirlo en menos de diez minutos. Después del impacto la tripulación del submarino no ayudó a rescatar a los sobrevivientes sino que se limitó a contemplarlos mientras luchaban por sus vidas. Hasta el 13 de marzo la marina se mantuvo en silencio negando los rumores de que los civiles a bordo habían causado la catástrofe. Ese día, un portavoz de la marina declaró que en el momento del impacto los dieciséis civiles estaban en el control del submarino y dos de ellos se encontraban en puestos vitales de comando aunque, para alivio de todos, estaban “bajo la estrecha supervisión de un oficial”. Aparentemente la tripulación no pudo cumplir con sus funciones debido a que los civiles estorbaban. Además, al parecer el capitán Scott Waddle se precipitó y no siguió los procedimientos de rigor, ya que debía regresar a sus visitantes a tiempo a Pearl Harbor para un coctel. La observación por el periscopio fue demasiado rápida, el marino que se encargaba de rastrear en el sonar a las embarcaciones cercanas dejó de hacer su trabajo aparentemente debido a la “interferencia pasiva” de los civiles; faltaba personal y uno de los sonares estaba descompuesto. Los invitados eran donadores millonarios de la asociación del Missouri Memorial, la cual, aparte de organizar torneos de golf y manifestar su desprecio por los japoneses, hace donativos multimillonarios a la marina. Otro dato curioso es que el organizador del paseíto fue el almirante Richard Macke, quien hace cinco años desató la ira del gobierno y pueblo nipones, cuando declaró al respecto de tres marinos estadunidenses que en Okinawa rentaron un coche, secuestraron a una niña de doce años y la violaron: “Con lo que pagaron para rentar el coche hubieran podido pagarse una niña.” Resulta irónico que el único compromiso que la marina asumió sin condiciones fue asegurar que en el futuro se tomarían medidas para que algo así nunca volviera a suceder. ¿Es esto realmente necesario? ¿Cuáles son las probabilidades de que una aberración náutica como ésta vuelva a suceder? 

¿Y dónde quedó la paz 
de los Balcanes?

El sórdido episodio del Ehime Maru abochornó a los Estados Unidos pero es tan sólo uno de varios tropiezos y fracasos que ha tenido la política exterior de esa nación en las últimas semanas. En el siglo XXI , con puntualidad aterradora viene a confirmarse una vez más que en el mundo real la paz no se impone como en Hollywood: un villano atormenta a un pueblo, un ejército de héroes viene al rescate, tras pelear con gallardía contra el tirano el pueblo es liberado y los héroes vuelven a su patria sucios y lastimados pero orgullosos por su misión cumplida. La otan fue al rescate de los kosovares pero nunca se planteó que Kosovo dejaría de ser parte de Serbia. Lamentablemente para Occidente la guerrilla kosovar no deseaba únicamente ejercer su derecho de legítima defensa en contra de un régimen racista y genocida, sino que aspiraba a la independencia y en un momento dado a la creación de una gran Albania, la cual incluiría partes de Serbia y Macedonia. Lo malo es que en el proceso los freedom fighters albanos están dispuestos a llevar a cabo una campaña de limpieza étnica, precisamente el crimen que le costó a Serbia ser bombardeada. Tras numerosos atentados sangrientos en contra de los pocos serbios restantes en Kosovo, finalmente la otan ha aceptado que los guerrilleros han aprovechado su protección para reclutar hombres, entrenarlos, contrabandear armas, gente y drogas. La ironía es que la otan acaba de permitir al ejército serbio volver a la zona de seguridad que Milosevic tuvo que aceptar al término de la guerra. Los generales a cargo de la operación incluyen a Vladimir Lazarevic y Nebojsa Pavkovic, quienes estuvieron a cargo de los ataques en contra de la población civil kosovar que dieron motivo a la guerra.

Fuego amistoso

Bombardear Iraq se ha vuelto ya un rito indispensable para todo presidente estadunidense, pero para su mala suerte el bombardeo con que debutó George Bush junior, tuvo como epílogo otro incidente bochornoso y sangriento de “fuego amistoso”: un piloto tiró tres bombas de quinientas libras y mató a cinco militares estadunidenses y un neozelandés. Y por si eso no fuera suficiente, ahora el gobierno de Bush tiene que encontrar una manera relativamente razonable para justificar y defender la política israelí de “sellar” ciudades al excavar alrededor de ellas zanjas de un par de metros de profundidad y prohibir que la gente salga. Este castigo excesivo e inhumano se traduce en que decenas de miles de palestinos han quedado aislados y sin acceso a hospitales, escuelas, trabajos, mercados y demás. La crisis es tan grave que la Casa Blanca se vio obligada a criticar discretamente a Israel, su principal aliado. En esta ocasión no habrá un ejército de héroes gallardos que vengan al rescate del pueblo oprimido. 
 
