Jornada Semanal, 4 de marzo del 2001 


(h)ojeadas
 
 

Nuestra atribulada memoria citadina
 

Guillermo Vega Zaragoza

Fernando Benítez,
La ciudad que perdimos, Escritos de juventud (1934-1938),
Era,
México, 2000.


En alguna ocasión Alejo Carpentier escribió que no entendía por qué algunas personas se empeñaban en mandarse a hacer tarjetas de presentación con el título Òperiodista y escritorÓ, si ambas ocupaciones eran, para él, una y la misma. En México tal vez nadie se encargó mejor de confirmar este último aserto que Fernando Benítez. Sin embargo, durante mucho tiempo, muchos parecían empeñados en hacer distingos: ÒPara los periodistas soy escritor, para los historiadores soy periodista, para sociólogos y antropólogos soy un diletanteÓ, solía decir él, a quien ahora, a un año de su muerte, nadie parece regatearle el lugar que se merece entre nuestros más destacados escritores.

Nada menos que el pasado Día Nacional del Libro, el 12 de noviembre de 2000, se editaron cincuenta mil ejemplares de una antología de textos titulada Ayer y hoy, que fueron tomados de un puñado de sus obras más representativas, tales como La ruta de Hernán Cortés (1950), Los primeros mexicanos (1953), El rey viejo (1959) y El agua envenenada (1961), con un prólogo de Laura Emilia Pacheco. Narrador, historiador, antropólogo, ensayista y diplomático, Benítez fundó además los suplementos culturales más importantes de nuestro país (desde La Revista Mexicana de Cultura de El Nacional en 1947, pasando por México en la Cultura de Novedades en 1949, La Cultura en México de la revista Siempre! en 1962, y el Sábado del primer unomásuno en 1977, hasta llegar a La Jornada Semanal en 1984), con los que cambió para siempre la manera de entender la cultura mexicana. Este era su credo: ÒBasta ya de tratar a nuestros escritores, nuestros pintores, nuestros escultores, nuestros músicos, como si fueran limosneros. Hay que hacerles grandes entrevistas, destacar sus producciones notables, hacer que el país se sienta en deuda con ellos. ¡Que los perros miserables se arrodillen ante nuestros genios!Ó Promotor del talento en cuanto lo olfateaba (Òmi mérito, si tengo alguno, es reconocer el talento. No lo he descubierto, sólo he estimulado a los que lo tienen, lo que es diferenteÓ), aprovechó los grandes recursos de la prensa para difundir la cultura y sacarla del lugar marginal al que se le había confinado hasta entonces, al elevar la calidad literaria del periodismo e imprimirle dinamismo periodístico a la difusión de las manifestaciones artísticas y culturales.

Una muestra temprana de la convicción de Benítez de que el periodismo y la literatura son territorios paralelos, la tenemos en el libro La ciudad que perdimos, que Editorial Era ha sacado a luz para conmemorar el cuarenta aniversario de su fundación, cuyo primer producto fue, precisamente, un reportaje de Fernando Benítez, titulado La batalla de Cuba, resultado de su viaje a la isla en 1959, acompañando al general Lázaro Cárdenas, junto con Carlos Fuentes, Vicente Rojo, Carlos Loret de Mola y Elena Poniatowska. Fue precisamente a ella a quien Benítez le confesó que para hacer ese libro quería seguir el modelo de André Malraux en LÕEspoir. ÒNo lo logré porque un reportaje así concebido requería una extensa documentación y mucho tiempo para escribirlo y yo sentí la necesidad de defender a la revolución en el momento en que era atacada por las agencias de prensa, los articulistas y los traidores cubanos a quienes el State Department, en su afán de aniquilarla, pagan muy generosamente.Ó Para Benítez el periodismo es literatura bajo presión, pues Òel periodista no tiene tiempo para pulir sus escritos, para redondearlos, darles una forma perfecta. Sin embargo, esta literatura bajo presión tiene una ventaja: permite ofrecer a los lectores las cosas al rojo blanco, esto es, tratar los asuntos antes de que se enfríenÓ.

