La Jornada Semanal, 18 de marzo del 2001


Enrique López Aguilar


SHOSTAKOVICH (II)

Dmitri Dmitrievich Shostakovich fue alumno de Glazunov en el Conservatorio de Leningrado y discípulo de Rimski-Korsakov, Nikolaiev, Steinberg y Sokolov; en 1942 obtuvo el Premio Stalin y en 1946 la Orden de Lenin, pero estos reconocimientos no deben fomentar la confusión, pues todos los artistas estaban sujetos a los férreos designios del realismo socialista en la antigua Unión Soviética, como lo corrobora el caso de Mijail Bulgakov, autor de El maestro y Margarita, espléndida novela de un artista quince años mayor que Shostakovich y muerto tempranamente en 1940, mucha de cuya obra siguió estando prohibida en su país hasta la caída del “socialismo real”. Tal vez pareciera más enigmático el hecho de que Shostakovich contara con prestigio dentro y fuera de la urss, y que la suya fuera una de las obras más difundidas en el extranjero, sobre todo si se considera que fue un compositor que nunca abandonó las fronteras del llamado Muro de Hierro ni realizó giras europeas o americanas. El enigma puede disolverse parcialmente: la obra de Shostakovich fue difundida en Occidente por dos entusiastas amigos suyos que decidieron exiliarse de la antigua urss: Mstislav Rostropovich, exitoso chelista y director de orquesta que ha realizado una edición reciente con las quince sinfonías de su compatriota; y Nikolai Malko, director que puso en contacto al joven compositor con eruditos musicólogos como Iván Sollertinski –quien lo introdujo en la obra de Mahler y le deparó el conocimiento de los meandros musicales que van de Bach a Offenbach– y estrenó la Primera sinfonía en mayo de 1926, logrando un éxito inmediato: Bruno Walter, Otto Klemperer y Arturo Toscanini la convirtieron, gradualmente, en parte de su repertorio sinfónico.

Quienes conocieron a Shostakovich en su juventud, fundan y confirman lo que fue parte de su leyenda: la capacidad de interpretar cualquier partitura a primera vista (cosa que comparte con la fama y una modesta vanidad de Bach: Forkel, compadre y biógrafo del organista de Leipzig, dixit), su memoria privilegiada y la aptitud para asimilar diversas formas musicales con extraordinaria rapidez. Su habilidad con el piano pudo haberlo convertido en virtuoso, pero es seguro que resultó mejor para la historia musical que no ganara el reconocido Premio de Varsovia en 1927 y sólo obtuviera un diploma: por un lado, eso no le impidió la interpretación del instrumento, ni la dirección orquestal, ni la composición; por el otro, creó una serie de obras muy atractivas para el repertorio pianístico: la Sonata para piano, opus 12; los Aforismos, opus 13; los Preludios, opus 34; y el Concierto para piano y orquesta, opus 35.

Si en algunas ocasiones parecen percibirse en Shostakovich concesiones à la soviètique, deben considerarse las difíciles condiciones de un artista o intelectual que pretendiera un trabajo completamente independiente en la urss. Entre la pureza de Bulgakov y la talentosa intermediación de Shostakovich, ¿qué elegir? Entre el martirologio y la sobrevivencia, entre el sepultamiento y la divulgación, entre hacerse las cosas muy difíciles o relativamente más fáciles, ¿quién tiene la fórmula exacta para saber cómo se hacen las cosas en una dictadura? Nadie puede acusar a Shostakovich de haber sido un compositor que concediera su talento a las exigencias del Soviet Supremo, como en el caso lamentable de Jachaturian, pero todos pueden reconocer la hondura expresiva y experimental que ofrece su música de cámara y mucha de su obra orquestal. Como sor Juana, Shostakovich supo decir lo que debía en un medio adverso, engañando, a veces, a sus censores. Considerando la no siempre verificable estupidez inquisitorial y las alianzas con el poder, la ventaja fue que él era músico y, por lo mismo, manejaba un discurso difícil de atrapar por su abstracción connatural; además, él estaba convencido de las bondades políticas del régimen en que vivía: no olvidar su elegida permanencia en el país y que, durante el sitio de Leningrado, participó como bombero voluntario.

