Jornada Semanal, 18 de febrero del 2001 

Elena Llobet
 

Alejandra Pizarnik: cuando la poesía duele
 
 

Hubo una Alejandra Pizarnik casi feliz. Vivía en la capital de Francia y eran los años de 1960 a 1964. Elena Llobet nos dice que Alejandra “podía leer su amada literatura francesa, se acostaba con hombres y mujeres fluidamente y se hacía amiga de Paz y de Cortázar”. La vida después se le complica y ya no le es posible encontrar la región de su utopía. Sin embargo, siguió escribiendo hasta poco antes de su exit. Su último libro, El infierno musical, testimonia la llegada de “un viento violento que arrasó con todo”. Elena Llobet nos entrega en este ensayo su reseña de las ediciones de la obra de Alejandra, publicadas por Corregidor, así como su opinión sobre los perfectos prólogos de Cristina Piña.


Ediciones Corregidor editó, no hace mucho tiempo, una selección de textos de Alejandra Pizarnik realizada por Cristina Piña, con un breve prólogo de la antologadora. Para quien no lo sepa, Cristina Piña es una verdadera erudita en esta poeta argentina nacida en 1936 y fallecida en 1972; también es autora de varios estudios sobre Pizarnik y de una biografía aparecida por primera vez en Planeta en 1991. Desde entonces, sus posiciones sobre la poeta han ido afirmándose, y en 1999, paralelamente a esta selección de textos, publicó también el libro Poesía y experiencia del límite: leer a Alejandra Pizarnik, de corte más bien académico.

En los más recientes trabajos de Piña se reiteran dos posturas que no dejan de llamar la atención. Una, su resistencia a aceptar el hecho del suicidio de la escritora estudiada; otra, su resistencia a indagar en los textos la cuestión de la homosexualidad en la obra de Pizarnik. Pese al pudor por el que muchos han preferido no hablar del tema, Pizarnik era lesbiana.

Se presiente en los estudios de Piña una voluntad de matizar los aspectos más radicales de la vida de esta escritora. Tal vez ello sea resultado de la tendencia hagiográfica que invade a Piña al escribir, idolatría producida quizá por la muerte trágica de Alejandra o por el carismático carácter de la escritora que, a veintiocho años de su muerte, sigue irradiando fascinación con su vida trunca convertida en leyenda.

O tal vez todo se trata de una fatalidad: la del estudioso que pone alma y vida en la investigación de otro escritor, cuya presencia ocupa posesivamente un lugar protagónico en su imaginario y sus preferencias literarias.

Sin maquillaje

Cuando Alejandra Pizarnik fue encontrada muerta en su apartamento, no tardó en descubrirse que había tomado cincuenta comprimidos de seconal sódico. La sustancia, tomada en grandes cantidades, era conocidamente letal, porque en esa época los intentos de autoeliminación por medio de su consumo eran frecuentes. Piña prefiere pensar que aquel 25 de septiembre de 1972 Pizarnik estaría confundida o desesperada y que quizá no supiera claramente que estaba poniendo en jaque mate su vida. No era el primer intento de suicidio. Había habido otros anteriores, con internaciones en hospitales psiquiátricos.

Todos los estudiosos coinciden en señalar la omnipresencia de la muerte en la poesía de Pizarnik. Pero al entroncarla con los poetas malditos, al hacer literatura su vida construyendo frondosos artículos sobre su obra, al analizar sus textos postulándola como “poeta del lenguaje”, se minimiza en parte su terrible cabalgata hacia la locura y la muerte, ocurrida finalmente cuando sólo contaba treinta y seis años.

En efecto, partir de 1968 la obra de la poeta se transformó en un testimonio estremecedor, en el diario íntimo de una psicosis. No es la verborragia monótona de los pacientes que suelen verse en los psiquiátricos, porque la verborragia de Alejandra es genial y agudísima. Su talento poético luce en medio de tanta locura. La poeta es la loca. La loca es la poeta. La loca es la que habla pero nada de lo que dice está de más.

Piña se resiste –una vez más– a creer que esos maravillosos textos hayan sido fruto de la locura. Piensa –y pone de ejemplo a Virginia Woolf– que no ha sido durante la enfermedad que la potencia creativa de la artista ha podido encontrar la palabra precisa, sino que ello ha sucedido en los instantes de lucidez.

