La Jornada Semanal, 18 de marzo del 2001


LAS   ARTES  SIN  MUSA 
     

    Kid A de Radiohead: 
    melancolía sideral

    Patricia Peñaloza


 

Una vez finalizada la grabación de Kid A –el cuarto disco del quinteto inglés Radiohead–, Thom Yorke, voz, letras y latido central de la banda, sentado en el asiento trasero de un auto, lloró de principio a fin mientras escuchaba el resultado final. Creo entender y compartir sus lágrimas: este álbum es estremecedor. Este álbum da miedo. Mucho miedo. Aunque a la vez ilumine y alivie.

Y da miedo porque Yorke radiografía la angustia existencial latente en el subsuelo de las actuales almas alienadas, entumecidas, microprocesadas; esa angustia, soledad y desolación que pocos se atreven a sacar a la luz, oprimida y parapetada por la parafernalia de la modernidad. Sus imágenes y sentimientos están detrás de nosotros aunque no solemos (o no queremos) verlos.

Kid A es un thriller de ficción demasiado real; una intencionada banda sonora para el año 2001, un disco que refleja a su tiempo, al sonido, a las imágenes, que habrían anhelado Houxley, Bradbury, K. Dick, en sus más deliciosas pesadillas: las obsesiones del ser humano a través de la imaginación de su futuro. Kid A es un sonorama caleidoscópico, no circular, sino en espiral, acaso tan limitadamente vasto como el adn del genoma humano, con todo y respectiva basura genética a modo de scratcheos electrónicos, palabras que no dicen, frases desestructuradas –tanto idiomáticas como musicales–, ambientaciones caóticas. Tan justamente contradictorio como para ser lo suficientemente humano... o humanoide: escenario para un planteamiento tan aterrador como el “Kid A” (el niño A), personaje que, a decir de Yorke, encarna al primer niño clonado: “Apuesto que ya existe.”

Sin embargo, el disco alivia, pues tampoco es nihilista ni ruidoso. Es estruendoso para el corazón, no para el oído. Aunque destila ansiedad, frustración, impresión de no hallar escape, no hay desesperanza. Hay azote, pero no derrota. Es intenso, pero también sutil; desgarrador pero dulce a la vez. Yorke y sus muchachos, además de hacer de la desolación y la lágrima no una carga sino un bálsamo, bosquejan instantáneas que podrían ser irónicas a no ser porque resultan escalofriantes. Dice el vocalista: “Kid A no es difícil u oscuro. Más bien es divertido, aunque sólo a mí me lo parezca... aun sabiendo que mucho de él está al borde de la locura. Tras haberlo grabado, me siento vivo otra vez. No soy alguien que viva asustado. Sólo estoy tratando de proteger mi salud mental.”

Catarsis. Fuga espacial. ¿Originalidad? Si bien los sonidos de Kid A recuerdan a las atmósferas siderales de Brian Eno, así como al primer Pink Floyd –rasgo sugerido acaso por la sarta de teclados análogos que el quinteto de Oxford emplea–, los retratos de situaciones y sensaciones, así como la serie de secuencias repetitivas, son más bien actuales.

Si en su multiovacionado tercer disco y obra maestra, OK Computer, Radiohead planteó el miedo a lo posible por ocurrir en un futuro inmediato, Kid A es ya ese momento futuro visto desde un hoy mismo, muy lejos de ser dichoso, más bien solitario. La visión misma de la portada y del arte del librillo denotan paisajes agresivos, montañas afiladas como dientes, ciudades borrosas/borradas, incineradas, en las que no figura el ser humano. Panoramas aun así prístinos, tecnológicos, en DVD.

Y aunque las obsesiones de terror a la alienación del OK Computer prevalecen en Kid A, el tratamiento en éste es diferente. El primero es pródigo en magníficas canciones, donde no hay pastiche sino visos de innovación y reinvención, rolas completas de “rock” como lo hemos conocido, independientes unas de otras; en el segundo no hay estructuras tradicionales, no hay riffs, puentes musicales, redobles clásicos, sino temas inasibles, además de uniformidad entre ellos, una continuidad/redondez dramática que lo hacen una pieza completa, entrelazada de principio a fin. No es que sea repetitivo; al contrario, cada track es un asombro, un pasaje dentro de una misma película. No es un disco más “difícil” sino más profundo: horada, cala, tanto bajo la piel como en la corteza cerebral. Los sonidos emitidos se antojan impensables, aunque a la vez harto naturales; de ahí el horror de sentirlo familiar pero inconcluso: un buen thriller guarda el misterio hasta el final.

¿Y las letras? Profusas en íntimas y estremecedoras imágenes. “Everything in it’s right place”: atmósferas laberínticas, cuatro solas frases se desmembran: “Todo en su lugar/ ayer me desperté sorbiendo un limón/ ¿qué es lo que ella trató de decir?” “Kid A”: el niño clonado habla en primera persona, en voz velada, robótica: “Vivo una mentirita blanca/ tenemos cabezas sobre palitos/ tú eres movido por ventrílocuos/ ratas y niños, síganme fuera del pueblo.” “National anthem”, sin duda uno de los mejores tracks: sonoridades etéreas, poderoso bajo, desquiciados platillos y metales retorcidos a lo Charlie Parker.

“How to disappear completely”: guitarra acústica, constante bramido tensor, gemidos y violines lánguidos y un final de cinta disminuyendo su velocidad. “Three fingers”: ambient instrumental. “Optimistic”: lo más parecido a un rock, de guitarras limpias con destellos helter-skelterescos, percusiones ceremoniosas y bajo hendrixero. “In limbo”: espirales acústicas en ascendente. “Idioteque”: el asco seco y electrónico por las discoteques. “Morning bell”: armonías solitarias, ritmo cortante, guitarras desvaídas. “Motion picture soundtrack” (o “después de la tempestad, la calma”): un órgano como de iglesia, coros y arpas de ensoñación, como quien escapa al Cielo: “Vino tinto y pastillas para dormir/ sexo barato y filmes tristes/ déjame regresar a donde pertenezco/ tus cartas siempre se incendian/ alimentémonos de mentiras piadosas”, para rematar con una frase melódica beatlesca: “Nos vemos en la próxima vida.”