La última película de Kubrick, Eyes Wide Shut, divulgó el segundo vals de la Suite de Jazz No. 2, para orquesta promenade; la obra de Shostakovich es más vasta que esa pequeña joya que, musicalmente, parece condensar la historia soviética. Para el hipotético y auditivo equipaje del Ulises moderno, no deben dejar de escucharse las Sinfonías 1, 5, 7 (“Leningrado”), 11 (“1905”), 13 (“Babi Yar”) y 15, que parodia, deliciosamente, la muy parodiable obertura de Guillermo Tell, de Rossini. Entre su obra vocal destacan las óperas La nariz, basada en el cuento de Gogol, Lady Macbeth en el Distrito Mtsensk, así como muchas canciones. De sus catorce cuartetos, herencia claramente beethoveniana, no se puede viajar por la vida sin los números 9 a 14, particularmente sin el 11; asimismo, su Segundo trío, opus 67 (obra maestra de todas las Rusias), su Sonata para chelo y piano, opus 40, así como sus Sonatas para viola y piano, opus 147, y para piano y violín, opus 134, son de las joyas camerísticas del autor que todos deben apreciar.

Cada artista propone un pequeño porcentaje de su obra para la posteridad, cada poeta escribe un conjunto de textos del que, tal vez, se vuelvan parte de la tradición un solo poema o una mínima línea, como proponía Borges; a lo que yo he sugerido, el lector podrá agregar sus preferencias. En el caso de Shostakovich, su manera de iluminar el mundo desde una dictadura con notas, acordes y frases que dieron frutos más allá de lo meramente contextual, son lo que lo mantiene vivo entre nosotros: más allá y acá del Muro de Hierro, están el indudable Prokofiev y, sobre todos los músicos soviéticos y entre los mejores del siglo xx, Demetrio Shostakovich.
 
 
 
 
 





El menú de Trimalción

En este artículo me propongo solamente enumerar los platillos que se sirvieron esa noche celebérrima, sin abundar en los chorros de vino desperdiciado, los baños –sudaderos les llama Petronio–, los pedicures hechos con agua de nieve por esclavos que “quitan los padrastros con destreza sin igual”, las canciones, discursos, pleitos, bailes obscenos y representaciones teatrales. 

En primer lugar llegaron en vajilla de plata las entradas: aceitunas blancas y negras, lirones salpicados con miel y adormidera –¡lirones!–, ciruelas de Siria y gajos de granada. También como parte de los entremeses se sirvieron huevos de pavo rellenos de higo rebozado con yema de huevo y pimienta, todo acompañado con vino “Falermo opimio, centenario”. Luego, sobre una bandeja en la que estaban representados los doce signos del Zodiaco, fueron traídos garbanzos, ternera, testículos y riñones, torta y tarta, un pescadito de mar, una langosta, una oca, barbos (pececitos de río), –cada vianda representando una constelación–, y al centro un panal de miel. El pan se servía directamente de una olla-horno de plata. En una segunda bandeja hubo pollos, ubres y una liebre a la que habían pegado unas alas, “y parecía un Pegaso”. Hay que recordar que al final de la Edad Media este tipo de animal fantástico que nacía sobre la mesa de la cocina fue también muy popular; se llamaba cockentrice y era mitad gallo y mitad lechón. De la misma manera se le pegaban alas y escamas hechas de mazapán. Pero volvamos a la mesa de Trimalción. En una vajilla espectacular los esclavos llevaron un pescado que parecía nadar en un lago de salsa de pimienta. Luego se ofreció un jabalí asado, que traía un gorro de liberto –de esclavo liberado– sobre la cabeza. De cada colmillo pendía una cesta llena de dátiles tanto de Tebaida como de Caria; alrededor del asado había lechoncitos de pasta para mostrar que el jabalí era una hembra. Cada invitado tomó un lechoncito para llevarlo a su casa. Al abrir el asado, salieron volando unos tordos que fueron capturados inmediatamente por esclavos armados con redes.

Trimalción no escatima en gastos ni en demostraciones. Hace bajar tres cerdos blancos “provistos de bozales y cascabeles” y los invitados escogen al que deberá ser sacrificado y guisado. Mientras se mata y prepara al cerdo designado hay bailes, discursos, rifas, adivinanzas y regalos. Cuando al fin llega el guisado, el cocinero es reprendido por Trimalción quien pregunta si lo limpió bien o si aún tiene las vísceras dentro, pues parece mucho más grande que cuando estaba vivo. Desnudan al cocinero y los verdugos acuden al llamado del amo. El pobre chef tiembla de miedo, los invitados (menos Petronio, quien, maligno, murmura que él no le hubiera perdonado nada) interceden por él. Pero no pasa a mayores; cuando trinchan el guisado, en lugar de entrañas salen salchichas y morcillas. Todos aplauden y el cocinero es coronado con una diadema de plata. 

