Jornada Semanal, 18 de marzo del 2001 

Fabrizio Andreella
el cielo en la tierra

Tommaso Campanella: una utopía entre sol y sombra


Hace 362 años terminó la presencia física en este mundo de un humanista en toda la extensión de la palabra. Hubo quien lo nombró “monstruo de natura” por la vastedad de sus conocimientos; alguna vez organizó una insurrección contra el imperio que sojuzgaba su Calabria; la Inquisición prohibió sus obras, lo torturó y no lo mató sólo gracias a que él “empezó a fingirse loco”. Tommaso Campanella, coetáneo de Bruno, Galileo y tantos otros hacedores del Renacimiento, plasmó en La ciudad del sol su ideal de un mundo que lo perdió a él físicamente, pero que permite al lector volver a su espléndida obra cada vez que le haga falta recuperar la capacidad de pensar utópicamente. Sirva este ensayo del maestro Andreella para recordarnos a Campanella y a su luminoso pensamiento.

 
 

Estas novedades de verdades antiguas,
de nuevos mundos, nuevas estrellas,
nuevos sistemas, son principio de siglo nuevo.

Carta de Campanella a Galileo (1632)

I

París, 1795: los restos de un fraile italiano, sepultado en el convento dominicano de la Rue St. Honoré hace más de siglo y medio, se pierden bajo el furor revolucionario que transforma el convento en mercado. Ni siquiera las cenizas de ese espíritu inquieto pudieron descansar en paz, después de una vida que transcurrió entre tentativas insurreccionales, cárceles de la Inquisición, investigaciones especulativas y la búsqueda continua de una relación entre pensamiento y acción social, teología y política, fe y justicia.

Giovan Domenico Campanella nació en Stilo, Calabria, en 1568, de familia pobre en tierra pobre. Su energía y pasión para el conocimiento se manifestaron muy pronto y a los catorce años entró, con el nombre de Tommaso, a la orden dominica. Más que por vocación religiosa, lo hizo porque era la única forma que un hombre humilde tenía de obtener una educación y huir de un ambiente de pobreza e ignorancia. (Llamado a un proceso contra su hijo, el padre comentó: “Había oído que mi hijo escribió un libro en Nápoles, y todos me decían que yo tenía suerte; ahora todos me dicen que tengo mala suerte; pero yo no sé ni leer ni escribir.”) Sin embargo, sus orígenes tuvieron una fuerte influencia en el desarrollo de su obra: la necesidad de encarnar las abstracciones especulativas en la realidad social, el rechazo del árido aristotelismo escolástico, la exaltación y dignificación del trabajo manual, la convicción de que el conocimiento es una compenetración con la realidad y no la construcción de una arquitectura interpretativa, son algunos de los aspectos de su pensamiento, sustentado por una sensibilidad que creció en una tierra, la Calabria, que sufría la dominación feudal y la explotación colonial española, donde las rentas de la tierra eran gastadas por los terratenientes de la corte del virrey de Nápoles. Una tierra, además, mal defendida contra bandidos y turcos, empobrecida y socialmente disgregada hasta una violencia anárquica. En este ambiente, el carácter fiero y terco de Campanella encontró una especie de gimnasio del alma que lo preparó para aguantar la violencia y la crueldad que la Inquisición habría cargado sobre su cuerpo. Sea suficiente, para ilustrar su actitud, el siguiente diálogo de un proceso en su contra. Preguntan los inquisidores: “¿Cómo sabe usted de letras si no las ha estudiado? Responde Campanella: “He consumido más aceite yo [para leer bajo la lumbre] , que ustedes vino.”

En su voraz curiosidad intelectual juvenil –a los veinticuatro años fue descrito como “monstruo de natura” por la vastedad de su conocimiento–, Campanella encontró la obra de Bernardino Telesio, De Rerum Natura, que proponía una física naturalista libre del aristotelismo escolástico y que le ofreció los instrumentos para desarrollar un acercamiento sensista al conocimiento. De allí su primera obra, Philosophia sensibus demonstrata (1590), apología de Telesio que exalta la experiencia sensible y que rompe con la disciplina teológica tradicional. En aquellos años,
el encuentro con un rabino lo introdujo también a la astrología y a la adivinación, y en 1589 entró en contacto con los grupos de Giambattista Della Porta, donde se discutían y experimentaban ideas mágicas, astrológicas y de ciencias naturales. Estas inquietudes esotéricas estimularon el interés de la Inquisición, ocupada en esa época en defender la ortodoxia amenazada por la Reforma.

