Jornada Semanal, 25 de febrero del 2001 

 
 

Helenidad




Yannis Ritsos es uno de los poetas más importantes y representativos de la poesía griega moderna y pertenece a la llamada Generación de 1930. Nació en Monemvasiá, en el Peloponeso, en 1909, y murió en Atenas, en 1990. A lo largo de su atribulada vida escribió más de noventa títulos entre los que se encuentran varios ensayos y obras de teatro, pero sobre todo poesía. Además de actor y pintor, tradujo a Maiakowski, Blok, Eremburg, Neruda y Nicolás Guillén, entre otros. Su activa participación en la resistencia durante la ocupación alemana y su militancia política de izquierda durante la guerra civil que le siguió, le valieron el exilio, y de 1948 a 1952 vivió recluido en distintos campos de concentración ubicados en islas remotas. Muchas de sus obras de ésos y de años posteriores fueron prohibidas. Más tarde, cuando la junta militar subió al poder (1967) fue nuevamente deportado y no fue sino hasta 1970 que volvió a Atenas, al levantarse el arresto domiciliario en que vivía en Samos. Su vasta obra ha despertado variadas y encontradas posiciones tanto entre sus lectores como en la crítica especializada de Grecia, pero sin lugar a dudas Ritsos es un poeta de intensísima vena y aliento líricos que sobre todo han quedado plasmados en los llamados “poemas escénicos” como “Sonata al claro de luna”, “Elena”, “Áyax” y “Filoctetes” entre otros, que se han puesto en escena y que, en opinión de muchos, constituyen la mayor aportación de Ritsos a la poesía griega moderna. Sin embargo, la expresión, con frecuencia con inusitada fortuna, de su honda preocupación por la dimensión social y política del hombre es otro de los ejes fundamentales de su obra. “Helenidad”, cuyo primer canto presentamos aquí, es un extenso poema escrito entre 1945 y 1947 en que el poeta da voz a un pueblo que ha sufrido la dura experiencia de la ocupación, pero que también ha participado con especial entrega en la lucha de la resistencia. El paisaje que contempla el poeta es desolado, y sin embargo, a su manera, insiste, como sus compañeros de generación, en la peculiar fuerza del carácter griego a lo largo de su historia. Acaso por eso Ritsos eligió, como Seferis en otra parte, la palabra Romeosoni como título del poema. En Bizancio se llamaba romeos o romiós al ciudadano ortodoxo cuya lengua materna era el griego. También durante la dominación turca y hasta la fundación del Estado griego moderno. De ahí que el sustantivo Romeosini tenga una carga histórica importante que actualmente conlleva el concepto del helenismo moderno, en esencia, la Helenidad. Más adelante en el poema, Ritsos nos habla de un mensajero que llega cada mañana y en cuyo rostro “brilla sudoroso el sol,/ bajo su axila lleva apretada la helenidad/ como lleva el obrero su gorra en la iglesia./ ‘Llegó la hora’, dice. ‘Estad listos. Pues cada hora es nuestra hora.’”

Francisco Torres Córdova
Helenidad
( I )

Estos árboles no se conforman con menos cielo,
estas piedras no se conforman bajo los pasos extranjeros,
estos rostros no se conforman más que al sol,
estos corazones sólo se conforman con la justicia.

Este paisaje es duro como el silencio,
aprieta en su pecho sus piedras encendidas,
aprieta en la luz sus huérfanos olivos y viñedos,
aprieta los dientes. No hay agua. Solamente luz.
El camino se pierde en la luz y es plomiza la sombra de la cerca.

Se han petrificado los árboles, los ríos y las voces en la cal del sol.
La raíz tropieza con el mármol. Los lentiscos polvorientos.
El mulo y la roca. Jadean. No hay agua.
Todos tienen sed. Hace años. Todos mastican su amargura con un bocado de cielo.

Sus ojos están rojos por el desvelo,
una profunda línea encajada entre las cejas
como un ciprés entre dos montañas al anochecer.

Su mano está adherida al fusil,
el fusil es la extensión de su mano,
su mano es la extensión de su alma–
sobre sus labios llevan la ira
y llevan la pena muy honda en los ojos
como una estrella en un hoyo de sal.

Cuando aprietan la mano el sol está seguro del mundo,
cuando sonríen una golondrina pequeña sale de su áspera barba,
cuando duermen doce estrellas caen de sus bolsillos vacíos,
cuando mueren la vida toma la pendiente con tambores y banderas.

Hace años que todos tienen hambre, que tienen sed, que mueren
sitiados por tierra y mar;
el calor ardiente consumió sus campos y la salmuera roció sus casas,
el viento derribó las puertas y las pocas lilas de la plaza,
por los agujeros de sus abrigos entra y sale la muerte,
su lengua es acre como la nuez de ciprés;
murieron sus perros envueltos en su sombra;
en sus huesos la lluvia golpea.

Arriba en las garitas, inmóviles fuman el estiércol y la noche
y vigilan el mar enfurecido donde se hundió
el mástil roto de la luna.

Se agotó el pan, se agotaron las balas,
ahora sólo con su corazón cargan los cañones.

Tantos años sitiados por tierra y mar,
todos tienen hambre, todos mueren, pero no ha muerto nadie–
arriba en las garitas brillan sus ojos,
una bandera grande, un fuego grande y muy rojo
y cada amanecer miles de palomas salen de sus manos
a las cuatro puertas del horizonte.

Versión de Francisco Torres Córdova