Jornada Semanal, 25 de febrero del  2001



 

Ana García Bergua


 


MALABARISMOS DE HORAS

Para Blanca Luz

Ya decía yo que en esta ciudad nos aguardan muchas sorpresas, no sólo de tipo criminal o logístico, que son las que últimamente brotan con mayor regularidad. Cuando salga esta columna, probablemente ya el gobierno de la capital nos habrá consultado sobre el horario de verano. La verdad es que no se me ocurre qué será lo mejor para la economía o para la salud, aunque, personalmente, me parece antinatural que los anocheceres tarden tanto en llegar y encuentro indispensable que a las siete de la noche, cuando sale la gente al pan o a comprar tamales, esté cayendo ya el ocaso sobre nuestras pensativas cabezas, pero ése es problema mío; en lo que sí he estado meditando es en todas las posibilidades que ofrecería el hecho de que la hora variara de una delegación a otra, como se ha dicho en los periódicos y en los noticieros que podría ocurrir, según quién quisiera ceñirse al veraniego horario de la federación, o al rebelde y terco horario “corriente”, que ciñe las costumbres a los cambios de luz de las estaciones. 

Obviamente lo primero que acude a la imaginación son un sinfín de incomodidades: las prisas, la interrupción del sueño, las adaptaciones del horario de la casa al horario de la oficina o la escuela, el hecho de caminar por las calles ajustando el reloj al territorio que se pisa.

Pero en realidad, si se piensa bien, no hay nada más bonito que disponer de horas extra: es una fantasía que más de un viajero concibe cuando, en un viaje largo, le gana algunas horas de vida al voluble tiempo. ¿Y si no regreso? ¿Y si me quedo con estas horas de más, que no me correspondían? Así que ¿qué mayor comodidad que poderle robar una horita a la vida con sólo pasarse al barrio vecino? Caray, no hay que ser tan pesimistas. Si las horas fueran cambiando de una colonia a otra, uno podría intentar eternizarse en las cinco de la tarde, como el sombrerero loco y la liebre de marzo de Alicia en el país de las maravillas; cuando dieran las seis, podríamos trasladarnos rápidamente a la colonia vecina y continuar, taza en mano, la charla interrumpida. Así, iríamos a la delegación de al lado con la única finalidad de alargar la sobremesa, y los escolares, con sólo una poca de habilidad, combinarían el estudio con la alegre pinta. La vida sería muy variada. Ciertamente uno se lo pensaría antes de perder literalmente una hora de vida sólo por viajar a la colonia Cuauhtémoc a hacer algo obligatorio como trabajar o requerir un papel, pero de regreso, ¿qué tal el cobro, la restitución de una hora inesperada, el respiro de la renovada juventud? Y también podría tener ventajas que se acortara el tiempo: cuánto sufren los ansiosos, los enamorados que esperan y esperan para encontrarse. Si se citan en un barrio de horario adelantado, la urgencia se aplacará un poco, el pago a tanta espera vendrá, como en los comercios, con un descuento. Y lo mismo ocurriría con tantas cosas que nos hacen desear que las horas vuelen o se traspapelen: la infancia que a los niños se les hace a veces eterna, las largas colas (se podrían organizar colas intercoloniales), los trámites engorrosos, el final de los anuncios y el comienzo de las películas. Hasta podríamos acelerar, como una suprema venganza, el tiempo amodorrado de los burócratas. Que el tiempo fuera elástico, moldeable, ¿a quién no le gustaría? Por el puro desconcierto, la gente no saldría tanto a las calles, se aligeraría el tráfico, se desorganizarían las manifestaciones, las estaciones de televisión no podrían imponer costumbres de hora fija; nadie entendería cuánta prisa tiene, o si tiene prisa, o si debe, de repente, matar una hora dando un paseo, visitando a una amiga, comiéndose un elote. Todos pensaríamos más antes de hacer cualquier cosa, incluso los asaltantes, pues ellos también han de tener planes de horario. Y a los propios gobernantes les conviene, pues dispondrían de una hora más para cumplir promesas o simplemente seguir prometiendo. No todo serían, creo yo, incomodidades, aunque no faltará quien piense que aquello sería un simple desorden, como si el hecho de vivir a la misma hora pusiera algún orden en esta caótica ciudad. No sé. Yo escribo esto a las doce con veinte minutos; esperaría, querido lector, que si en tu colonia fueran las once apenas, disfrutaras de esa gratuita hora y en tu renovada juventud la emplearas en algo bueno, placentero o insensato. Pero mejor paso a retirarme. Hasta la próxima.
 