La ciudad que perdimos es un delgado volumen que recopila catorce textos escritos por Benítez como colaborador de Revista de Revistas, entonces el mejor semanario de la capital, más uno que apareció en el periódico El Nacional, del que llegaría a ser director en 1947. De acuerdo con la presentación de la obra, estas crónicas fueron Òolvidadas hasta por su propio autorÓ y en ellas ya están presentes muchos de los temas que lo apasionarían a lo largo de su vida: los indígenas, los personajes de la historia mexicana, sobre todo de la Colonia y el siglo XIX; la vida, la cultura y las costumbres de la capital del país. Todos ellos abordados con gran talento y destreza narrativa, inusual entre los periodistas de la época, que se distinguían por la utilización de un léxico ampuloso y sintaxis engolada. Por lo mismo, como ha dicho José Emilio Pacheco, Òconmueve pensar que en su adolescencia iba a leerle a Luis González Obregón, el cronista ya ciego de la ciudad, discípulo de Ignacio Manuel Altamirano y compañero de Gutiérrez Nájera y Micrós. Fernando Benítez es el lazo de unión entre aquellos y los más jóvenesÓ.

En efecto, Benítez tomó la estafeta, la renovó y lanzó hacia adelante. Conforme se avanza en la lectura de estas crónicas (por llamarlas de alguna manera, pues el autor transgrede sin ningún pudor los cánones imperantes y fusiona el ensayo, el reportaje histórico y la semblanza, de acuerdo con el tema y su especial interés), cuesta trabajo creer que hayan sido escritas hace casi sesenta y cinco años, pues el estilo es decididamente moderno, cumpliendo incluso con las normas periodísticas que ahora son moneda corriente en las llamadas Òescuelas de comunicaciónÓ (ya no de periodismo): entradas atractivas y con garra, frases y párrafos cortos, expresiones ágiles y contundentes, organización fluida del texto que interesa y atrapa al lector de principio a fin: ÒEl tema del periodista es la vida misma con toda su gama riquísima de sensaciones y de problemas. El periodista está en el centro de los problemas, lo que se le exige es conocer la realidad y describirla bien. Es decir, escribirla, describir los hechos con sencillez, claridad y brevedad.Ó

El ya citado José Emilio reconoce que el autor de Los indios de México, inmenso reportaje antropológico en cinco tomos, Òcoincidió en el tiempo con Mailer, Capote y Wolfe, y representa para nosotros la cumbre del New JournalismÓ, pero lo cierto es que antes de los llamados Ònuevos periodistasÓ Benítez ya lo era, como lo demuestran estas crónicas juveniles. Pero no sólo eso: desde los veinticuatro años, cuando comienza a publicarlas, Benítez se revela ya como un excelente escritor, con insaciable curiosidad y vigorosa erudición, que lo lleva a hundirse en documentos y archivos para rescatar hechos y personajes que de otra forma seguirían olvidados. En sus clases de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales señalaba que el problema no era que el periodista se especializara, sino que debía ser un poco de todo: ÒDebe tener ojo de tratante de caballos, habilidad de cocinera, constitución de cebú, digestión de ostra; es decir, una infinita adaptabilidad a todas las circunstanciasÓ, pero además debía hacer que un tema llegara al lector, abordándolo de un modo periodístico, incluso sin necesidad de ocuparse de un asunto reciente.