 

[email protected]

Carlos López Beltrán


Nomadismo y filosofía de la ciencia (I)

Isabelle Stengers acuñó la noción de “conceptos nómadas” para referirse a las herramientas teóricas que poseen la capacidad de migrar, trasponer fronteras, adaptarse a ambientes disciplinarios diversos, y rendir frutos en ellos. Un nomadismo análogo se ha vuelto necesario para los filósofos interesados en entender el fenómeno científico. La razón es que desde hace algunos lustros la capacidad descriptiva y explicativa de la filosofía tradicional de la ciencia (encarnada en distintos tipos de análisis conceptuales) se encuentra muy disminuida frente a su objeto. Esta merma es efecto más que otra cosa de los éxitos de las pesquisas emprendidas en disciplinas paralelas, que nos han venido brindando imágenes enriquecidas de las ciencias y sus prácticas, con muchas más dimensiones y aristas que las que la filosofía había querido reconocer. Con ellas el conocimiento de las ciencias ha comenzado a salir de un corsé descriptivo del que la filosofía era en gran medida responsable. Por ello la relación entre la filosofía y las ciencias se está transformando muy rápida y dramáticamente. 

La filosofía ha paulatinamente aceptado que para comprender cabalmente el fenómeno científico no basta con intentar constituir un dominio de investigación del conocimiento teórico saneado y bien punteado como un campo quirúrgico, sino que es necesario en cambio trascender enfoques y maneras de plantear las preguntas –problema heredados, y adoptar una actitud más ecléctica y abierta. Asumir la actitud nomádica que promueven, desde sus distintos campos de acción, un Ian Hacking o un Michel Serres. 

Desde los años sesenta varios, cuando los estudios de la ciencia alcanzaron la madurez, y se dejó un poco de lado el complejo de inferioridad ante lo científico, las ciencias, como actividad compleja de instauración de creencias y prácticas, han sido objeto de estudios empíricos intensos y muy variados. Con atractivos hallazgos y propuestas, la historia de la ciencia, la sociología de la ciencia y la antropología de la ciencia, entre otras, han terminado por enriquecer y problematizar nuestras imágenes del conocimiento científico. Hoy por hoy no es posible ignorar sus resultados sin grave pérdida. Como ha ocurrido siempre en la historia de la filosofía, después de un periodo de grandes transformaciones en la descripción y explicación que hacen los científicos de algún dominio u objeto, los filósofos se ven forzados a replantear sus acercamientos al mismo. Por ejemplo, la noción de probabilidad tuvo que ser replanteada después de la mecánica estadística, y una vez más después de la mecánica cuántica. Así, después de los sustanciales y renovadores estudios empíricos e interpretaciones de historiadores, sociólogos y antropólogos de las ciencias, a partir de los años sesenta, no tiene sentido reciclar los viejos moldes para reflexionar filosóficamente sobre la ciencia. La actitud conservadora y defensiva, aún prevaleciente en muchos sectores de la filosofía de la ciencia es, a mi modo de ver, un intento de tapar el sol con un dedo. 

Podemos identificar someramente una de las transformaciones clave. El desecho de la tendencia a igualar el problema de entender filosóficamente a la ciencia con el de entender las relaciones racionales entre teoría y evidencia, y las relaciones semánticas y representacionales entre teoría y sistemas físicos. Eso hacía una escisión artificial y distorsionante en nuestra descripción básica de las ciencias que dejaba fuera de consideración, o relegaba a un segundo plano, toda la información sobre los contextos específicos de producción y aplicación, sobre las prácticas de investigación y sus complejidades, sobre el conocimiento y las presuposiciones no representacionales, ni lingüísticas. De ese modo la dimensión pragmática era caricaturizada y reducida a formas de ejemplificación o de aplicación de las teorías a la hora de producir explicaciones, o de desarrollar tecnología. 

Otra lección de los estudios de la ciencia recientes (empíricos, naturalistas) es que debemos desconfiar del excesivo énfasis que a veces se pone en las divisiones disciplinarias, así como en la unidad al interior de las disciplinas. Y no hay duda, a mi ver, de que los humanistas en general, y los filósofos en particular, estamos mejor ubicados que nadie para emprender pesquisas de conocimiento que saquen provecho de la artificialidad recién revelada de las barreras disciplinarias. Es decir, está a nuestro alcance ignorarlas para bien. Lo que cuenta es confrontar los problemas, y ante ellos no siempre es buena idea prejuzgar sobre las herramientas que necesitamos.

Como los científicos, están los filósofos determinados por su aculturación en tradiciones, en modos de proceder, de enfocar; por los tipos de análisis y respuestas aceptables; por los ejemplos paradigmáticos de excelencia en el proceder. Y como ellos tienen la opción de ir por el mundo buscando tornillos o tuercas para sus desarmadores de estrella o nuestra llave de tuercas del 12, o la de buscar la herramienta adecuada (que no tenemos al principio a la mano) para desarmar la juntura rara que de pronto se nos aparece como la más interesante. El filósofo de la ciencia nómada es aquel que persigue a la perdiz no importa si ésta ha brincado la cerca (de aire) de su coto. 


Menú de degustación

1. Monumento

La señora Marie Harel, granjera del siglo xviii, pasa por ser la inventora de un queso, no cualquier queso, sino el que lleva el nombre del pueblo donde ella vivió, el pueblo de Camembert, nada menos. La señora ha sido glorificada con un monumento de piedra que, observa Janet Flanner, parece más bien una rebanada de queso gruyère y añade: “No es justo.”