Los esclavos traen sobre una amplísima bandeja un ternero cocido, que un actor disfrazado de Áyax parte en pedazos con su espada.

Botellas de perfume son descolgadas por medio de cuerdas desde el techo. Es la hora de los postres: un Príapo de pastelería rodeado de frutas preside la mesa. Al menor contacto, de las tartas y las frutas sale agua de azafrán, que refresca a los invitados. Hay para cada comensal “un capón y unos huevos de oca”. Llega un invitado tardío, que viene de una cena igualmente espectacular en la que el platillo principal fue un guisado de oso.

Antes de terminar, Trimalción manda traer un platillo enorme modelado con una sustancia misteriosa, de la que Petronio dice: “Mucho me extrañaría que todo esto no estuviera sino hecho de… o, en el mejor de los casos, de arcilla.” Luego se sirvieron caracoles a la parrilla. A estas alturas de la cena, Petronio ya está aburrido. La mayoría de los comensales están borrachos. Trimalción insta a sus invitados a beber hasta que amanezca. En ese momento canta un gallo; el anfitrión, asustado, lo manda cocinar. Este es el último platillo. Trimalción finge que está muerto, y les exige a los invitados que actúen como si estuvieran en un funeral. Las cornetas fúnebres atraen a los vigilantes que guardaban las cercanías, y éstos irrumpen, “provistos de agua y hachas y arman un gran revuelo”. Petronio y sus acompañantes, como todos los gorrones que en el mundo han comido, aprovechan la confusión. Huyen con el estómago lleno y sin dar las gracias.
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

Luis Tovar

Muestreando

Son las nueve de la noche del ocho de marzo y estamos en el aeropuerto internacional de Guadalajara, donde, muy en breve, se dará cita una gran cantidad de directores, productores, actores, distribuidores, reporteros, camarógrafos, fotógrafos e invitados de todo género, que vienen, como todos los años, a la Muestra de Cine Mexicano. Oficialmente la Muestra comienza mañana, jueves nueve; la ceremonia oficial de inauguración está programada para las ocho de la noche, pero las actividades comienzan mucho antes, desde las diez de la mañana, con la exhibición de dos largometrajes: Perfume de violetas, de Marisa Sistach (de quien presentaremos una entrevista el próximo número del suplemento) y la ya incluida en cartelera Piedras verdes, de Ángel Flores (igualmente comentada en la entrega anterior de esta columna); por eso es bueno llegar una noche antes, para no ingresar a la función con los ojos y el interés fatigados por el viaje.

“En Guadalajara fue...”

Esta, la decimosexta Muestra de Cine Mexicano, ha atraído a más gente que todas las anteriores, o por lo menos esa es la impresión que causa entrar a la sala donde se ofrecen las funciones para prensa e invitados especiales: faltan diez para las diez y las butacas están casi llenas. Después de la primera película, como suele suceder, uno se da cuenta de que los invitados especiales se llaman Legión y que los periodistas, aunque no sean tan pocos, sí reúnen una cifra bastante menor. En otras ediciones de la Muestra las funciones para la prensa se daban en una pequeña sala de la Universidad de Guadalajara, donde el tamaño del local impedía la presencia de toda esa gente que uno nunca sabe por qué asiste pero que siempre asiste; ahora estamos en la sala diecitantos de un Cinépolis (hecho que tiene al menos dos lecturas: la primera, que tal vez en Muestras anteriores no había tal cantidad de “invitados especiales”, no tanto porque no cupieran sino porque no es lo mismo ir a una salita de cien butacas viejas que a un Cinépolis: la prueba es que esa misma Legión sí acudía a las funciones para el público en general. La segunda tiene que ver, para bien, con esa cadena de salas cinematográficas, pues no deja de ser digno de encomio que destine aunque sea unos cuantos de sus múltiples espacios a películas que, fuera de la Muestra, casi nunca se sabe cuándo ni en qué condiciones serán exhibidas –aunque, por cierto, esto empieza a cambiar, igualmente para bien.