Tales enseñanzas se comprueban una vez más con esta colección de textos, donde quizá el único asunto ÒperiodísticoÓ (entendido como de la Òrealidad inmediataÓ) sea el reportaje donde, con mirada irónica, le da un repaso al incipiente automovilismo en México. Todos los demás abordan temas del pasado, los cuales, sin embargo, gracias al oficio y al talento de Benítez, recobran vigencia entonces, y la vuelven a ganar hoy al ser publicadas en forma de libro. Así, por ejemplo, tenemos breves estampas de la vida y fiestas del siglo XIX que parafrasean a Ignacio M. Altamirano, así como sabrosas semblanzas de cuatro bibliómanos, de su admirado Guillermo Prieto, y de Arturo Arnáiz y Freg, un prodigioso erudito de veinte años, especialista en José María Luis Mora. De sus andanzas por bibliotecas y archivos saca a la luz un par de cartas del archivo de Benito Juárez, narra un episodio del sitio de Querétaro y rescata a los llamados Òcuatro grandes políglotasÓ bíblicos. Lo mismo nos lleva de paseo por la sala de arqueología del Museo Nacional y el viejo Claustro de la Casa Profesa de los jesuitas, que lo acompañamos con Roberto Tomson en su viaje a México en el siglo xvi y revivimos las andanzas del intrépido caballero DÕAlvimar.

Los textos se han agrupado bajo un título común que expresa la inevitable desaparición de la urbe decimonónica. Sin embargo, esa misma ciudad empezó a cambiar en forma drástica precisamente en la época que Benítez atestigua. El autor la retrata así en 1935: ÒLa gloriosa Ciudad de los Palacios ha venido perdiendo en estos últimos años su peculiar fisonomía. Entre el polvo gris de las demoliciones y por encima de los andamios ya asoman nuevos edificios de concreto reemplazando a las viejas casonas mexicanas y a los cimborrios espejeantes de las iglesias.Ó Se trata de la incipiente institucionalización de la Revolución Mexicana, del cardenismo y de la promesa de una nueva sociedad, más libre y justa. La mirada del país estaba echada hacia delante, del pasado no había necesidad de acordarse. Sin embargo, el escritor se encarga de actualizar el pasado, de hacerlo periodístico, de recordarle al lector de dónde viene para saber a dónde va. Más de seis décadas después, la configuración de esa ciudad en la que vivió y murió Benítez y la sociedad que la habita, son muy otras. Y no obstante, como el propio autor afirma, Òalegra nuestra pobreza recontar de tarde en tarde las pocas resplandecientes joyas que nos quedanÓ. Como sucede con este agradecible libro que nos ayuda a recobrar, aunque sea en el minúsculo espacio de las hojas de papel, nuestra atribulada memoria citadina ¥
 
 



R e v i s t a

Las letras no son un Blanco Fácil

Eduardo Mosche

Varios autores,
Blanco Móvil,
XV aniversario.


Hoy se encuentra vestida de azul, frente a todos ustedes y de costado a mí, no es que me mire de reojo, como reacción a cierto disgusto rebelde a la imagen paterna, no, simplemente no encontró lugar más adecuado, frente al publico, o sea a ustedes: a los lectores, a los escritores, a los fotógrafos, a los pintores. Sí, es necesario decirlo: le gusta que hablen de ella y mucho más en esta edad, alegre y difícil, de los quince años. De su vestido azul, me decía que había elegido ese color no como una reacción políticamente acomodaticia a los tiempos políticos, no, para nada, sino que le hace recordar un poco el cielo y esto la lleva a mirar lo más alto posible y observar algún pájaro que revolotea, o una pareja de ellos coqueteando o ese avión que se aleja acercándola a aeropuertos lejanos y a idiomas de diferentes sonidos musicales, buscando y encontrando hombres y mujeres que le hablen suave, con dulzura a veces, y otras con cierta impertinencia que las experiencias de la vida le llegan a dar a la palabra escrita. Además le agrada del vestido que sea un poco kitsch, algo diferente a lo que las personas de buenas costumbres, así llamadas por ir a la iglesia los domingos y no usar condón, no osarían usar, por ser demasiado rimbombante.

Pero esto es ahora. Hagamos un salto hacia atrás, tomemos de la nariz el tiempo transcurrido y recordemos ­oh, la memoria­ ese instante en que nació.

No fue un parto difícil. Fue convenientemente natural. No es mi intención hablar del instante en que fue concebida, porque se realizó en un acto bastante colectivo, no una orgía, pero fue un momento de suma libertad. Muchos participamos, casi no dudo de mi paternidad.

