Jornada Semanal, 4 de febrero del 2001



 

ANTESALA





All you need is Love. Estos pequeños relatos de adicción no tienen una ambición moralizante; si acaso, una ambigüedad estética, una ligera pretensión sociológica. Su ubicación cronológica, aun en los relatos imaginarios, es importante pues el que esto escribe sabe que, si bien la fenomenología del adicto es una y la misma, los vehículos –y la manera de acceder a ellos– han cambiado por no decir que han evolucionado. Hay un espíritu adicto (utilizo la palabra espíritu no tanto en su sentido teleológico o religioso como en el de entidad orgánica o mecanismo interno que parece desdoblarse en algún momento y tomar el control) que de pronto se desencadena y que regirá, de una u otra manera, a quien lo ha invocado. En este sentido la adicción es un factor que acompaña a la conciencia exacerbada y la “ayuda” a sobrellevar la existencia o a escapar de ella. Las drogas, legales (alcohol, tabaco, café, Coca Cola, Prozac, etecé) o ilegales (mariguana, mezcalina, hongos, cocaína, heroína, metanfetamina, LSD, éxtasis, crack, etcétera), son vehículos diferentes para distintas intensidades de vivir. El mismo carácter ilegal parece desatar la curiosidad que lleva a crear una necesidad artificial de consumirlas. La descalificación a priori desinforma; la doble moral contribuye a su popularidad. Recuérdese que para nuestra generación de baby boomers el famoso eslogan de “sexo, drogas y rock&roll” era una incitación a la rebelión: todo lo que nombraba estaba prohibido. Treinta años después, el sexo y el rock&roll se han vuelto el hipernegocio de fin de siglo. La rebeldía adolescente, en su lucha por una identidad que le negaban los adultos y por un mundo utópico en el que todo lo que necesitas es amor, se convirtió en boom propagandístico y comercial sin precedentes –el estridente arrullo de las masas que usan walkman para ignorarse entre sí.

Un sueño reparador. H. se encontraba sentado tranquilamente frente a un refresco, en la pequeña cafetería de la estación de camiones de la ciudad de O. Claro que si uno obsevaba por un rato a H., el sustantivo "tranquilamente” desaparecía. Movía las piernas como baterista, fumaba un cigarrillo tras otro, y si se sentaba uno en su mesa podía ver las pupilas dilatadas y la mirada un poco demasiado brillante. Pero no estaba borracho ni parecía haber fumado mariguana. Su actitud era despierta –quizá demasiado despierta a las tres de la mañana– y su charla, aunque un poco vehemente, era perfectamente lúcida. Mediados de 1969. Por primera vez se había alejado de la casa paterna para buscarse a sí mismo, o sea, para probar(se)(les) que podía sobrevivir por sus propios medios en un ambiente hostil. Se hablaba demasiado de libertad durante esos días. Pero ¿qué era la libertad? ¿La soledad del superhombre de Nietzsche? ¿La creación del hombre nuevo que simbolizaba el Che? ¿La praxis militante del marxismo-leninismo, la Revolución para redimir al Proletariado? ¿O la disciplina inflexible que debe anular el Yo para integrarse al Cosmos; buscar el evasivo satori del Zen budista? Para empezar, pensaba H., había que saber vivir solo. Así que llevaba tres meses viviendo en O. sin morir de hambre y ya era algo. Trabajaba los fines de semana en el ex convento y alquilaba una casita de adobe y tierra apisonada a las afueras de la ciudad, a treinta y cinco minutos en camión. Esta vez había perdido el último, y como no tenía dinero ni para un cuartucho de hotel en las inmediaciones del mercado, decidió pasar la noche en vela en la terminal. Se le ocurrió comprar una benzedrina (léase anfetamina) en cualquier farmacia y así permanecer despierto toda la noche. Al día siguiente se iría a su casa en el primer autobús. En esos tiempos cualquier joven podía comprar una o dos benzedrinas como se compra hoy un preservativo. Los estudiantes a veces la usaban para estudiar la noche anterior la materia que menos les gustaba. A muchos no les agradaba tomar benzedrina porque el down, la caída del sistema nervioso después de desplegar una sobreactividad de 36 horas despierto y sin comer (la anfetamina suprime el apetito), les resultaba mortal. Preferían café y Coca Cola. Este era el caso de H. Pero esa vez se dio cuenta de que no podía o no quería quedar derrumbado en una banca. La noche fue perfecta. Lo sorprendió la cantidad de personajes que partían o llegaban o sólo estaban de paso hacia otro lado. Al día siguiente, todavía en plena euforia, decidió tomar otra pasta. Habló con ingenieros, con actores, agentes de ventas, antropólogos y hippies de todas partes del mundo, practicó su inglés de cuadernito y no lo hizo mal. Tenía dieciocho años y una sonrisa abierta. Era un joven contemporáneo del mundo y se dio cuenta. Cuando llegó la segunda mañana se sentía perfecto, así que se fue a pasear a San Felipe del Agua. Por fin, a las seis de la tarde el efecto de las benzedrinas terminó. H. sintió claramente el sartenazo en el centro de la cabeza. Huyó rápidamente a la terminal. El cansacio lo aplastaba poco a poco. Mientras esperaba casi una hora a que saliera su autobús, tuvo que luchar porfiadamente contra el sueño. Y con mayor tenacidad aún, cuando se sentó hasta adelante del vehículo, temeroso de dormirse y pasarse del lugar donde debía bajar. Todo el cuerpo se le había ablandado como si fuera una masa amorfa que sólo la mermada voluntad de la mente podía desplazar. El calor, la lentitud, el arrullante siseo de voces lo adormiló. Apenas y podía ver por la ventana, cuando pasó frente a su parada y no pudo moverse. En algún lugar de su cerebro se prendió un foquito rojo. Un zumbido de terror lo paralizó. Fade out. Fade in en un lugar desconocido. El autobús parecía vacío. Apenas pudo levantar un párpado. Oyó una voz que decía: “Mira, este pendejo se durmió.” Risas y luego varias manos lo bolseaban. Mientras algo se rasgaba, prefirió cerrar los ojos y dormir. Sí, prefirió dormir largamente.
 