Pero con Extracción de la piedra de la locura y El infierno musical, publicados en los últimos años de su vida, el lector asiste a una descripción talentosa y estremecedora de los padecimientos psíquicos a que puede estar sometido un ser humano: “Voces, rumores, sombras, cantos de ahogados, no sé si son signos o una tortura.” Textos que manifiestan el resquebrajamiento de la personalidad, de la identidad, no como un juego de metáforas sino como una verdad horrorosa:

Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y barrenan/ y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos, los fundamentos/ aquello que me es adverso desde mí conspira, toma posesión de mi terreno baldío.

Hablar desde la locura no implica ser menos poeta que aquel que lo hace desde la razón y el sosiego. Una actual y atenta lectura de los poemas de Alejandra –disociada del construido “personaje Pizarnik” de la farándula literaria porteña de los años sesenta– nos hace escuchar una voz que llama desde lo recóndito, desde aquella profundidad de pozo que mencionó en sus poemas y que citó en lo que dejó escrito en un pizarrón, en su apartamento, antes de partir hacia la muerte: “No quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo.”

Dichosa poesía

Y sin embargo, alguna vez hubo una Alejandra Pizarnik casi feliz. Fue en París, probablemente, donde vivió entre 1960 y 1964. Ella era joven y libre. Con veintipocos años, leía fervorosamente a su amada literatura francesa, se acostaba con hombres y mujeres fluidamente, se hacía amiga de Octavio Paz y de Cortázar, vivía sola en románticos cuchitriles atiborrados de papeles y frasquitos de pastillas. Pero, más que nada, esta sensación de casi felicidad era producida por la satisfacción poética, por las palabras. En 1962, estando allí, en plena ebullición creativa, escribió un fragmento que constituye una poética personal y una verdadera apología de la poesía: “La poesía es el lugar donde todo sucede. [...] Decir libertad o verdad y referir estas palabras al mundo en que vivimos o no vivimos es decir una mentira. No lo es cuando se las atribuye a la poesía: lugar donde todo es posible.”

La poesía es la isla dorada de la utopía, es el país de nunca-jamás, es la “patria”, la auténtica patria para esta judía argentina hija de rusos e integrante de una familia aniquilada por el nazismo y la segunda guerra mundial: “En oposición al sentimiento del exilio, al de una espera perpetua está el poema –tierra prometida–.”

La palabra “patria” referida a la poesía será utilizada en varias ocasiones en su obra. Cuando la usa, aun al final de su vida, contrasta por su belleza con el manoseo de esa palabra realizado habitualmente por la parafernalia nacionalista:

Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música, para tener una patria. (El infierno musical.)

La euforia de los años parisinos, la devoción por la poesía con su carácter salvador, sagrado, estructurador, fue acompañada por una fecunda producción poética. En 1962 sale en Buenos Aires, publicado por Sur y prologado por Octavio Paz, su libro Árbol de Diana. No era el primero –antes de dejar Argentina había publicado ya tres– pero sí el más hermoso que había escrito hasta el momento.

Era el tiempo de la poética de los poemas escuetos (“Cada día son más breves mis poemas: pequeños fuegos para quien anduvo perdida en lo extraño”), la poética de los textos de gran concentración, puro sonido contrastando con el silencio. Dicen –ella misma lo decía– que escribía los poemas en un pizarrón y se quedaba observándolos, a la distancia, como un pintor, estudiando y sintiendo la resonancia de las palabras, unas hacia otras.

Toda palabra en estos tiempos de Árbol de Diana es mágica, por eso utiliza sustantivos cargados de significados, redondos, poéticos desde tiempo inmemorial: sed, silencio, sombra, paraíso, destino, memoria, estrella, muerte, viento, barco, mundo, espejo, casa, pájaros, miedo, rosa, lluvia, niebla, fuego, piedra, vida, noche, etcétera.

Estos sustantivos han sido utilizados por todos los poetas del mundo un millón de veces, pero Pizarnik les devuelve su inocencia, con sabios recursos: los rodea de espacio y de silencio, los repite y los llena de misterio, los susurra.

