Jornada Semanal, 11 de febrero del 2001 

Jorge Moch
baba de perico
 

Mala yerba
y exceso de confianza



 

Desde el ahora “decentísimo” puerto de Veracruz, Jorge Moch nos envía las “indecencias” con las que acostumbra ilustrar a sus desabrochados paisanos, en lo que él ha bautizado como “Baba de perico”. Aquí, la irreverencia de Moch se sirve de un mala yerba llamado don Chencho (y con él recordamos a Mariano Azuela y su novela en la que bautizó para siempre a los personajes de esa calaña) para dar ejemplo de lo que puede ocurrirle a todos esos seres con la piel “más correosa que los cueros de Rocinante” si en una de ésas se descuidan y pecan de exceso de confianza.


Afortunadamente para nosotros pero para desgracia de todas las otras especies que nos miran con alarma por el rabillo del ojo, David Koresh, Nostradamus y Herminia, la tortillera vidente y vendedora de productos Meri Kei, estuvieron totalmente equivocados. O sea que llegó el cacareadísimo dos mil y pasó de largo y nada, ni se acabó el mundo ni se consumió la humanidad en una lluvia de fuego. La desconfianza de nuestros compañeros de planeta no es para menos: desde niños destripamos ranas en nombre de la ciencia. Tonsuramos macacos y les conectamos cables eléctricos en el hipotálamo o en el infundibulum para saber por qué engordamos cuando nos atiborramos de pastelitos y refrescos. A ratas y ratones les injertamos orejas humanas en el espinazo (se ven chistosísimos aunque no oigan ni cuetones con el lomo más sordo que Beethoven) o les provocamos tumores en sus diminutos páncreas. Y siempre, claro, en nombre de, como le dijo Nietzsche, la gaya señora ciencia. Ésta, al servicio de nuestra permanencia en el mundo, y a nosotros, ni quien nos toque.

La especie humana demuestra ser más correosa que los cueros del Rocinante. ¡De cuántas golpizas se ha recuperado Sancho Panza con apenas comer y dormir! La humanidad es la reina de la supervivencia, al menos mientras a los señores insectos no se les ocurra destronarnos. Pero parece que todavía le cuelga para que se nos haga realidad el Mimic de Memo del Toro y las cucarachas van a seguir enfrentando insecticidas y chancletazos asesinos por un buen rato. ¿Se acuerda usted de los recién nacidos del hospital que se colapsó durante el terremoto del ’85? Pues no solamente sobrevivieron como larvas de mosca al cataclísmico reacomodo del magma nacional, sino que por ahí andan engrosando las filas de las frustradísimas juventudes mexicanas, tan aplaudidoras durante los discursos de Fox, tan entusiastas de la música para pochos de Cristina Aguilera y celebrándole las sandeces al intragable Alan Tátcher, Thatcher, Tache, o como se llame el infeliz. O sea que desde chiquillos salimos aguantadores.

Tal vez por ese sabernos casi invulnerables, ese creernos Aquiles por encima de la prudente tortuga –toda aporía, como toda idea de dios, la inventamos un día para olvidarla otro–, terminaremos perdiendo piso, víctimas de un exceso de confianza. Quien se confía sale panzón (también quien se enoja, y que lo diga yo, con esta barriga). Ahí tienen ustedes a tantas niñas bien, apresurando labores del hogar, o a Oscarito Espinosa lamentando no haberse largado a Australia o Dublín, que ya se ha visto que son paraísos inmunes al veneno de la extradición. A ver qué tan confiados andarán ahora, por ejemplo, Roberto Madrazo, Carlos Hank, Cervera Pacheco o Albores Guillén. Otro ejemplo brevísimo de mala yerba nunca muere pero camarón que se duerme: ¿recuerda a Ricardo Aldape? Mire que salir del terrible death row, hacerle hasta al actor de telenovela pedorra y luego irse, muy confiado, a estrellar contra un árbol, barda, poste, presupuesto de egresos o lo que fuese.

Decíamos que somos especie aguantadora como un virus, hasta que nos tropecemos con la piedra de nuestra propia confianza. Después de los bombazos nucleares, aquí seguimos. A lo mejor, destrozando el aforismo fabulesco de Monterroso, el día que se despierten las cochinillas y los trilobites, el hombre va a seguir ahí.