 





LA JORNADA VIRTUAL
Naief Yehya

 
 

Naief Yehya

Nuestros otros yos: 
la clonación humana en puerta

En el principio fue el clon

De acuerdo con el dogma de fe raëliano la historia humana comenzó cuando científicos extraterrestres, los elohim, se clonaron a sí mismos para poblar un planeta azul. Los raëlianos son una secta con sede en Quebec que supuestamente tiene cincuenta y cinco mil seguidores en ochenta y tres países y cuyo líder, Raël, fue llevado a pasear a bordo de un platillo volador en 1973 (www.rael.org). Durante ese encuentro los extraterrestres le explicaron el origen de nuestra especie. Los raëlianos creen fervientemente en una extraña fusión de ciencia, especialmente genética, cultura pop y ciencia ficción, con una inyección de misticismo y una fuerte dosis de utopismo. Para ellos el alma es el adn y la reencarnación es perfectamente posible gracias a la clonación. Los raëlianos creen que la tecnología es una extensión de la vida espiritual y que hay una fuerza superior que guía nuestros descubrimientos y logros con el fin de redimirnos. En sus fantasías la vida eterna ha dejado de ser una metáfora para volverse un procedimiento de trasplante del adn de una célula a otra. Es decir que para ellos basta calcar la información genética de un individuo para que éste vuelva a vivir. Los raëlianos cuentan con una institución destinada a clonar personas: Clonaid (www.clonaid.com). Esta secta tan sólo es la cara más visible y estrambótica de la carrera por clonar a un ser humano, ya que numerosos grupos e individuos que cuentan con profesionales capacitados, el equipo necesario y los fondos suficientes, están ahora mismo librando obstáculos técnicos y legales para traer al mundo al primer individuo clonado. 

En el principio fue Dolly

La oveja más famosa del mundo demostró en febrero de 1997 que era posible clonar a un mamífero adulto al trasplantar la información genética de una de sus células a un óvulo fertilizado. En ese momento miles de personas en el mundo entero con serios problemas de infertilidad vieron en la clonación la mejor esperanza de poder concebir un hijo con el cual tuvieran un vínculo genético. Pero otras personas imaginaron que esta era la oportunidad de crear personas de reemplazo y comenzaron a soñar con recuperar a sus seres queridos: clonar a sus hijos muertos, a sus esposos desahuciados o a sus propios padres seniles. Súbitamente la posibilidad de la reencarnación se presentó en forma de manipulación genética. Esta fantasía no pasó inadvertida a políticos y científicos, por lo que de inmediato, en muchos países, fue prohibido todo intento de clonar humanos. No obstante, decenas de científicos, abogados e inversionistas, sabiendo que existe un inmenso mercado potencial para este procedimiento, comenzaron a explorar las ambigüedades legales y morales, así como las complejidades técnicas que rodean a la clonación, para evadir todos los obstáculos y más tarde convertirla en un productivo negocio. 

En el principio fue Wired

La revista que ha sido el eufórico portavoz de la revolución digital y la nueva economía anunció en la portada de su ejemplar de febrero de 2001: “Alguien clonará a un humano en los próximos doce meses.” A ese artículo de Brian Alexander le siguieron muchos otros en medios prestigiados, desde el New York Times hasta las cadenas televisivas nbc, abc, cbs y fox. El hecho de que un humano estaba a punto de ser clonado dejó de ser un secreto de los grupos que operan en la clandestinidad y que se mantienen en contacto a través de internet (a través de foros como el de la Human Cloning Foundation, entre otras, www.humancloning.org) para volverse materia de debate abierto en los medios, lo cual es la mejor forma de extender los límites de la moral dominante y manipular a la opinión pública.