¿Un monumento al queso? Me parece más lógico celebrar lo que hace dulce y gozoso el vivir, por humilde que sea, que a las figuras de la guerra y la política, siempre discutibles. En Cotija, Michoacán, bien podrían alzar un monumento al delicioso queso de la región que, si bien no es el grande y poderoso Camembert, hay que reconocerlo, tiene lo suyo. Debería ser de piedra blanca o ¿sería llover sobre mojado? “Tres cosas me tienen preso, de amores el corazón, doña Inés, el jamón y berenjenas con queso... de Cotija”, podría ser la inscripción conmemorativa.

2. Sabor de época

Inmensamente célebre fue en su largo apogeo Charles Chaplin. Si X envejece, X tiene algo de máquina, la tecnología y las máquinas envejecen, pero el arte genuino vive en eterna juventud, fuera del tiempo y la caducidad. Así, las películas de Chaplin siguen siendo una maravilla de encanto y precisión. Tiene ese arte el espectro más envidiablemente amplio: deleita lo mismo al conocedor más exigente que al rústico analfabeto, pasando por niños, plomeros, amas de casa, astrónomos, peluqueros, obispos, criminales, notarios y poetas.

Pues bien, Chaplin fue conocido en Francia como “Charlot”, pero revela al pasar Tablada en una crónica que fue llamado “en las Antillas y en parte de Sudamérica, Canillitas”. Así, como lo oyes, “Canillitas” (vale decir “Piernitas”, él que usaba los pantalones más anchos que la moda permite), y ese extraño y patético apodo tiene no sé qué de doloroso sabor de época. Como en los mapas antiguos, que en ciertas regiones salvajes ponían el letrero “aquí hay leones”, en el mapa del recuerdo, al oír este desesperado mote podemos poner “aquí hay melancolía”. Melancolía con su toque de melodrama patético que, por cierto, el consumado arte de Chaplin nunca desdeñó (se acerca a gran velocidad todo lo que puede a lo más cursi y empalagoso, pasa sin tocarlo y se clava en el corazón, es un milagro estético): quien ha visto la tremebunda escena de Luces de la ciudad en que la ciega recobra la vista y reconoce al tacto a “Canillitas”, su benefactor, ha visto, en mi opinión, ni más ni menos que la perfección en arte escénico.

“Canillitas” se llama también, por supuesto, la novela picaresca de Valle Arizpe, gran prosista de fino humor, como se sabe. “Echarle canilla” a algo equivalía (¿o me equivoco?) a aplicar fuerza o diligencia a un asunto. Ya no se usa y tiene, por lo tanto, sabor de época. Como cuando se decía de algo bueno o bien hecho que estaba “piocha”. Piocha, cuánta melancolía hay en esa palabra, ¿verdad?

3. Una inversión de significado

La llamada por el antropólogo Lévy-Bruhl “ingratitud de los enfermos” consiste, según Bergson, en lo siguiente: “Los primitivos que han sido cuidados por médicos europeos no les guardan gratitud alguna; es más, esperan del médico alguna retribución, como si fueran ellos (los enfermos) quienes han prestado el servicio.”

El médico pagándole agradecido al enfermo por dejarse curar. No alcanzaba a penetrar, a hacer mía, esta inversión de significado. Pero el propio Bergson la baja al suelo recordando que cuando era niño berreaba y protestaba de tal forma cuando lo llevaban al dentista, que acabaron por sobornarlo poniendo una moneda de cincuenta céntimos en el vaso de enjuagar (la asepsia era desconocida en aquel tiempo). “Así pues –explica–, me dejaba llevar sin pensar, y la idea que debía hacerme del dentista se dibujaba en mí con trazos luminosos. Era evidentemente un hombre cuyo mayor placer consistía en arrancar dientes, y que llegaba a pagar por ello una suma de cincuenta céntimos.”

Cuenta también Lévy-Bruhl de unos “primitivos” lo siguiente: “He aquí gentes ante las que un viajero abre un libro y a las que se dice que este libro da informaciones. Estas gentes concluyen que el libro habla y que, acercándoselo al oído, percibirán su sonido.” Jugosa e inventiva reacción, qué singular y casi mágico objeto crea. Y no sólo eso, comenta Bergson, sino que es una conclusión perfectamente lógica y adecuada: su tradición es oral, ¿cómo pedirle a esa gente que descubriera o inventara en el acto y al propósito la escritura? “Para hacer eso se hubiera precisado más que inteligencia superior, más que genio”; deslumbrante, un milagro de intelectiva francamente inexplicable.

4. Postre

La persona que sabe poco gusta de hablar, la que sabe mucho, guarda silencio. Esto es porque la persona que sabe poco piensa que todo lo que sabe es importante. Pero la persona que sabe mucho, sabe también que es mucho lo que no sabe. Por eso habla sólo cuando es necesario hablar, y si no le preguntan nada, guarda silencio.” Con esta idea de Rousseau, reformulada por Tolstoi, guardemos, pues, silencio.