En 1598 Campanella organizó en Calabria una insurrección antiespañola (inspirada por otro calabrese visionario, Gioacchino da Fiore) para fundar una sociedad libre basada en la comunión de bienes, mujeres y educación. Delatado, regresó a la cárcel. El mismo año en que Giordano Bruno fue quemado en Campo de Fiori, Campanella, que ya había compartido con Bruno las cárceles romanas de la Inquisición, encontró una forma titánica de escapar a la condena a muerte. En principio confesó bajo tortura parte de las imputaciones, para que el tribunal creyera que no podría resistir el dolor. Después empezó a fingirse loco, pues no se podía condenar a muerte a un enfermo mental dado que su alma no tenía la posibilidad de arrepentirse. Así, fue bárbaramente torturado para investigar su sospechosa locura e inducirlo a confesar: cuarenta horas seguidas fue colgado de brazos y piernas, hasta la dislocación, sin poder dormir nunca, bajo la sádica mano de los inquisidores. Resistió a dolores inhumanos y el tribunal convirtió la condena en cadena perpetua (“pensaban que yo era un pendejo [coglione], que quería hablar”, dijo al salir de la tortura). En la oscuridad, el frío y el horror de la cárcel, Campanella recuperó sus inquietudes intelectuales y, como muchos espíritus rebeldes, le encontró sentido a la vida en la escritura. En 1602 la Inquisición decidió prohibir sus obras, que apenas hace cien años fueron liberadas del anatema por León XIII. Transferido a otra cárcel vivió cuatro años en el “hoyo del cocodrilo”: un cuarto subterráneo completamente cerrado, sin ventanas ni luz, encadenado de manos y pies, con las paredes continuamente humedas (en 1607 Campanella le escribió a Monsignor Querengo: “Ya el pecho y la cabeza están tan dañados que poca esperanza tengo de salud, habiendo vivido por cuatro años bajo tierra, siempre con cadenas, sin nunca ver el cielo, la luz, ni persona humana, en lugar siempre mojado [...] tanto que vivo en una noche y un invierno continuos.”) En 1626 fue transportado bajo vigilancia a Roma, donde utilizó las inquietudes astrológicas de papa Urbano VII para ser liberado tres años después. En 1634 se descubrió otro complot antiespañol y con la protección del embajador francés huyó a París, donde encontró la muerte el 21 de mayo de 1639.

II

A pesar de su impresionante producción literaria, La ciudad del sol (1602), su obra más conocida, es un pequeño texto en forma de diálogo entre un caballero de Malta y un almirante genovés que, de regreso de un largo viaje alrededor del mundo, le habla a su interlocutor sobre la vida en una ciudad de Tabrobana (una isla que quien se ha tomado la innecesaria tarea de ubicar ha identificado con Ceilán). La ciudad está en la cima de una loma, defendida por siete círculos de muros, uno por cada planeta, mientras las entradas se sitúan en los cuatro puntos cardinales. Los muros de la ciudad están decorados con representaciones de animales, plantas, planetas, artes, metales: la ciudad misma se convierte en museo o, mejor, en texto, y Campanella parece querer solucionar así el problema que tuvo desde que encontró la obra de Telesio: la cultura no debe ser libresca, sino un conocimiento natural, de observación sensorial de la naturaleza, que es reflejo de Dios. Así, la ciudad se convierte en un lugar de aculturación colectiva, encuentro entre lo académico y lo vivido, entre el libro de Dios, el libro de la Naturaleza y los libros del hombre. En el centro de la ciudad hay un templo circular dedicado al Sol. El gobierno está a cargo de un sacerdote (Sol o Metafísico) y sus tres príncipes ayudantes representan la Potencia, la Sabiduría y el Amor.