La primera cobija se la regaló Julio Cortázar. Era roja, quizá fue casualidad, pero así lo decidió para que tuviese tan buenos sueños como los de una Maga, y ningún pulover se pudiese meter en su vida con demasiada angustia, sino con esa sonrisa que pueden llegar a dar los conejitos blancos y pasar de balcón a balcón por algún puente inestable. En fin, fue su primer padrino, pues más tarde tuvo muchos que la cuidaban y le daban regalos, aunque la mayor parte eran escritos, desde poemas hasta leyendas, para que fuesen conformando en su interior mundos de intensa creación. Se entretuvieron con ella desde la sonriente Margo Glantz con sus narraciones de sus propias memorias y la adustez casi guaraní de Roa Bastos, hombre de dura madera, de un lirismo cargado de una gran estética moral, a la cual susurraba canciones de viejos dictadores envueltos en la sangre rojiza del quebracho, y también la meció ese español que le decía que había que coger la vida y estrujarla contra nuestro corazón, así le decía Camilo José Cela; después, llegando al quinto mes se nos movió muy feo la ciudad y pasó un gran susto, pero la gente la hamacaba y eran humanamente amorosos con ella y entre ellos, para comprender y restañar tanta muerte que vivió nuestra Ciudad de México. Algún pañal de papeles y letras le fue entregado por la Poniatowska con su sonrisa amplia y su espíritu de crítica y ojo avizor, Mónica Mansour le contó algunos cuentos del amigo que escribió sobre los vivos y los muertos de Comala, le sacó una sonrisa triste, pero sonrisa al fin. Le llegaron algunas noticias de un gran campeonato de futbol mientras Borges le hablaba al oído y Samperio le contaba de Lenin y también se habló de su primera casa, muy llena de libros con un nombre de independentista hindú, pues se crió entre libros y entre conocidos lectores, que beben café a tragos largos mientras las noticias de las dictaduras por el cono sur llenaban de rabia la espuma cargada de los capuchinos. Y cumplió su primer año con el regalo de Felisberto Hernández, que le enseñó cómo las mesas hablan, y las sillas están fuertes en su presencia y no sólo sirven para sentarse sino también para amarlas. En una de ellas jugó un largo rato. Cuando estuvo a punto de cumplir el año y medio ya creció su cuerpo de forma muy clara y se tuvo que comprar ropa nueva. Y le contaron muchos narradores qué había pasado en la ciudad el 2 de octubre y que muchos narraron sobre esos momentos en que mataron adolescentes y quisieron matar, ahogar la libertad. Le hablaron al oído de ese día triste. Y llegaron los italianos no sólo con el aroma a salsa y espaguetis sino tanto cuentista que había salido de las luces de la fogata de Calvino, Sanguinetti, Sciascia y el Eco de alguna rosa con su nombre y un Moravia envuelto en tinieblas y amores. Y siguieron llegando algunos visitantes de Argentina dos y eran, otra vez, el vidente Borges y el patriarca profético Sábato. El Río de la Plata olía a asesinados en aquel 1987. Y pasaron los meses y siguió creciendo y muchos amigos entraron por las ventanas para conocer a la niña que, me dice, hoy se acuerda de María Luisa Puga, Christopher Domínguez, Noé Jitrik, y la fina presencia y delicado hablar y escribir de Aline Petterson, la agudeza de un intenso itinerario de palabras y familia de Silvia Molina, los cuales le hicieron nacer nuevas sonrisas y los meses iban pasando y muchos le siguieron contando más aventuras y dolores, risas y sonrisas, las letras formaban arco iris y algunas tinieblas incrustadas en las oraciones con todo y predicado. Ya había cumplido tres años y conoció como un par inseparable a Beatriz Escalante y a Óscar de la Borbolla, ironía y seriedad, un poco de terror le contaron por las noches, pero también se divirtió cuando en pleno octubre del Õ88 le crecieron las piernas y por eso le alargaron el vestido con color de madera y los cuentos oliendo a plátano dulzón de una Honduras le hicieron mella porque eran cuentos nuevos y poco conocidos. Ya a los tres años de crecida Bukowsky la sentó medio lascivamente en sus rodillas, porque siempre fue muy cachondo y quería que también ella sintiera cierto color temblor entre los muslos. Muslos de tinta y leche.

