Jornada Semanal, 28 de enero del 2001 

Elvio E. Gandolfo
 
 

Cartas de Malcolm Lowry
 
 

En este ensayo, el escritor uruguayo Elvio Gandolfo nos habla de El viaje que nunca termina. Correspondencia (1926-1957), de Malcolm Lowry, publicado recientemente por Tusquets. Incluimos un fragmento de una carta de Lowry escrita en 1952. En ella pinta un retrato de Djuna Barnes, “la única, la Genuina y Gigantesca Vampiresa de Gomorra”. Como de otras muchas cosas, Lowry se arrepintió de las palabras proferidas respecto a El bosque de la noche, la obra de Barnes o genial “o trastornada por la sinestesia”. Gandolfo elabora muchas teorías sobre el autor de Bajo el volcán, sobre sus inagotables botellas de mezcal, sus días en México, Canadá, Inglaterra, el infierno y el paraíso.





Con frecuencia la gente (sobre todo si escribe) prepara por adelantado su propio epitafio. El que redactó Malcolm Lowry, autor de Bajo el volcán, era menos lapidario que el de Dorothy Parker (“Perdonen mi polvo”). Decía así:
 

Malcolm Lowry
Un paria del Bowery
Su prosa florida
Fue vehemente y transida
Vivió por la noche y
Bebió todo el día,
Y murió tocando el ukelele.


Uno de sus mejores biógrafos, Douglas Day, se sintió obligado a aclarar, después de transcribirlo:
 

Pero quizá no: la relación de Lowry con el Bowery (sección del bajo Manhattan) fue, en el mejor de los casos, pasajera; bebió muy poco (en público, por lo menos) mientras estuvo en Ripe (la villa inglesa donde falleció) y, lamentablemente, no murió tocando el ukelele, o taropach, como se empeñaba en llamar, por alguna desconocida razón, a ese instrumento que había llevado consigo tantos años.


Como se ve, las precisiones no son muy tajantes: “quizá no”, “en el mejor de los casos”, si “bebió muy poco” fue “en público, por lo menos” y “mientras estuvo en Ripe”. Aunque la vida de Lowry estuvo plagada de situaciones dramáticas, enseguida uno empieza a considerarlas tragicómicas, sobre todo por su propia acción sobre los hechos: primero los provoca, y después, con frecuencia, se ríe de ellos. En la biografía de Day, quienes lo conocieron (o al menos algunos) advierten sobre su capacidad histriónica. A medida que su figura se va dibujando, por cada shock (la quema de su cabaña con originales que nunca recobró, sus relaciones tensas, con el padre primero, y difíciles con las dos mujeres de su vida, después) de inmediato son sucedidas por algún hecho, frase o situación de comedia, incluso de comedia grotesca o espeluznante, pero comedia al fin.

Las cartas de Malc

Las cartas que ahora difunde Tusquets en castellano son una selección hecha a partir de dos volúmenes de alrededor de mil páginas con su correspondencia existente completa. La compiladora, Carmen Virgili, hizo también las anotaciones e introducciones a cada sección, y la división por etapas, relacionadas con los lugares: infancia y adolescencia en Inglaterra, primera visita a México, Canadá, etcétera. Su lectura permite apreciar de primera mano su personalidad contradictoria: inseguro y fanfarrón, cayendo siempre en las mismas trampas pero con extrema lucidez, conmovedor e irritante, divertido y de pronto depresivo, prodigiosamente creativo pero con un eterno temor a ser acusado de plagio, seductor y de inmediato fóbico.

La importancia que le daba a sus cartas era clara: las escribía con lápiz y muchas veces guardaba un primer borrador; buena parte las usaba como materia prima para sus relatos, algo comprensible si, como apunta Virgili, “de él puede decirse que jamás escribió sobre nada que no hubiese vivido”. Como subraya la compiladora, mantuvo una relación epistolar con cada una de sus tres mujeres: una novia de adolescencia, Carol Brown, la actriz Jan Gabrial y la escritora Margerie Boner, que fue con todo derecho “la mujer de su vida”. Como suele ocurrir en toda correspondencia, falta una zona clave: Jan Gabrial donó algunas pocas cartas, pero
se reservó casi todas las que “Malc” le envió desde México, calificándolas de “torturadas”.