El padecimiento y la locura pueden convivir con esta poesía, porque la autora tiene la armadura del lenguaje, que la estructura, que la defiende de los embates de la desintegración. Lo terrible ya aparece en esta poesía de la joven Pizarnik: “Miedo de ser dos/ camino del espejo:/ alguien en mí dormido/ me come y me bebe.” Pero un optimismo ciego en las fuerzas todopoderosas de la poesía asume la destrucción como parte de la misión sagrada del poeta: “Una mirada desde la alcantarilla/ puede ser una visión del mundo/ la rebelión consiste en mirar una rosa/ hasta pulverizarse los ojos.”

Luego de Árbol de Diana vendrá el libro Los trabajos y las noches, de 1965, que pese a publicarse a su regreso a Buenos Aires, confirma la estética de los años de París. Este quizás sea el libro de Pizarnik donde el tema del amor ocupa un espacio junto al de la muerte. El cuerpo parece reclamar sus derechos frente a la abstracción: “he sido toda ofrenda/ un puro errar/ de loba en el bosque/ en la noche de los cuerpos”.

Poética del horror

En 1968 surge el quiebre de esta anterior actitud poética. Llegarán con este año emblemático los largos poemas en prosa, los poemas de la disgregación, páginas con extensos textos fragmentados como un espejo roto.

Invadirán la poesía de Alejandra las imágenes surrealistas, no a la manera pueril de la escritura automática, sino a través de visiones de gran intensidad plástica. No perderá el prodigioso dominio de decir exactamente lo que hay que decir, sin que sobre ningún vocablo, aun en poemas de gran extensión. Pero sí se perderá ella misma, como sujeto.

Este viraje estético refleja un cambio que es asumido y declarado una y otra vez en los propios textos. Es una transformación que salta a los ojos. Porque desde el libro Extracción de la piedra de la locura, la voz que habla es sustituida por una pluralidad de voces. Y ella lo sabe: “Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos.” Y más adelante: “Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo.”

¿Son las voces de la psicosis, las que escuchan y sufren tantos locos? En todo caso, a la poeta el lenguaje le ha comenzado a fallar por todas partes: “Señuelos de conceptos. Trampas de vocales.” El lenguaje falla porque el mundo ha desaparecido y en lugar de él sólo queda el caos. Nada existe salvo el padecimiento de la muerte y de la locura. La estética con la cual se embanderaba la joven Pizarnik en 1968 ya no se sostiene:

Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante en tus huesos, habla del vértigo.

Paradójicamente, esta joven mujer que experimentaba estos extremos de sufrimiento era también un personaje lleno de glamour, que recorría la noche culturosa porteña hablando sin parar, haciendo chistes, juegos de palabras, pronunciando obscenidades con su ronca voz. Había sido la amiga de tout le monde: de Mujica Láinez, de Silvina Ocampo, de Olga Orozco, de Juarroz, de Oliverio Girondo, de Norah Lange y de muchos otros. Era la enfant terrible que consumía desde la adolescencia anfetaminas y barbitúricos, la “desbundada” del mundillo literario. En el ’66 había ganado el Premio Municipal de poesía y su consagración como joven poeta había sido total. También ganó la Guggenheim. Pero su poesía demuestra que ese auditorio que la aplaudía no la salvaba, ni tampoco su propio triunfo, ni los laureles para el narcisismo, ni la belleza de su obra: “Ebria de mí, de la música, de los poemas, por qué no dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba el llanto por mi cara: ¿Y por qué no dicen algo? ¿Y para qué este gran silencio?”

Últimos cartuchos

Y no obstante, insiste. Continúa publicando y, en 1971, cuando el suicidio es ya una realidad inminente, sale al mundo un libro tremendo que se llama –de manera elocuente– El infierno musical. Pizarnik se halla introducida en un infierno desde donde recuerda a la otra que era cuando su vida ponía todas las esperanzas en la poesía, tanto para salvarse a sí misma como para salvar a los demás:

Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo, pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto.

Dicen que a la presentación de este libro fue una gran cantidad de gente y que Alejandra estaba radiante y locuaz entre todos ellos. Tenían la carta de despedida de la escritora entre sus manos, aunque no lo supieran o aunque no se percataran.

En su última producción, contenida no sólo en El infierno musical sino también en el libro póstumo Textos de sombra y otros poemas, es posible encontrar imágenes surrealistas de gran belleza donde resuenan los ecos de toda la tradición que se inicia con Lautréamont y se continúa hasta Breton, autores ambos admiradísimos por la poeta.