Para decirlo con una de las palabras sumarias que más se usan en un evento de esta naturaleza, la primera película, Perfume de violetas, es sencillamente buena (de lo cual hablaremos aquí más ampliamente cuando la cinta sea exhibida en cartelera). Con ella, la Muestra arranca más que bien y eso lo pone a uno de buenas. Por supuesto, también alegra saber que, de la anterior a esta Muestra, hay un cuarenta por ciento más de largometrajes, pues han aumentado de seis a diez. Eso quiere decir, en otro sentido, que cineastas y guionistas que no se habían presentado aquí desde hace cuatro o cinco años en promedio, vuelven con su nuevo material, como de seguro lo harán los cuatro o seis que en estos momentos están filmando y que, si todo anda como se espera, tendrán lista su película para marzo del año que viene.

Por la noche, la inauguración en el Teatro Degollado es un perfecto modelo de protocolo, solamente roto por la intervención de Fernando Trueba, de quien se presenta una retrospectiva, y quien luego, en conferencia de prensa junto con Rolf Schübel (director de Domingo triste/Gloomy Sunday, que se exhibe en el mismo Degollado al final de la ceremonia, puesto que Alemania es el país invitado a la Muestra), hablan sabrosamente de lo que en España y Alemania han podido hacer contra el avasallamiento fílmico gringo. La primera sorpresa es, de hecho, enterarnos de que en las Europas soplan aires muy semejantes a los de acá, y que Hollywood posa sus reales con la misma soberbia y prepotencia con la que hace lo propio en Mexicalpan de las Tunas. Trueba lo define en pocas palabras, que van más o menos así: “Para los gringos, el concepto de mercado libre significa que uno los deje poner la película que les importa vender en todas las salas disponibles, aunque no quede espacio para nada más.” La segunda sorpresa es coincidir con él en la convicción de que, en materia de defensa de nuestra cinematografía como manifestación cultural, la cosa es tan simple como copiarle a los franceses (algo de lo que ya hablamos en esta columna desde hace algunos ayeres).

En pantalla

Salvo lo que opina acerca de la exhibición de cine alemán en su propio país, Rolf Schübel no dice gran cosa, quizá porque los presentes en la rueda de prensa no han visto ninguna película suya o porque Domingo triste ya se había exhibido en el más reciente ciclo de cine alemán organizado por el Instituto Goethe en el df, y quien quiso hablar de ella ya lo había hecho. La conferencia fue demasiado breve y ni modo, este humilde tecleador se quedó pensando en que habría sido interesante preguntarle a los dos directores algo acerca de sus afinidades en cuanto a intereses comunes y tratamiento formal de los mismos (Domingo triste de Schübel y La niña de tus ojos de Trueba se refieren al periodo nazi, una en tono melodramático y otra en clave cuasi cómica, lo cual daba para una larga reflexión).

No has visto nada todavía

Cuando estas líneas son escritas, la Muestra ya ha cumplido sus primeras tres cuartas partes. Faltan los cortometrajes (cuya cifra de diecisiete habla por sí sola del buen estado de salud de este género cinematográfico poco atendido por el público y poco entendido tanto por éste como por distribuidores, exhibidores e, inclusive, por algunos de sus realizadores, aunque de estos últimos algunos comienzan a organizarse con el propósito de hacer un frente común que les permita un mejor desarrollo de su trabajo). Falta también saber qué película o películas se llevarán los premios en liza: el oficial, el del jurado internacional, el de la crítica, el de la ocic (Organización Católica Internacional de Cine), el del público, que se hace por votación directa de quienes acuden al cine y, por último, el que un grupo de periodistas entregamos desde hace tres años, mezclando bromas y veras, con premios de-a-deveras similares a los oficiales y otros en los que buscamos alquimizar la mala leche en buen humor.

(Continuará)




    Paulina Barbosa escribe sus memorias

    Cual pasa del ahogado en la agonía
    Todo su ayer vertiginosamente.

    Antonio Machado


Porque, en efecto, según dicen: “en algún caso de sofocación brusca, entre los ahogados y los ahorcados por ejemplo, el sujeto vuelto a la vida, declara haber visto desfilar ante sí en poco tiempo todos los acontecimientos olvidados de su historia con sus más pequeñas circunstancias y en el mismo orden en que se habían producido”. Bergson, de quien tomamos la cita, da por hecho la abrumadora experiencia y la llama visión panorámica del pasado. El fenómeno mostraría, de ser cierto, que todo nuestro pasado está automáticamente inscrito en nosotros, aunque sólo muy de cuando en cuando se haga presente en los recuerdos. Así pues, voy a sumergirme, no sin cierto dolor, como lento buzo de escafandra, en mi pasado para rescatar, del fondo de mí mismo, un fragmento de vida. Es casi arqueológico; ya van cincuenta años desde su comienzo.