En el principio fue 
la segunda oportunidad

La ilusión de que una persona puede ser repetida radica en la esperanza de que somos nuestros genes. Hasta ahora la idea más aceptada es que somos el resultado de la combinación de nuestros genes y nuestras experiencias. Pero finalmente nuestra ignorancia en este terreno es enorme, lo cual quedó demostrado el 12 de febrero pasado (el cumpleaños de Darwin), cuando la corporación privada Celera y el Human Genome Project anunciaron que los humanos tenemos apenas entre treinta y cuarenta mil genes, a diferencia de los cien o 140 mil que se esperaban. Con lo que resulta que tenemos tan sólo el doble de genes que la mosca drosophila. Esto pone en evidencia que aún no entendemos la relación de nuestros genes con la complejidad de nuestro organismo. Clonar personas es manufacturar a nuestra descendencia. Esto implica por una parte que los errores, desperfectos y fracasos en el proceso serán responsabilidad de científicos y técnicos y no del azar de la naturaleza. De acuerdo con numerosos expertos, clonar a un humano es un procedimiento relativamente sencillo. De hecho, un equipo de científicos del hospital de la Universidad de Kyunghee, en Corea del Sur, anunciaron que clonaron exitosamente un embrión humano pero lo destruyeron al alcanzar la fase de cuatro células. Fabricar a una persona conlleva una serie de consecuencias morales, pero más importante es que, al hacerlo, entramos en un territorio de experimentación desconocido en el que los productos defectuosos serán finalmente humanos con toda clase de malformaciones. Esto ha sucedido en todas las especies animales que han sido clonadas y puede hacer que el procedimiento resulte socialmente inaceptable. Pero aun en los casos exitosos el clon vendrá al mundo cargando el equipaje genético de otra persona y con ello las expectativas de sus padres. El clon no será concebido como un bebé “en blanco” con un infinito de posibilidades sino como un encore, como la continuación de una vida y como la segunda oportunidad de otra persona. 
 
 


 

Carlos López Beltrán

    Errario de Verano

    Un amigo sueco me declaró su orgullo de pertenecer a un país donde se cambió de lado la circulación de los coches de la noche a la mañana. Hubo relativamente pocos accidentes, y la población asumió estoicamente los miles de pequeños problemas que tal decisión les ocasionó. Un grupo de expertos decidió recomendar tal medida (pasar de circular a la izquierda como en Inglaterra a hacerlo a la derecha como en el resto del Continente Europeo) pues tendría beneficios múltiples a la larga, aunque en el corto plazo sería una lata para todos. Tras un breve periodo de convencimiento razonado a los ciudadanos, se fijó la fecha, se difundieron las instrucciones a todos, y adelante. Dos ejemplos quizá más tímidos pude mencionar cuando la conversación osciló hacia mí: el programa “Hoy no circula” y la instauración reciente del horario de verano nacional. En ambos hay beneficios colectivos a cambio de relativamente pequeños sacrificios individuales. Apunté la clara diferencia: dadas las prácticas paternalistas y autoritarias de nuestros tlatoanis, aquí hubo poco del “convencimiento razonado” para que quienes habrían de hacer los cotidianos esfuerzos hormiga que acumulan efectos globales se sintiesen tomados en cuenta, y vieran el sentido de sus acciones locales. 

    Que no se hayan hecho las discusiones públicas en el nivel y la extensión adecuadas antes de implantar el horario de verano en México en 1996, y que desde entonces no se haya hecho demasiado para mantener a las personas al tanto de lo que se gana con él, no es sin embargo motivo suficiente para la demagogia con la que hoy actúan nuestras autoridades en torno al tema. 

    Los técnicos de la Comisión Federal de Electricidad y del Fideicomiso para el Ahorro de Energía Eléctrica (FIDE) han hecho públicas desde hace varios años las ventajas para el país de la adopción del horario de verano. No hay duda: se reduce el consumo nacional de energía. Además del ahorro, con ello se abate un poco la emisión de contaminantes, se difiere y racionaliza la inversión a futuro en nuevas plantas eléctricas, y se desplaza y reduce el pico más alto en la demanda diaria de “fluido” eléctrico.