Pero además de ser textos inscritos en una tradición literaria, pueden leerse como una suerte de literatura de terror, porque las fuerzas de la muerte están constantemente azotando a la persona de Alejandra a través de imágenes terribles y sádicas.

El asunto del cuerpo muerto, quemado, descuartizado, desmembrado –el propio o el ajeno– recorre estos textos con una constancia admirable: “Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna.” Y en otro poema: “Escribo como quien con un cuchillo alzado en la oscuridad.” Y en alguno más: “Figuras de cera los otros y sobre todo yo, que soy más otra que ellos.”

El simple hecho de mirarse al espejo produce un efecto terrorífico. El impresionante poema “Caminos del espejo” es un compendio de imágenes y símbolos que la rodeaban en esos tiempos. Los dobles aparecen por doquier. Está la niña que se borra pintada con tiza rosada de un viejo muro o que se asusta al ver la máscara de la Alejandra que será en la muerte. Imágenes claustrofóbicas, de asfixia, que en otros poemas abundan –corredores negros, ataúdes, muros que se acercan, que se juntan, sudarios–, en éste llegan a su máxima tensión, pensándose a sí misma la poeta con los párpados y la boca cosidos. Hay imágenes abismales, de caídas hacia el infinito, precipicios aterradores por
lo que hay allí en el fondo: “Mi caída sin fin a mi caída sin fin en donde nadie me aguardó pues al mirar quién me aguardaba no vi otra cosa que a mí misma.” Hay lobos que aúllan en medio de la noche. Y, por supuesto, impacta la presencia de cadáveres, con quienes en su padecimiento Pizarnik se vio obligada a convivir, ya sea por anticiparse a la identidad que le esperaba una vez muerta o sencillamente por la laceración psíquica que no le daba tregua: “Delicia de perderse en la imagen presentida. Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy.” Mirarse al espejo no debía dejar de ser, cada día, un asunto escabroso: “Una mano desata tinieblas, una mano arrastra la cabellera de una ahogada que no cesa de pasar por el espejo.”

Quien lee esto puede sentir que es la voz de una enferma, una voz solitaria. La muerte de Pizarnik rubricó estos textos hasta hacerlos casi documento. Pero cuando se sabe que, después de casi cuarenta años, su poesía continúa siendo leída –devorada– por las jóvenes generaciones, que se relevan unas a otras pero que siguen leyéndola con el mismo fervor; o cuando se considera que en numerosos primeros libros de poesía en Argentina hay indefectiblemente una cita o una dedicatoria para ella; o incluso cuando se reflexiona sobre la leyenda que su vida y muerte generó, no es posible dejar de pensar que la tragedia de Pizarnik ha sido la de miles de seres humanos, y que su emblemática vida es un icono más del siglo xx, el siglo del yo desintegrado y perdido.

Dos libros

A diferencia de las Obras completas publicadas anteriormente por Corregidor –donde el criterio de ordenamiento resulta bastante caótico para la lectura–, en estos Textos selectos se puede apreciar en forma bastante global la evolución de la poesía de Alejandra Pizarnik, los distintos tiempos estéticos, desde los jóvenes años cincuenta hasta los textos humorísticos y obscenos, en prosa, del último periodo.

La antologadora, Cristina Piña, incluye también varios capítulos (o cuadros o escenas) del libro en prosa La condesa sangrienta, publicado por primera vez en México en 1965, en el cual Pizarnik, a través de una prosa perfecta y fascinante, evocó las acciones de la siniestra condesa húngara Erzébet Báthory, una auténtica Drácula que mató y torturó siglos atrás a 650 muchachas. Los textos que pertenecen a este libro son espeluznantes pero su escritura es hermosa. Se ha visto e interpretado la atracción que sintió Alejandra por este personaje maldito como un signo evidente de su homosexualidad. La inclinación de la terrible condesa por las bellas muchachas desnudas y mutiladas no pasó inadvertida por cierto a Alejandra Pizarnik. Sin embargo, a la luz del conjunto de su obra, cabe preguntarse hasta dónde Alejandra se identificaba con la perversa condesa victimaria o con las sufrientes víctimas del terror.

Tomado de El País Cultural