 
 

CarlosGarcía-Tort

 
 
 
 
 

 


 

     

    CACIQUES NO TAN TEÓRICOS

    El señor Luis Héctor Álvarez, industrial chihuahuense y candidato del PAN a la presidencia de la República en 1957, estaba detenido en la cárcel de Jalpa, Zacatecas, en compañía de Ignacio González Morfín, hijo de uno de los fundadores del partido, Efraín González Luna. El zafio alcalde del pueblo y el gorilesco jefe de la policía, ambos paniaguados del viejo cacique de Zacatecas, Leobardo Reynoso y de su testaferro, Francisco Espartaco García, no se explicaban muy bien las razones por las que los habían encarcelado. ¿Insultos a la autoridá?, ¿incitación a la rebelión?, ¿asonada?, ¿cuartelazo?, ¿ataques a don Leobardo, dueño de todos los ámbitos del cañón de Juchipila?, ¿o a su administrador don Paco Taco? (curiosamente el patrón y su alicuije acabaron sus carreras caciquiles en el servicio exterior. “Don Leobardo” fue embajador en Portugal y Dinamarca y su contlapache anduvo también dando la lata a los diplomáticos profesionales por los rumbos lisboetas). El alcalde y el gorilón, acompañados por cinco o seis policías de tejana, vigilaban la entrada a la presidencia municipal, mientras este bobo bazarista arengaba a unos ciento cincuenta paisanos y los instaba para que asaltaran la cárcel y liberaran al candidato. El bazarista recuerda el miedo que le paralizaba las piernas, mientras la garganta se le abría más y más para hacer la arenga crecientemente levantisca. Desde lo alto de una camioneta, totalmente solo (los otros compañeros oportunamente se habían puesto a buen recaudo en el momento en que los entejanados sicarios se llevaron al candidato y a González Morfín) y con el micrófono golpeteando contra sus dientes, el perorante vio que algunos de los arengados sacaban pistolas y cuchillos y, convencidos por los argumentos, le hacían señas para que terminara su gritería y se pusiera al frente de las fuerzas salvadoras. El bazarista sintió el deseo de atacar otro tema (tal vez el de la arquitectura babilónica y su influencia en el ser nacional), pero las circunstancias lo obligaron a bajar de su precaria tribuna y, con cara de borrego rumbo al matadero, encabezar la pequeña revuelta. A punto de llegar a la presidencia vio con alivio que la puerta se abría y que Luis y su compañero de prisión salían tan campantes, mientras los priístas se parapetaban detrás de las ventanas. Los sublevados (fue un levantamiento breve pero sustancioso, diría Bob Hope) aplaudieron a los liberados y todos nos fuimos a la plaza para seguir con un mitin que la gente ya presentía como una catarsis llena de ataques y cuchufletas para el cacique, su testaferro, el alcalde, el gorilón y sus entejanados.