Leer y escribir

La parte que más ilumina este libro es la literaria, no sólo desde el punto de vista de la inspiración o la técnica, sino también de la posición difícil del autor en relación con el stablishment literario. La muy famosa y muy extensa carta que le envió a su editor Jonathan Cape ante las críticas de un lector de la editorial, para defender la integridad de Bajo el volcán, es un texto ya histórico sobre los derechos inalienables del autor. Allí se convierte en experto defensor de sí mismo más que de su texto y lucha con eficacia contra algunos de sus fantasmas. Siempre tuvo, por ejemplo, temor a ser acusado de plagiario: en obras juveniles había tomado prestadas escenas de su admirado Nordahl Grieg (escritor noruego), y en el caso de Bajo el volcán, después de escribirla y reescribirla durante años, ya aceptada por el editor, apareció The Lost Weekend, de Charles Jackson, cuyo tema era al parecer idéntico: la mente compleja del alcohólico y los efectos destructores de su vicio. Por suerte él veía con claridad la diferencia: compararlas era como comparar una casa común bien hecha con una catedral gótica:
 

[...] papá Henry James hubiera estado seguramente de acuerdo en que todo era una vuelta de tuerca. Pero pienso que no es tan irrazonable suponer que habría añadido que, en ese campo, el Volcán significa, por así decirlo, un par de vueltas de tuerca sobre The Lost Weekend.


Lector a la vez abundante y caótico, Lowry daba con claridad sus opiniones. Hay dos fascinaciones repetidas que llaman la atención. Sobre todo la primera: Jean Cocteau. A lo largo del tiempo recomienda una y otra vez, en especial a sus corresponsales jóvenes, que no dejen de ver La máquina infernal. Aparte de su valor intrínseco, su entusiasmo parece provenir explícitamente del hecho de que Cocteau le regalara entradas para verla, como le cuenta, emocionado, a su traductora al francés. El otro caso es más explicable: se trata de Melville. Del mismo modo en que mezclaba lo personal con su obra, también lo hacía en la de los demás. Lo fascinaba en Melville el fracaso mundano, crítico después de Moby Dick. Con su típico estilo contradictorio, le cuenta en 1950 a Dereck Pethick:
 

La identificación, si la hubo de mi parte, fue con el mismísimo Melville y con su vida. En parte porque yo he sido marinero, en parte porque mi abuelo fue patrón de un buque de vela y se hundió con su buque, Melville también tuvo un hijo llamado Malcolm que, simplemente, desapareció. [...] Por algún motivo, su fracaso siempre me fascinó de un modo absoluto, y me parece que desde muy temprana edad tomé la decisión de emularlo en todo lo posible, razón por la que siempre me ha gustado mucho Pierre (aunque no la he leído nunca).


Su respeto explica su violenta desilusión con la reduccionista versión cinematográfica de John Huston (que en paradójica venganza, sería el encargado de adaptar –de floja manera– Bajo el volcán cuando Lowry ya estaba bajo tierra): “Vaya desastre la película que hizo Huston sobre el tema [...] ¡hubiera tenido que titularse Moby Mouse
 

La montaña famosa

Reducir la obra de Lowry a Bajo el volcán es tan injusto y poco serio como considerar que Orson Welles sólo filmó El ciudadano Kane. Basta pensar en el vigor y la perfección de Lunar Caustic (o La piedra de la locura, como se le conoce en España). Es cierto sin embargo que la sombra que proyecta es poderosa. Algunos han denominado grafomanía a la capacidad que tenía Lowry de ir ramificando sus textos, corrigiéndolos, ampliándolos hasta el infinito. Su obra mayor era primero un relato corto en tres partes, y después fue creciendo de modo cada vez más complejo, absorbiendo el paisaje natural y humano de México, ideas filosóficas sobre el tiempo y la bebida, y la Cábala.

La aspiración a la profundidad y a la importancia ya eran claras en una carta de 1940: “Albergo la esperanza de que el libro pueda compararse favorablemente con libros como El proceso de Kafka; pero sé de sobra que los libros como El proceso raras veces son un éxito de ventas. De hecho, la primera condición para que se vendan bien es, al parecer, la persecución y la muerte del autor.” Y agrega:
 

[...] quizás haya escrito este libro desde el “inconsciente” de Europa, por así decirlo. Ponle bozal a un perro y el ruido saldrá por el otro lado. Lo he escrito como si fuera el último grito de angustia de la conciencia de un continente moribundo, como una lechuza de Minerva volando en la noche, como el último libro en su género, escrito por alguien cuya especie ha muerto, incluso como una contribución final a la literatura inglesa, un relámpago postrero y un aullido.