Y después, como al rato, tuvimos que cambiar de casa, dejamos atrás la casa de los libros, la librería y el café y nos fuimos a vivir un poco más libres, pero un poco más inseguros, y eso también forma parte de la libertad.

Y cambiaste un poco la cara. Y fue la nueva época. El gateo había quedado atrás, ya caminabas con cierta seguridad y hasta cantabas y te entretenías con pintores; el primero que te hizo dibujos fue Macotela, pedazos de ciudad ilustrando la sonrisa de los que llamamos los Contemporáneos. Y en esos tiempos ya estábamos en el Õ89. Tenías ya cuatro años, y en los años siguientes te visitaron pincel en mano Noé Katz, José Luis Cuevas, Roger Von Gunten, Magali Lara, Arturo Rivera y Alberto Castro Leñero, todos ellos te hicieron muñecos y barquitos con mucho afecto, el afecto de desear verte crecer. Se juntaron el color, la línea y la palabra. Todos comenzaban a formar muy voluntariamente parte del club de los amigos. Y otros vinieron y te sacaron fotografías, de perfil, de la ciudad, con bailarines, con el ambiente urbano, hubo cuerpos desnudos para que no aprendieses a temer tu propia desnudez, sino a amar tu cuerpo y ahí estaban más que todos los fines de semana, Graciela Iturbide, el señor de los retratos Rogelio Cuéllar, Pedro Valtierra y el incendio flamígero de los ciudadanos, Eunice Chao te llevó a pasear entre sus paisajes, pudiste a acercarte al cuerpo femenino y sus redondeces y líneas a través de los ojos de Lucero González, Lourdes Almeyda, Patricia Martín y la irreverencia quijotesca de Tovalín y de todos los demás fotógrafos y fotógrafas que te enseñaron a mirar más allá de lo que se puede ver a simple vista.

Y continuaron llegando las visitas y te susurraron sobre las drogas, y fue un amigo catalán, Maristain, que se nos murió y tú lloraste y yo también. Además, el que llegó para hablarnos de Guatemala y decía a través de ti que el arte es una espada flamígera. Y no un cortapapel para hacernos una cultura libresca, inútil, estéril, sin comunión con los hombres. Aunque Cardoza decía hombres para decir humanos, él tomaba muy en cuenta al género femenino.

Y ya llegamos al Õ91. Y al ritmo poético de la saudade brasileña, llegó el otro amigo a darle más color a tus facciones, a jugar con las pinturas y aquello que le decimos el frente, Pablo Rulfo comenzó a visitarte con total frecuencia. Te hizo muchos guiños con sus ojos de pintor poeta.

