Jornada Semanal, 4 de marzo del 2001 

César Cansino
 

Tributo a Castoriadis
 

Castoriadis, dice Cansino, estaba preocupado por el tema “de la desestatización de la política y de su recuperación por parte de la sociedad civil”. En este bien documentado ensayo aparece Cornelius Castoriadis de cuerpo entero con sus viajes a cuestas, su “helenidad”, su amor por Francia, sus días comunistas, su trabajo ejemplar en la revista Socialismo o barbarie, su vida en el psicoanálisis y en la academia, así como su crítica de la burocracia del Kremlin y el PCUS. En estos tiempos cínicos y tecnocráticos, el discurso de Castoriadis adquiere una notable actualidad, en especial su idea de que “la política debe ser invención constante” o, dicho de otra manera, “en cuestión de democracia todo está por inventarse”. Esto entrega el poder a su dueña originaria, la sociedad civil, y reivindica el valor de la imaginación.



El 27 de diciembre de 1997 falleció uno de los pensadores políticos más importantes del siglo XX, Cornelius Castoriadis. Como suele ocurrir, la noticia pasó prácticamente inadvertida en los medios periodísticos e intelectuales en México. El hecho es preocupante porque el filósofo francés es uno de los pocos autores que ha pensado la democracia más allá de los estrechos marcos de las instituciones políticas, los políticos profesionales y los partidos. Su aportación para entender el entramado simbólico de la sociedad es por ello inconmensurable y constituye una bocanada de aire fresco en el viciado entendimiento dominante de la política.

En efecto, según el discurso en boga en los círculos académicos e intelectuales, la democracia se reduce a un juego de minorías que compiten en un mercado político por las preferencias de las mayorías. Castoriadis, por el contrario, pertenece a una tradición de pensamiento que tiene como eje la desestatización de la política. En esta tradición, además de Castoriadis, confluyen autores como Hannah Arendt, Claude Lefort y Helmut Dubiel. Bajo su influencia se ha configurado en Occidente una corriente intelectual que concibe a la democracia como un dispositivo simbólico, una creación histórica de una colectividad consciente de sí misma.

Griego de nacimiento y francés por adopción, Castoriadis desarrolló un pensamiento político atípico y singular. Sus percepciones y análisis poseían una agudeza y crítica propias de los grandes filósofos. Sostenía con frecuencia que algunas cosas son importantes para pensarse y que el ejercicio del pensamiento nos mantiene lúcidos y alertas frente a las diversas realidades sociales. Si los análisis considerados “concretos” figuraban como único medio de la práctica sociológica, Castoriadis nos enseñó, con la libertad y el coraje de sus reflexiones, a pensar la política y la sociedad a través de nuevos enfoques. Tenemos pues, mucho que agradecerle.

A finales de 1945, Castoriadis llegó a Francia para quedarse. Casi inmediatamente entró al Partido Comunista Francés y fundó con otro gran pensador, Claude Lefort, un grupo autónomo alrededor de la revista Socialismo o barbarie, que durante quince años permeó el debate intelectual en aquel país. Trabajó hasta 1970 como economista en la ocde (Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos). En 1973 se volvió psicoanalista y en 1980 fue elegido director de estudios en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París.

Su primera fase intelectual fue marcada por la experiencia de la revista Socialismo o barbarie, en la cual escribía bajo los seudónimos de Chaulieu, Cardan o Delvaux. Fue de los primeros que, sin renunciar a la concepción marxista, se empeñó en desenmascarar la ideología del socialismo real. En aquellos años de grandes dogmas sostuvo que en la Unión Soviética la burocracia del Kremlin y del pcus, en lugar de llevar a la emancipación de la clase obrera se había esclerotizado y había asumido el papel de clase dominante, instaurando un sistema dictatorial atroz y cínico.