Ya en 1946, cuando le escribe la famosa carta a Cape, su visión es a la vez más relajada y más precisa, como si antes hubiera necesitado el “cebo” de la Obra Maestra para seguir adelante, y ahora estuviese más consciente, en cambio, de su compleja composición, que no desdeña ni el entretenimiento ni las artes populares:
 

Puede considerarse como una sinfonía, o, en otro sentido, como una especie de ópera, y hasta como una película de vaqueros. Es música hot, un poema, una canción, una tragedia, una comedia, una farsa, etcétera. Es superficial, profunda, entretenida y aburrida, según el gusto del lector. Es una profecía, una advertencia política, un criptograma, una película cómica, unas palabras escritas en un muro.


Con aguda conciencia de los intereses de un editor, agrega, sumando la sombra de Melville:
 

Que se venda bien o no, me parece en cualquier caso un riesgo. Pero hay algo intrínseco al destino de su creación que parece indicarme que va a venderse durante largo tiempo. Si se trata del mismo tipo de engaño que sufrió otro de sus autores, Herman Melville, cuando escribió obras tan delirantes como Pierre, eso ya se verá.


Más parco, en 1950 le sintetizaría a Dereck Pethick: “Otra de mis intenciones fue escribir un libro realmente bueno sobre un borracho.”

La carta a Cape tuvo en su momento el efecto buscado: Bajo el volcán se publicó sin retoques ni recortes. La novela arrasó en Estados Unidos, como un auténtico éxito (Lowry escribiría: “El éxito es como un terrible desastre.”), se vendió poco en Inglaterra y prácticamente nada en Canadá, aparte de un par de saludos o reconocimientos oficiales: “He recibido un informe sobre mis derechos de autor, donde dice que las ventas en Canadá desde finales de 1947 hasta 1949 fueron exactamente de dos ejemplares.” Pero tuvo razón: el libro se vendió largo tiempo: se le considera uno de los grandes clásicos del siglo XX, y también tuvo razón en que para mucha gente es divertido. En las encuestas de grandes libros no leídos aparece con frecuencia el Ulises de Joyce, pero casi nunca el Volcán de Lowry.

La difícil vida fácil

Como les pasó antes (y de manera dramática) a Edgar Allan Poe y a Charles Baudelaire, Lowry dependió durante mucho tiempo del dinero familiar, paterno, mediado por “asesores” que le indicaban a ese padre si Malcolm se estaba portando bien o no. Lógicamente eso no contribuía a aumentar su confianza en sí mismo. En su primera carta a Conrad Aiken, quien se convertiría en su maestro literario, amigo y de vez en cuando enemigo, se presentaba así: “He vivido sólo diecinueve años, y todos ellos más o menos mal.” En una carta de explicación al padre, en 1940, hace su descargo: “A pesar de las pérdidas, decepciones y locuras, todos estos años he estado escribiendo simultáneamente varios libros que he descrito en parte a Madre.” A lo largo de la carta, muy psicoanalíticamente, el padre aparece como probable mediador, pero también como barrera para comunicarse con Madre. En la frase final, las defensas caen y aparece el ruego desesperado: “Estoy cooperando contigo. ¿Me ayudarás? La bebida, las locuras, son cosas del pasado. (Esta es tu última oportunidad.)”

Ya después del éxito, más objetivo, reconoce las raíces de su posición tragicómica:
 

Mi padre –que estaba en camino de convertirse en un capitalista a gran escala–, a pesar de que era un buen hombre, raras veces me dio un consejo que tuviese algo de valor pragmático, aunque siempre lo bendeciré por haberme convertido en un buen nadador. Pero aparte de esto, con frecuencia me sentí como un asunto más de su agenda de negocios, incluso, en algunos aspectos, un asunto prescindible.


Tal vez el mejor aforismo sobre su vida se lo había escrito, sin embargo, a su maestro y amigo Aiken, en 1941: “Mi vida siempre fue la parte más difícil de mi trabajo, en realidad porque siempre tuve una vida demasiado fácil.”

La tragedia y la comedia

Uno sonríe ante ese tipo de autodefinición. O cuando lee en una biografía que Lowry tenía dedos más bien cortos, que le dificultaban tocar el ukelele. O en algunos de los momentos más difíciles de su vida social, que podían pasar del drama a la comedia (o viceversa) en un instante. Ya en 1937, no obstante, le escribía muy seriamente a John Davenport desde México, aunque con cierta exageración juvenil mezclada al ruego económico: “vi algo
no tan amistoso: locura inminente. Pero no concibo cómo podrías ayudarme, salvo mandándome un dinero que inevitablemente me gastaré de modo equivocado [...] Como Colón, me lancé en busca de una realidad y he descubierto otra, pero, también como Colón, pensé que Cuba estaba en tierra firme y no lo estaba y, tal vez también como Colón, dejé la destrucción detrás de mí”. De esa materia trágica brotaría su obra maestra.