Tres sílabas lo cifran, resonantes para mí, ajenas para los demás, las tres sílabas del apellido Bar-bo-sa. Once años tenía, cursaba el sexto grado de primaria con el maestro Zamarrón, en la Benito Juárez. Mi hermano Humberto había pasado ya a la Secundaria Tres. De ahí vinieron las primeras noticias y eran alarmantes: tenía Humberto un compañero de clases, llamado Carlos Barbosa, cuyo padre, del mismo nombre, abogado, filósofo (discípulo de Caso) y empleado de la Secretaría de Hacienda, había sido reducido a prisión acusado de un fraude de diecinueve millones de pesos, cantidad astronómica en aquellos días. El asunto hizo enorme estruendo en los periódicos: el año anterior, 1952, había terminado el periodo de gobierno de Miguel Alemán y se decía que se habían desviado fondos públicos con gran entusiasmo a bolsillos particulares. Ruiz Cortines, su sucesor, era incorruptible, pero se buscaban chivos expiatorios en el alemanismo para calmar a la opinión pública. La situación es conocida y se hizo repetitiva a cada cambio de gobierno. Pero Barbosa alegaba con energía su inocencia.

Es claro que estas sutilezas políticas no estaban al alcance del niño de once años que era entonces. Ahora, me atrevo a sostener lo siguiente: para un niño normal la injusticia crasa y brutal es imposible. El padre de Barbosa era inocente, luego iba a salir libre. ¿Por qué pensaba que Barbosa era inocente? Primero porque conocí a su hijo Carlos y así empezó una amistad que habría que durar toda la vida, luego porque conocí a su familia: sus tres hermanas, Concha, la mayor, inteligente y feroz, Paulina, que era perfecta, ecuánime, diligente, sobre sí, la bondadosa autora de las memorias que hoy se dan a estampa, Gabriela, la menor, una niña rubia y bonita; a su mamá, que era un sol; a sus tías maternas, Carlota, química, impresionante no sólo por lo hermosa, sino por lo inteligente, y Sofía y Luisa, muy católicas, según recuerdo. Para la lógica impetuosa e ingenua de un niño, la cabeza de una familia así, simplemente no podía ser culpable de peculado.

Y tenía que salir de la cárcel. Así que movilizamos nuestros modestos recursos: mi madre habló con don Mariano Diez de Urdanivia, su padre, esto es, mi abuelo, periodista que entonces dirigía el diario La Prensa, y mi abuelo defendió a Barbosa en el periódico. Fue una defensa prudente y reservada, si no recuerdo mal, pero defensa al fin, cuando todos atacaban.

Pero el padre de Barbosa no salió libre. La injusticia, después de todo, sí era posible y se perpetró. ¿Qué efectos tuvo? Incalculables, demoledores en la familia Barbosa que la sufrió. Sócrates dice que es preferible padecer una injusticia que perpetrarla. Puede ser, pero la injusticia sufrida está lejos de ser inofensiva. ¿Qué hacer? Actúa como veneno del alma: la llena de rencor, amargura, inquietud, desencanto. Y aquí voy a situar por qué la familia Barbosa creció ante mis ojos y se hizo admirable; porque, precisamente, luchó contra esos venenos. No siempre salió victoriosa, es cierto, fueron ocho interminables años, de oprobio y vejación, pero luchó contra el desaliento, la cólera, la amargura, el desencanto. Mi amigo Carlos, tan inteligente e impulsivo, supo conservar, en medio de la adversidad, una terca y admirable alegría de vivir. Y, sobre todo, Paulina, lean su libro, titulado Entre el amor y la angustia. Es un libro remansado y sereno, donde se prueba que la injusticia sufrida no logró destruirla. Pese a que al final se probó de manera cabalmente conclusiva que su padre era por completo inocente.

Un novelista italiano le preguntó a un viejo sabio: “¿Qué es lo que encuentras más admirable en una persona?” El sabio responde: “La capacidad de sobrevivir dichoso a la adversidad.” Y eso, tan sencillo y tan difícil, es lo que apreciamos en este libro de Paulina. Y por eso, para honrar esa fortaleza, esa confianza, esa obstinación en lo bueno, he escrito esta página en recuerdo en mis amigos.