Estabas creciendo cada vez más. Y siguieron pasando los años y te llevaron a hamacarte a los parques por algunas regiones del continente, comenzaste a viajar a través de los ojos de otros países que nos invitaban: pasaste por la tristeza subterránea de Bolivia y el doloroso canto de sus poetas y cuentistas, llegaron de la isla que fue de la utopía, esa Cuba que nos habló unos años para cambiar tanta pobre tristeza en otras cosas y algo más de arco iris, pero se llenó muy rápido de gris. Pero también comenzaron a llegar más amigos, como el cantante de poemas y el poeta que cantaba que era también Eduardo y, además, Langagne, y llegaron de visita con su maletas repletas del interior del país, y digo interior, pues vives, vivimos, en esto que le dicen el centro, la capital, y nos hablaron amigas y amigos de San Luis Potosí, y te leyeron sus poemas y tanta imaginación que se desbordaba hasta cubrir Colima, y saltamos hasta el norte seco de Sonora, el mar a veces se huele, y muchos te miraban de reojo, sonriendo, y les gustaba el color de tus cachetes y cómo crecías palmo a palmo hasta alcanzar los diez años; hicimos una linda fiesta en este mismo salón, y pasó mucha gente de otros países y además vinieron a visitarte del otro lado de la frontera norte, los chicanos te saludaron un buen rato y ya llegaste a cumplir los doce, y seguían viniendo del sur, del medio y desde muy arriba, eran de Chihuahua, Chiapas, Durango, Guanajuato, Tlaxcala, y pasaron más de una docena de los estados, mujeres y hombres que se dedican al oficio de escribir y de crear verdades sencillamente sensibles. Y comenzaron a llegar también las risas y palabras del otro lado del mar, del Medio Oriente y un poco de África, algo de Europa, en fin, se mezclaban los aromas escritos de Israel, Angola, España, Austria, y seguían llegando las cartas y los verbos, las oraciones hechas imaginación, la palabra creadora de acción, de vehículo de creación, era un intenso movimiento de migraciones de palabras, espejos y luces de variadas tonalidades para que te gustara bailar y bailaste en tu interior y ya comenzaba a asomarse la punta insidiosa de los pezones jóvenes, y hay nuevas generaciones que se hacen visitas permanentes, ya no están sólo los que iniciaron, cómo no nombrar a Gerardo Amancio, el Chema Espinasa que vino muchas veces a las fiestas cuando aparecías en público, Samuel Gordon que en los últimos tiempos se fue con otras compañías adolescentes, pero que ahí te quiere; de Esther Seligson que está muy triste y por eso se fue a viajar y no está en esta fiesta de los quince años, y la cubanísima Aralia que siempre te trae regalitos y algún buen consejo, y Eduardo Milán que con ironía poética no siempre te atiende como quisieras, y llegaron algunos tíos-padrinos algo más jóvenes a visitarte y a mirarte con buenos ojos y bastante seguido, Felipe Vázquez, que es el que te dice más cositas al oído, y una mujer joven que también te entenderá bien, Mayra Inzunza, y el asesor en verdades el Rosado, y no se pueden olvidar los besos casi maternales con sabor a jitomate que te entrega Francesca Gargallo, que es la que entiende y te habla de la otredad, y así todos te rodean y dicen cositas, y así también aquellos que no nombraremos pero que están presentes en esta, tu fiesta de los quince años, o que se encuentran en la memoria de tu propias historias. Todos te han entregado parte de sus personas para realizar, conformar esto en que te has transformado.

Y escuchaste mucha música y canciones de tantos amigos que ya cantaron en ti y los que no llegaron por problemas de espacio pero que siempre cantaron.

Bueno, ya termino con tanto recuerdo y dejo paso al brindis y a las risas que te acompañan, y ahora a bailar entre letras y poemas este pedazo de historia, con el deseo de que sigas creciendo y alcances a vibrar con mejores y diferentes sonidos, de tanta metáfora hecha vida.

Bueno, mi blanco móvil, espero y quiero que sigas cambiando de colores y deseos en tus próximos cumpleaños ¥



 

fotografía

¥ Espejos en plata. Fotoperiodismo morelense, prólogo de Jesús Nieto, edición de Marco Antonio Cruz, Sociedad Fotoperiodistas de Morelos/Gobierno del Estado de Morelos/Instituto de Cultura de Morelos, Morelos, México, 2000, 77 pp.

narrativa

¥ Ceroniverso, Alejandro Alonso, Col. El guardagujas, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2000, 77 pp.

¥ El cuarto jinete, Ronald Flores, Col. Después del fin del mundo, 4, Editorial X, México, 2000, 39 pp.

¥ El libro negro, Estuardo Prado, Col. Después del fin del mundo, 1, Editorial X, México, 2000, 54 pp.

¥ Las horas de la eternidad, Manuel S. Garrido, Grijalbo Mondadori, México, 2000, 271 pp.

¥ Por el suelo, Julio Hernández C., Col. Después del fin del mundo, 5, Editorial X, México, 2000, 60 pp.

¥ Tras Eros, Enrique Héctor González, NarrArte, México, 2000, 31 pp.