Desde entonces, Castoriadis ha ofrecido una reflexión sumamente lúcida sobre las bases simbólicas de la política. La suya bien puede ser definida como una teoría de la democracia desde la sociedad civil o una teoría del poder político como “espacio vacío” y de la sociedad como “imaginario colectivo”. Para Castoriadis, la política debe ser invención constante o el riesgo totalitario seguirá acechando. Desde este punto de vista, el poder está localizado en aquella dimensión en la que los individuos y grupos se forman una imagen de su situación y su sociedad. El poder no es, frente al catastrofismo de una izquierda metafísica, ninguna fatalidad dominante que se sustraiga al horizonte de experiencias de las personas concretas y que, al mismo tiempo, actúe detrás de ellos. El ejercicio de este poder definiría la acción democrática como la praxis contra todos aquellos mecanismos que ofreciesen resistencia al ejercicio efectivo de la igualdad, la libertad y la solidaridad civil.

En este marco de inquietudes, Castoriadis se enfrascó en primer lugar en una crítica a la burocracia, considerada como la estructura que ha sofocado el potencial emancipatorio del socialismo. De ahí emergen sus dos volúmenes de La sociedad burocrática, en los cuales sostiene que el sistema burocrático no es un “accidente de la historia”, sino que ha sido generado por la división rígida entre quienes dirigen y quienes son dirigidos, entre quienes mandan y quienes obedecen, con la consecuente exclusión de los trabajadores de la gestión de la producción. Contra este nefasto desarrollo de la historia, Castoriadis se propone alentar y solicitar en la sociedad las tendencias antiburocráticas.

No es casual que Castoriadis haya partido de una crítica a la burocracia para construir su teoría de la política y la sociedad. De hecho, el totalitarismo es el horizonte en el cual se inscribe toda reflexión significativa sobre la democracia. En efecto, aun a riesgo de ser calificados de reduccionistas, no hay experiencia que haya puesto a prueba de manera más palpable y dramática el sentido de la humanidad que el totalitarismo. No hay otra experiencia que haya llevado al pensamiento al límite de sus posibilidades. El totalitarismo exige, pues, un intenso esfuerzo de interpretación y sólo un entendimiento adecuado del mismo nos permite valorar el significado de la democracia moderna. Frente al firme propósito totalitario de negación del conflicto a través de la imposición de una única “opinión”, “esquema” o “dogma”, las sociedades democráticas, en la medida en que se fundamentan en el cuestionamiento institucionalizado de sí mismas, renuncian a cualquier tipo de unidad, por débil que fuera. De ahí que la sociedad es pensada por Castoriadis como un “imaginario colectivo” que está en peligro de extinción por la lógica de los mecanismos burocráticos y económicos.

Para mediados de los años setenta, Castoriadis había ya roto con el marxismo para desarrollar su visión de la sociedad y la historia. En su libro más importante, La institución imaginaria de la sociedad, de 1975, Castoriadis busca demostrar que, de Platón a Marx, el pensamiento político occidental ha concebido determinadas teorías de la sociedad para después aplicarlas o actuarlas. Ello desarrolla una concepción de la sociedad en su identidad esencial y estática, una “ontología identitaria” que ocultaría el verdadero carácter de una sociedad, lo que Castoriadis llama el “imaginario social”. Un paradigma positivo de dicho imaginario social estaría representado por la protesta estudiantil de 1968 con el eslogan “¡La imaginación al poder!”

Se trata entonces para Castoriadis de ver lo que el pensamiento político tradicional no ve: que dentro de la “sociedad instituida” se construye una “sociedad instituyente” –el imaginario social–, cuya creatividad y originalidad se sustraen a toda fundación racional. De ahí su invitación a concebir a la sociedad y a su historia como acción creadora, autoconstitución de la identidad de un mundo de individuos.

Siguiendo a Castoriadis, la política es lo decisivo, lo que hace a los hombres verdaderamente humanos; es el espacio determinante de la existencia auténtica, el lugar donde le es dado realizarse. En ese sentido, la política es democrática o no es política, entendiendo por democracia aquella forma de sociedad que es expresión del espacio público, del estar con los otros, un proyecto colectivo nacido de los imaginarios sociales.