La ciudad del sol no es un texto estilísticamente exquisito, no tiene la gracia y la elegancia irónica de la Utopía de Tomás Moro, ni su tolerancia religiosa. Sin embargo, hay que considerar que fue escrita por un Campanella que sufría los efectos de la tortura y, probablemente, como la mayor parte de los textos escritos en la cárcel, es antes que nada una terapia personal y una huida de un cuerpo encadenado. Además, la primera versión está en italiano y no en latín, con lo cual podemos deducir que Campanella no lo consideraba un texto académico, sino más bien político y hecho con el propósito de difundirlo. Las posteriores versiones en latín son más elegantes y limitan el papel de la astrología (que la Iglesia estaba combatiendo): estas correcciones nos indican que Campanella no fue un revolucionario en contra de la Iglesia y que su herejía era política más que religiosa. La primacía de la Iglesia de Roma es una constante en su obra: en su Atheismus Triumphatus (1605-7) afirma claramente que el cristianismo romano es la única religión positiva (religio addita) que refleja la religión natural (religio indita). Su lucha en el campo religioso es contra la participación de la Iglesia en el juego diplomático entre los Estados europeos: desea una alianza fuerte entre la Iglesia de Roma y un poder político (España o Francia) que pueda realizar un proyecto teocrático universal. Su visión del poder romano es, a su manera, contrarreformista, pero sin la realpolitik del Concilio de Trento. “No sé si alguien pueda defender el cristianismo mejor que yo”, dice sin titubeos. Campanella es un reformista rebelde que se ubica dentro de la Iglesia romana, y sin embargo su carácter y su pensamiento, interesados en los aspectos sociales de la realidad de la época, lo llevan a ser parte de ese grupo de espíritus indómitos, mártires de la intolerancia, héroes del libre pensamiento, al cual pertenecen también Bruno y Galileo. Con el primero comparte por un tiempo las cárceles romanas; con el segundo sostiene una relación epistolar y, sin tener un verdadero interés en el campo científico, escribe una Apologia pro Galileo en la que defiende la libertad de pensamiento, que debe ser autónomo respecto a la teología porque Dios nos ha dado dos libros, el mundo y la Biblia, codex vivus y codex scriptus (tema común de la cultura de la época).

En La ciudad del sol, la construcción de una unidad armónica, la comunión de los bienes, de las mujeres, del sistema educativo, son respuestas utópicas a la realidad más reciente y traumática de su tiempo: la pérdida de unidad de la cristiandad por culpa de los reformados. La visión utópica de Moro había sido elaborada en la unidad cristiana, y en la Utopía la tolerancia religiosa era posible. Campanella, al contrario, escribe en plena época de contrarreforma y La ciudad del sol certifica a la religión cristiana romana como la única posible. Así, el texto puede ser una defensa de la cristiandad católica, expresada para que se entendiera su rebelión en Calabria como favorable a la Iglesia y en contra de la corrupción herética del norte de Europa. Puede ser que La ciudad del sol sea también una explicación a posteriori de sus ideales insurreccionales, después de la fallida rebelión en Calabria. La sociedad perfecta edificada con naturalidad y racionalidad por los “solares” es identificada con el ideal cristiano, que España y el Papa deben realizar. Poco importa que de 1628 a 1633 Campanella sustituya a España con Francia como brazo armado del proyecto cristiano.

La perfección totalitaria que gobierna los “solares” implica una disciplina y una interiorización de las leyes. El orden no es espontáneo: existen espías que vigilan la conducta de los ciudadanos y oficiales que distribuyen los bienes materiales según la necesidad. Así que las leyes no son muchas, pero son muy severas (ojo por ojo, diente por diente) y la pena de muerte es una tarea de la sociedad entera para eliminar del cuerpo orgánico que es la ciudad, las partes infectantes. Para un lector moderno, lo que más puede sorprender es la meticulosidad burocrática con la cual se organiza la vida privada de los ciudadanos. Sin embargo, hay que recordar que en la época de Campanella no existía una clara división entre esfera pública y privada, y que la vida íntima era casi siempre vigilada por los vecinos. De todas formas no es fácil aceptar que, por ejemplo, el coito fuera vigilado por médicos y astrólogos, que decidían quién se tenía que acoplar con quién según su conformación física, cuánto y a qué hora del día según cálculos astrológicos. El fin eugenético de tanta atención a la vida reproductiva es la construcción de una sociedad de seres humanos fuertes, no plagados de las enfermedades de la pobreza material y genética que Campanella había conocido en Calabria. La educación también es una tarea social importante, para darle una posición social adecuada a todos los “solares” en el marco de la armonía social. Hasta el nombre de los ciudadanos y el color de las vestimentas (blanco en el día y rojo en la noche) son decididos por la autoridad; los médicos indican a los cocineros qué alimentos deben preparar para los viejos, los enfermos, los jóvenes, y se condena con la muerte la vanidad de las mujeres que se pinten o usen tacones.