Un buen amigo mío de Guadalajara –por lo menos era mi amigo antes de volvernos yupi él y pobrete rezongón yo– tenía un tío abuelo usurero, malvado y hambreador. Llamémosle, para efectos de realismo narrativo, el tío Asunción (en su natal y rompopetequilero Arandas le decían don Chencho). Ya hemos dicho que era agiotista y proclive a la mala vibra, así que podrá adivinar el público que tío Asun había dejado en la ruina a una buena caterva de incautos y desesperados a los que a la vuelta de unos meses abandonaba peor parados que como estaban antes de entablar relaciones comerciales con él, así que tenía que hacerse acompañar de un guarura. Pues estaba un día el buen, no es cierto, el mal tío Asunción, don Chencho, el desalmado prestamista, almorzándose un jugoso filetote en un restaurante de la Perla de Occidente (no, no es una cadena de restaurantes, así se le dice a Guadalajara, la de los mariachis y los no tanto) cuando entra al establecimiento un joven de aproximadamente treinta abriles y facha de gente decente, bien vestido y, según diría más tarde una atribulada señora encantada de informar al mundo, hasta guapetón; se aproxima a la mesa del respetable y temido hombre de negocios –que para sus amigos y conocidos era don Chencho pero para aquél joven debía ser un perfecto hijo de la chingada–, se hurga en las ropas mientras el guarura papa moscas viéndole las nalgas a una mesera y el tío Asunción mastica con los ojitos en blanco un trozo del paraíso hecho carne asada a las brasas estilo Sonora... y cuás, le mete sendo balazo a bocajarro en la mera cabezota (al tío Asun o don Chencho, no al trozo del paraíso hecho carne asada a las brasas estilo Sonora). A éste sí que, como reza la voz popular, lo traían entre ceja y ceja pero, créalo usted o no, el balazo colocado ídem del bien vestido no lo mató. Resulta que el tío Asunción tenía tan duro el coco que la bala, calibre .32, para mayor seña, rebotó en el cráneo del usurero y fue a incrustarse al rosetón de yeso que decoraba el cielo raso del lugar. Huelga decir que al frustrado homicida lo refundieron, previas calentaditas y después de brindar con tehuacán y chile a la natural cortesía de un comandante de la judicial que era ahijado de la fallida víctima, en gayola, donde debe seguir si no ha fenecido después de veinticinco años de execrable zaherimiento carcelario, mientras que el tío Asunción salió del hospital con un parche en la testa y siguió haciendo montañas de dinero. Tanto, que a su muerte (algunos años después), una de sus hijas, en el atorrante colmo de los dispendios imaginables, se compró en una distribuidora de coches, siete –lee usted bien, siete, como si cada uno fuera un pecado capital– automóviles modelo Cougar (asocie usted libremente la marca) de diferentes colores; uno para cada día de la semana, sencillamente porque no sabía en qué gastar tantísimo que les dejó. Pero decíamos de la muerte del tío Asunción (o don Chencho). Pues resulta que el grave señor (a la sazón un muy querido benefactor local del PRI) se fue de vacaciones con una de sus secres, muy confiado, a bañarse las redondeces a las playas de El Tecuán. Se dio el acostumbrado atracón de empanadas de pescado, tequila y langosta en caldo michi y luego se metió, muy confiado, se insiste, a retozar con la damisela entre los tibios y espumosos besos que el Pacífico propina a la dorada orilla izquierda de la tierra de Rulfo. Se murió de una confusa mezcla de pleonástico exceso concupiscente, congestión de vías respiratorias e indigestión agravada con cuadro alérgico a la delicada carne de los crustáceos. Además no sabía nadar. Juro por mi honor que todo esto es cierto y que lo que más extrañó al forense residente que practicó la necropsia de ley fue esa extraña, simétrica cicatriz que, como el tercer ojo de Shiva, señalaba clara y redondamente la queloidea huella de un deudor llevado a la desesperación.

¿A dónde va todo este caudal verborreico? Solamente a recordarnos que por muy chichos que nos sintamos, por más mala yerba que seamos, creérnosla en demasía nos puede costar la chamba, como a Villanueva y Espinosa la lana, como a Raulito Salinas, Cabal Peniche y ya veremos quién más, o la vida misma y todo junto por añadidura, como a don Chencho. Salud.