Hablar de política democrática después de Castoriadis es asumir los siguientes presupuestos: a) la sociedad civil es el espacio público por excelencia, el lugar donde los ciudadanos, en condiciones mínimas de igualdad y libertad, cuestionan y enfrentan cualquier norma o decisión que no haya tenido su origen o rectificación en ellos mismos; b) la esfera pública política es el factor determinante de retroalimentación del proceso democrático y la esencia de la política democrática, contrariamente a cualquier concepción que reduzca la política al estrecho ámbito de las instituciones o el Estado; c) el poder político es un espacio “vacío”, materialmente de nadie y potencialmente de todos, y que sólo la sociedad civil puede ocupar simbólicamente desde sus propios imaginarios colectivos y a condición de su plena secularización; y d) la sociedad civil es por definición autónoma y fuertemente diferenciada, por lo que la democracia se inventa permanentemente desde el conflicto y el debate público.

De las muchas definiciones del concepto de democracia conocidas suele descuidarse aquella que, en lugar de considerarla como un modelo político, la describe como el imaginario social que permite a una colectividad tomar conciencia de sí misma. Por lo general, la cuestión democrática ha sido encajonada por las ciencias sociales, y en particular por la ciencia política, en la órbita del Estado, con lo cual se pierde de vista que la democracia es, por definición, un asunto que compete en primerísima instancia al demos. Esta identificación de la democracia con la esfera estatal ha llevado a privilegiar enfoques institucionalistas que la sitúan dentro del marco de las formas de gobierno o en el horizonte de los métodos y procedimientos para la elección de los gobernantes.

El discurso en boga de la democracia en los círculos académicos e intelectuales ha logrado sellar una operación paradójica y sorprendente: los problemas de la democracia se han vuelto un asunto que compete en primer lugar a los gobernantes y de manera subsidiaria a los gobernados. Esta expropiación de la política adquiere carta de naturalización en las teorías elitistas de la democracia y, en menor medida, en los enfoques participativos de la misma. Así, por ejemplo, para los elitistas, la democracia se reduce a un juego de minorías que compiten en un mercado político por las preferencias de las mayorías. La política se asemeja al mercado y los ciudadanos devienen consumidores. Para los enfoques participativos, por el contrario, la cuestión democrática no es un asunto que competa exclusivamente a las élites, pero los mecanismos de participación de las mayorías en los asuntos públicos suelen limitarse a procesos acotados como elecciones o consultas. En el mejor de los casos, las teorías participativas buscan corregir mas no transformar las imperfecciones de las democracias liberales realmente existentes.

Frente a estas lecturas de la democracia, las lecciones de Castoriadis nos permiten vislumbran un nuevo modelo que tiene como eje la desestatización de la política, vale decir, la expropiación de lo político a los profesionales de la política y su recuperación por parte de la sociedad civil.

En un momento de euforia y francos excesos retóricos, cuando los neoconservadores proclamaban a los cuatro vientos el triunfo de la “democracia”, entendida como mera transmutación del mercado económico, y cuando las alternativas de corte “bienestarista” perdían credibilidad, pues habían mutilado la iniciativa autónoma de la sociedad civil, se recupera para el debate intelectual una cosmovisión distinta que proclama, a contracorriente que en cuestión de democracia todo está por inventarse, que el poder no es algo que se conquista de una vez y para siempre, sino un espacio vacío que sólo puede ser ocupado simbólicamente de vez en vez por la sociedad civil. En esta perspectiva, la democracia no sólo es un modelo institucional, sino sobre todo un dispositivo imaginario que presupone la existencia de un espacio público político donde confluye una sociedad civil que ha ganado el derecho a tener derechos. La propuesta final de la argumentación en favor de la democracia es una teoría de la integración política a través del conflicto más que del consenso.

En síntesis, Castoriadis nos enseñó a ver el mundo como un esfuerzo hacia la conformación de una sociedad autónoma. Por ello, leer su obra no es solamente un hecho teórico sino una auténtica apertura de conciencia, una posibilidad distinta para sentir, pensar y actuar el mundo.