Todo este cuidado obsesivo para reglamentar la vida social quiere eliminar la casualidad, las contingencias que, según Maquiavelo, el príncipe tenía que cabalgar: para Campanella la sociedad es una máquina donde ocio, melancolía y suerte deben desaparecer. Todo debe tener un sentido y sólo uno, todo debe reflejar el proyecto común de una sociedad en armonía. Es evidente que la utopía de La ciudad del sol no tiene como fin supremo la libertad, sino la disciplina social. Se puede decir que la utopía campanelliana no es una utopía del hombre sino del orden, donde la felicidad del ser existe sólo como reflejo de la forzada armonía social. Por eso la propiedad privada no existe, y la comunión de las mujeres no es un elemento de libertinaje, sino un recurso para cortar la raíz de la necesidad de propiedad, que Campanella encuentra en la familia. Dicen los “solares” que es por dejar a los hijos una herencia que la gente se vuelve “rapaz si no tiene miedo y es potente; avara, asechosa e hipócrita si no lo es”.

En el campo religioso, el texto es mucho más ortodoxo y se inclina a favor de la Iglesia romana: los “solares” practican una religión natural que sólo se diferencia del cristianismo romano por los sacramentos, que ellos no tienen. Por ende, siendo los “solares” los prototipos del hombre natural, “la verdadera ley es la cristiana que, quitando sus abusos, será señora del mundo”. La sociedad organizada natural y racionalmente se identifica entonces con la sociedad cristiana: es la aceptación de la supremacía de Roma, el augurio de su expansión en contra de la Reforma y un claro proyecto político.

Imaginar la Ciudad del Sol no es una experiencia agradable. Nuestra sensibilidad rehuye tanta intervención estatal en la esfera privada, y nos parece que una reglamentación tan estricta es la puerta hacia una dictadura totalitaria y terrorífica. Sin embargo, no tiene mucho sentido leer literalmente un texto utópico. Lo interesante es ver que la utopía campanelliana, que participa del clima político y religioso de la contrarreforma, es una idealización del poder en forma teocrática donde la realización del ser humano y el rescate de las masas explotadas son posibles sólo dentro de un sistema totalitario que exalta una arquitectura social armónica bajo el mando de la Iglesia: algo que los jesuitas intentaron a su manera en Paraguay. ¿Se le pueden pedir cuentas a Campanella por la negación de las libertades individuales? No es fácil decidirlo, pero lo que sí es claro es que incluso un espíritu rebelde como el del fraile dominico no podía deshacerse del viento totalitario que la contrarreforma y los Estados nacionales soplaban sobre la Europa de la época. Entonces, ¿Campanella fue un contrarreformista? En muchos sentidos, sí: por su defensa del cristianismo romano como única religión, por su tentativa continua de señalarle un proyecto político teocrático a la Iglesia. Sin embargo, sus intereses astrológicos y adivinatorios, su tendencia a ligar sus pensamientos a acciones políticas insurreccionales, su visión del conocimiento y su defensa del libre pensamiento, lo pueden clasificar como un pensador inquieto que no podía identificarse con la obra represiva planeada por el Concilio de Trento. Campanella, su vida y su obra, nos enseñan una vez más de qué manera las categorías historiográficas clásicas (reforma, contrarreforma, ortodoxia, herejía, laico, religioso, pagano, cristiano) son un instrumento de simplificación de la historia que no rinde justicia a aquellos espíritus (como Campanella, Bruno, Galileo) que en medio de uno de los siglos más agitados de la historia moderna no aceptaron el conformismo de las ideas y, en cambio, dieron forma a las utopías que, entre sol y sombra, alberga el alma del hombre.