    No veo por qué identificar las razones y argumentos de los técnicos (accesibles en publicaciones varias, y aun en la red: www.fide.org.mx) con una conjura priísta o neoliberal para favorecer a los empresarios o a los gringos. Y no he visto en las campañas recientes contra el horario de verano el respeto suficiente tanto para esos técnicos como para la inteligencia del público, a quien al parecer se asume como incapaz de entender el problema. Hay dos pecados extremos que una sociedad participativa tendría que evitar: la completa descarga de las decisiones colectivas en los expertos, y el allanamiento total de las diferencias de conocimiento y experiencia que elimina el debate racional y apela al simple mayoriteo plebiscitario. Entre ambos existen muchas maneras razonables de generar consensos. 

    El cambio de horario de verano nacional involucra crucialmente al Distrito Federal. Intentos previos de establecerlo por separado en algunos estados, desincronizándose con el df, fracasaron debido a la dominancia económica de éste. Si ahora la ciudad se desacopla pierde mucho de su sentido la medida. La Ciudad de México, por otro lado, consume exageradamente más recursos energéticos que otras regiones, y por esa sola razón sus habitantes están más obligados a participar en los esfuerzos nacionales por economizarlos. De ahí a que unilateralmente se apele al egoísmo de los defeños y se les quiera convencer de que pueden jalar solos en este asunto, me parece torpe y muy injusto. 

    Pareciera que en la izquierda mexicana hay quien ha llegado a convencerse, como la Thatcher, de que no hay tal cosa como los intereses de una sociedad, y que todo se reduce a los intereses de los individuos. La torpeza del eslogan “porque no a todos les gusta”, que anuncia la concesión federal de reducir los meses de aplicación del horario de verano revela esa confluencia entre izquierda y derecha. Pues idéntico es el gancho del gobierno del df para intentar poner en jaque a la federación a partir de este asunto.

    Es muy posible que haya argumentos para contrarrestar las razones por las que se adoptó el horario de verano, pero salvo que pensemos en una sociedad de individuos egoístas y pueriles (que es el ideal del demagogo) no parece satisfactorio pensar que el gusto o disgusto individual tenga que ser determinante. Los viernes yo odio el “Hoy no circula”. No me gustan los semáforos cuando llevo prisa. Me irritan las estudiantinas y más las pagadas con mis impuestos. De hecho me choca pagar impuestos y multas. Con todo, me desazona más que se me quiera hacer creer que ese tipo de molestias las podría eliminar de mi vida (sin discutir) juntando suficientes firmas, o votos telefónicos, de los otros molestos. Pues lo que más alarma, en el duelo de demagogias que estamos presenciando, es el concepto de sociedad civil, de participación ciudadana que parece gustar a diestros y siniestros. Usted no se preocupe, quédese cómodo en su sofá, no piense, no se entere de argumentos y razones, parecen decir sus campañas. Nomás marque un número, como en los concursos televisados, y señale su preferencia. No hay nación, no hay sociedad, no hay discusiones colectivas ni maneras en que la sociedad civil, los ciudadanos, y sus representantes electos, participen en ellas. Lo que cuenta es cómo se siente hoy usted, y qué político carismático le cae mejor. En pocas palabras, nos dan trato de gringos. ¿Lo merecemos?
     


Cirugía y cultura, un capítulo ilustre

     
    ¿Saben ustedes qué es el Teriaco? ¿No? Bueno, yo tampoco sabía, pero me vine a enterar de esto: “En 1575 Tagliacozzi toma parte en la preparación del Teriaco y participa en una discusión famosa sobre la utilización de serpientes en la fórmula. La preparación del Teriaco representaba un acontecimiento en la vida cultural de la Universidad. Este medicamento, constituido por sesenta y tres elementos distintos, al que se atribuían poderes curativos extraordinarios (era panacea), debía ser preparado siguiendo la fórmula con gran exactitud y cuidado al máximo todos los detalles del proceso; los errores de elaboración podían anular su eficacia terapéutica.”