    Unas semanas más tarde, en el mitin de Tlalnepantla, unos pistoleros de la ctm se abrieron paso entre la modesta multitud y, parapetados detrás de unos pilares, comenzaron a disparar contra Luis H. Álvarez, Manuel Rodríguez Lapuente, Ignacio Arriola y este aterrorizado bazarista. Las balas pasaban zumbando y, siguiendo el ejemplo de Luis, no hicimos movimiento alguno. Manuel, orador en turno, pidió a los pistoleros que no se ocultaran en la sombra y salvó la situación el valiente reportero de Excélsior, Fernando Aranzabal, que avanzó hacia los sicarios y los conminó a dejar de disparar. Recibió un rozón de bala en el brazo, pero su actitud obligó a los pistoleros a replegarse. El mitin siguió adelante, Nacho Arriola se burló del ya anciano Fidel Velázquez, el bazarista ya no recuerda de qué habló y Luis, sereno y ya en ese momento con Blanca a su lado, hizo un discurso firme y ecuánime.

    El cacique de Ahualulco, Jalisco, mandó a sus alicuijes a tirar piedras al candidato Álvarez y a sus acompañantes. Luis recibió una pedrada en el pecho y este bazarista fue alcanzado en el carcañal derecho. Como pudo se bajó del templete y se enfrentó a uno de los apedreadores. “Si es usted tan macho, vamos a pelearnos a puño limpio”, exclamó el rudo bazarista. El de las piedras se deshizo de sus proyectiles y propinó a su contrincante un puñetazo en la nariz. El bazarista tiró un golpe al aire y, para evitar mayor golpiza, felicitó al guarura por ser tan macho y regresó muy espichado (mi abuela dixit) a la tribuna. En ese momento Luis estaba ya hablando de democracia.

    En el mitin de Namiquipa, Chihuahua, los pistoleros del cacique la emprendieron a balazos contra el público. Guillermo Prieto, tribuno ciceroniano, los instó, con gesto ampuloso, a que dispararan contra la tribuna y dejaran al pueblo en paz. Manuel Rodríguez Lapuente intervino para pedir a Prieto que no violentara la voluntad de los guaruras: “Déjalos que tiren para donde quieran. No les des ideas, gordo”, fueron sus prudentes sugerencias.

    Disparos, cárceles, golpizas... ese era el trato a la oposición de parte de los caciques del sistema. El cínico total de Teófilo Borunda, gobernador de Chihuahua, le explicó así la situación a Manuel Rodríguez Lapuente, convocado al Palacio de Gobierno por el hijo de Cleofas Borunda: “La gente es muy simple y los puede tomar a ustedes en serio. Mejor moderen su lenguaje.”

    El maestro Trueba Urbina, para entonces cacique campechano y ladrón de tierras marinas, mandó guaruras a golpear al bazarista y a tirarlo del lado yucateco de los Chenes. Ya en Mérida fue sacado de la cárcel por Eduardo José Molina, diputado panista desobediente y acompañado hasta Corozal por ferrocarrileros vallejistas. George Price le dio asilo en Belice.

    La noche anterior al mitin de Chihuahua, desde una camioneta los pistoleros priístas dispararon en contra de los propagandistas del pan que pegaban carteles en las calles de la ciudad. Un joven de Ciudad Juárez cayó herido de muerte y otros quedaron mal heridos. A la mañana siguiente el bazarista vio por primera vez a Gómez Morin desencajado y nervioso. Ordenó a Carlos Chavira (el buen hombre murió unos años más tarde en plena sesión de la Cámara de Diputados) y al bazarista que tomáramos por asalto una radiodifusora e informáramos al pueblo de lo sucedido. Así lo hicimos, mientras el propagandista moría en el hospital (por su lado, mucho sabe el prd de violencia institucional, pues el sistema le asesinó a varios cientos de militantes).

    En el mitin de Poza Rica, la Quina, ahora víctima democrática, mandó reventadores armados. Intervino el ejército y, cuando los soldados arrastraban a Nacho Arriola por el pelo y le rompían el hocico al bazarista con una culata de máuser, nos vimos obligados a pedirles que mejor no nos defendieran.

    Todas estas cosas pasaron durante la campaña de Álvarez y la huelga de Vallejo que fue apoyada por el sector juvenil del pan. Recuerdo a Luis, conciliador y firme, y pienso que es el intermediario ideal entre el poder federal y los indios de Chiapas.

    Cuento estas cosas para abundar en el tema del caciquismo mexicano. Luis y sus gritones lo conocimos de una manera desafortunadamente muy poco teórica. Menos mal que en otras publicaciones, los politólogos serios evitan la anécdota y describen con gran aparato crítico los horrores que todavía recorren nuestros campos y comunidades. Ahí están Chimalhuacán, Tabasco y Yucatán como ejemplos recientes de lucha caciquil, ahí están en los poblados, sindicatos, comunidades académicas y empresas culturales los cacicotes, caciques y caciquillos que imponen su poder y corrompen, amenazan o ejecutan a sus agremiados para poder conservarlo.
     
     
     
     

    Hugo Gutiérrez Vega