Como él mismo reconoce, el desastre se aproximó más con el éxito de esa obra: “He de confesarte –le escribe a Albert Erskine en 1948– que a pesar de este estallido de correspondencia relativamente lúcido, estoy desmoronándome de un modo firme, constante e incluso bello: mi memoria olvida retazos a cada momento, y me paso las mañanas andando a gatas. [...] He llegado a un punto en que cada noche escribo cinco novelas en mi imaginación, las recuerdo perfectamente (signifique esto lo que signifique), pero soy incapaz de escribir una palabra.”

Un saludo final

La misma mezcla de humor y patetismo, de exageración y sufrimiento real, aparece en el estilo mismo de las cartas. Muy lúcido para defenderse de una crítica malintencionada a Bajo el volcán, la lucidez desaparece en la extensísima carta escrita sobre su segunda y catastrófica visita a México, donde el simple hecho de no advertir que lo único que se le pedía era un cohecho (una mordida, como se dice en México) lo hundió en meses de infierno burocrático y policial junto a Marjorie.

Una crisis terrible de Marjorie (tal vez de simple “fatiga de materiales” al vivir con el Volcán Lowry durante tanto tiempo), la pérdida del refugio que significaba la cabaña canadiense de Dollarton, y sobre todo el laberinto agobiante del éxito para quien muchos definían como una especie de muchachón genial, aumentaron las tensiones.

Ante semejante coctel explosivo, es difícil hablar de suicidio cuando una combinación mortal de alcohol y pastillas lo mató el 27 de junio de 1957 en Ripe, Inglaterra. En particular porque todo parecía seguir su curso en medio del caos. La amistad con un escritor joven, David Markston, lo había reanimado. La postal que cierra este libro poderoso son consejos de un viejo artista y artesano, animadores, concretos y conmovedores como muchos otros del volumen:
 

Tu carta era melancólica, pero ¿no podrías usar como una fuerza esta misma incertidumbre que sientes hacia tu talento? O’Neill (fíjate en Viaje de un largo día hacia la noche) también pensaba que él no valía mucho como escritor. ¿Has leído a Isaak Babel? Deberías hacerlo. ¿Sabes los nombres de las estrellas, sabes qué pájaro vuela sobre tu cabeza y qué flor es la que se abre? Si no lo sabes, la angustia que produce no saberlo es un campo muy válido para el artista. Además, cuando uno aprende algo, es una buena cosa recuperar el estado de ignorancia original.


Esta recopilación lleva como título el que bautizaría una trilogía de novelas que Lowry no alcanzó a concluir: El viaje que nunca termina. Ese saludo final jamás pensado como tal por quien lo escribió, como su obra y su vida, indican claramente que las cosas siguen, más allá de su muerte física, en una combinación de borrador y obra terminada, de genialidad y abandono tragicómico que constituyen su aporte inagotable a la literatura universal de este siglo.

Tomado de El País, Uruguay
 
 
 



 
 
 

Retrato de Djuna Barnes

Malcolm Lowry

Conocí a Djuna Barnes en Nueva York. Es la única, la Genuina y Gigantesca Vampiresa de Gomorra. Pero con buen corazón. Ella estaba pintando una especie de demonio semifemenino en la pared, me reprendió abiertamente por el éxito del Volcán, me dio generosamente seis botellas de cerveza de cuarto, y dijo que estaba asustada por El bosque de la noche, porque desde entonces no había escrito nada. Yo, por mi parte, no puedo dilucidar si El bosque de la noche es la obra de un genio o un trastorno de la sinestesia: probablemente las dos cosas. En conjunto, me pareció que ella, él o ello, era un ser admirable, aunque aterradoramente trágico, que poesía tanto integridad como honor; pero a pesar de los grandes méritos formales y lingüísticos de El bosque de la noche, me parece que las fuentes en que se inspiró son tan impuras y tan faltas de universalidad que realmente me resistí a detenerme en ellas y a tratar de comprender esa obra debidamente y estudiarla con detalle, eso en caso de que de veras merezca que se la estudie de algún modo distinto al que se estudiaría una obra que perteneciera a la categoría única de lo monstruoso, aunque debo reconocer que en otros aspectos posee virtudes técnicas admirables. [...] p.s. Si estáis en contacto con Djuna Barnes, por lo que más queráis, no le repitáis mis perversas palabras, de las que ya empiezo a sentirme ligeramente avergonzado.
 
 

Tomado de carta a Clemens y Hildegard Ten Holder, 26-04-1952.