    Esta notable información proviene del libro Dolor y belleza, con texto del ilustre doctor Fernando Ortiz Monasterio y poderosas fotografías de su hijo, nuestro amigo Pablo. El libro, sobre el médico renacentista Gaspare Tagliacozzi, boloñés, como la salsa del espaguetti, es una maravilla.

    Ahora volvamos al Teriaco. El diccionario incluye la palabra en femenino, Teriaca, e informa que viene del griego terión, “fiera”, y explica que significa “remedio contra la mordedura de animales venenosos”, es decir, algo como “antídoto”. Y añade que se usa más “triaca”, de la que dice: “Confección farmacéutica usada de antiguo y compuesta de muchos ingredientes y principalmente de opio.”

    Parece ser, entonces, que loque empezó como antídoto terminó en panacea, cosas más raras hemos visto. Ahora bien, la “discusión famosa” a que alude el doctor fue por ver quién lo preparaba, si los farmacéuticos o los médicos. Debió ser enconada porque, cuenta Ortiz Monasterio, llegó hasta el Papa en persona, quien zanjó a favor de los médicos. También hubo algo relacionado con que las serpientes empleadas “eran hembras y estaban embarazadas”, pero a tan hondos arcanos de farmacología no llego a penetrar.

    A mí me apasiona la historia de la medicina. La medicina es buen barómetro para captar los presupuestos culturales de una época, cosa que nunca es fácil. Ni siquiera en nuestra época que ha visto la brusca resurrección de toda clase de medicinas no científicas a las que se les presta, misteriosamente, ingenua, irracional y masiva credulidad. En este sentido, cultura y medicina, el libro es un acierto: las fotografías le dan al texto robusta e inusitada vitalidad.

    Qué época, un médico ejemplar, como Gaspare Tagliacozzi abriéndose paso entre tinieblas y supersticiones, y sin embargo, es emocionante apreciar que su orientación fuera tan correcta y bien encaminada, y su vida tan ejemplar. Da gusto, la verdad, que haya habido gente así, como él.

    Qué época, digo. El libro nos ayuda a imaginar. ¿Pueden ustedes imaginar lo que debió ser una operación en aquellos tiempos? El cirujano, bisturí en mano, con el sombrero de ala ancha puesto, sin asepsia alguna, y eso es nada, sin anestésicos, el paciente atado a la mesa de operaciones, dando gritos. Aunque, claro, algo se sabía de hipnóticos, porque Yago dice en Otelo:
     

      Ni amapola ni mandrágora,
      Ni todas las pócimas adormecedoras del mundo
      Te procurarán nunca el dulce sueño.


    Hasta el siglo diecinueve vinieron, no muy eficaces, el gas hilarante y el éter, y con éste el inmortal verso de Eliot:
     

      Vayamos pues, tú y yo,
      Cuando la tarde se haya tendido contra el cielo
      Como un paciente eterizado sobre una mesa.


    Tremenda cosa es la cirugía: que me perdone el doctor Ortiz Monasterio, pero la descripción de la rinoplastia (o cirugía estética de la nariz) que con gran brillantez practicó su héroe Tagliacozzi es sencillamente espeluznante, al menos para un lego absoluto en esas prácticas como yo.

    Hemos hablado de cirugía, pero ¿y la belleza? De esa señora me limitaré a recordar una cosa. En el canto III de la Ilíada hay un pasaje que suele llamarse “Helena en las murallas” y en él se lee que los ancianos de Troya, que por viejos ya no podían combatir, están reunidos hablando “como cigarras que cantan en las ramas” y hacen venir a Helena para que les diga el quién es quién del ejército griego. Helena sube, los viejos la miran y dicen: “No es extraño ni culpable que los troyanos y los griegos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las diosas inmortales.” En este pasaje se ve con claridad la apreciación tan alta que tuvieron los griegos de la belleza femenina, porque, puesto en plata, dice: “La belleza de Helena es tal que bien merece una guerra.” Y si para ese pueblo, tan culto y sabio, la belleza merece una guerra de diez años y la destrucción de una gran ciudad, con más razón merece el afán y desvelo de médicos eminentes como Ortiz Monasterio o Gaspare Tagliacozzi, me parece a mí.

    Me gustaría seguir, pero aquí lo tengo que dejar.