¥ Tres cuentos para una muerte, Maurice Echeverría, Col. Después del fin del mundo, 2, Editorial X, México, 2000, 39 pp.

¥ (...) y once relatos breves, Javier Payeras, Col. Después del fin del mundo, 3, Editorial X, México, 2000, s/f.

¥ Xiuhitl, Susana Mendoza G., Ayuntamiento de Jiutepec, Instituto Cultural de Morelos, Morelos, México, 2000, 14 pp.

pedagogía

¥ La respiración, textos de Luci Cruz Wilson, ilustraciones de Felipe Ugalde, Col. Fenómenos naturales, Conaculta/adn Editores, México, 35 pp.

¥ La sexualidad, textos de Blanca Rico Galindo, ilustraciones de Alma Rosa Pacheco, Col. Fenómenos naturales, Conaculta/adn Editores, México, 35 pp.

¥ Los derrumbes, textos de Irasema Alcántara, ilustraciones de Fabricio Vanden Broeck, Col. Fenómenos Naturales, Conaculta/adn Editores, México, 2000, 35 pp.

poesía

¥ Blasfematorio, Gerado Lino, Col. Asteriscos, uap, Puebla, México, 85 pp.

¥ Caravana del espejo, Ricardo Venegas, Col. Amate, Instituto de Cultura de Morelos/Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Morelos, México, 2000, 82 pp.

¥ Criatura tú, Enrique de Jesús Pimentel, Col. Asteriscos, uap, Puebla,
México, 89 pp.

¥ El luminoso pájaro de la memoria, Lourdes González Herrero, Col. Luna común, Universidad Iberoamericana/uap/uneac/Síntesis/LunArena Arte y Diseño, México, 2000, 79 pp.

¥ Fernando del Paso. Escritura en voz alta, en la voz del autor, cd, Col. Entre voces, Fondo de Cultura Económica/unam/Difusión Cultural, México, 2000.

¥ Había una voz, Adolfo Castañón, Col. Ficción breve, Universidad Veracruzana, México, 2000, 123 pp.

¥ Hebras, Manuel García Verdecia, Col. Luna común, Universidad Iberoamericana/uap/uneac/Síntesis/LunArena Arte y Diseño, México, 2000, 93 pp.

¥ Rubén Darío. Fecunda fuente, en la voz de Juan Gelman, cd, Col. Entre voces, Fondo de Cultura Económica, México, 2000.

¥ Manuel José Othón. Poemas mayores, en la voz de Eduardo Lizalde, cd, Col. Entre voces, Fondo de Cultura Económica, México, 2000.

¥ Siglo pasado (desenlace), José Emilio Pacheco, Biblioteca Era, Era, México, 2000, 60 pp.

psicología

¥ Adicciones a sectas. Pautas para el análisis, prevención y tratamiento, Pepe Rodríguez, Ediciones B, Barcelona, España, 2000, 378 pp.

¥ Los que se creen dioses. Estudio sobre el narcisismo, Herman Solís Garza, Plaza y Valdés Editores/arpac, México, 2000, 251 pp.

revistas

¥ Fractal, núm. 17, verano 2000, año IV, volumen IV, textos de Tomás Segovia, Jorge Fernández Granados, Margo Glantz, entre otros, Fundación Fractal,
México, 153 pp.

¥ La palabra y el hombre, núm. 114, abril-junio de 2000, textos de Georgina Blanco, Federico Campbell, Lauro Zavala, entre otros, Veracruz, México, Universidad Veracruzana, 184 pp.

¥ Maga, núm. 41, mayo-agosto del 2000, tercera época, textos de Saúl Hurtado Heras, Roberto Cuevas, María Teresa Azuara, entre otros, Fundación Cultural Signos/Universidad Tecnológica de Panamá, Panamá, 64 pp.

¥ Tropo a la uña, núm. 15, noviembre-diciembre de 2000, año III, textos de Karinna Maich, Lydia Cacho, Irma Stavinski, entre otros, Escritores de Quintana Roo, México, 60 pp.