Jornada Semanal, 24 de enero del 2001



 
 


 

Ana García Bergua
 
 

ALGUNAS PREOCUPACIONES


Amor, pásame aquel bote de catsup

Es curioso cómo los supermercados han ido creciendo hasta abarcarlo todo. Antes uno debía hacer más traslados para ir a varias tiendas y recolectar lo que necesitaba en su casa representaba cierta movilidad, una peregrinación de tienda en tienda, en otras calles, incluso en otros barrios. La diversidad de los comercios era parte de la diversidad del mundo, y aunque arbitraria, gracias a ella existía una especie de clasificación de los bienes que usamos en la vida, de orden similar a la que los biólogos realizaban con las plantas, con los animales: la tienda de comida, la farmacia, la tlapalería, la papelería, todas conformaban un mapa, un mundo de razones para salir con sus entrecruzamientos y sus pequeñas aventuras, sus encuentros. De repente, el miedo a salir a la ciudad, a avanzar demasiado lejos de nuestro territorio y quizá no poder regresar, se azuza con esta realidad enclaustrada de los supermercados que todo lo han devorado, como si fueran un reflejo cándido de nuestros deseos. Ya abren a todas horas, todos los días, ya va uno a la menor provocación a buscar en el supermercado aquello que antaño sólo podía encontrar lejos, en otra parte. Hasta me contaron de un supermercado en otra ciudad que posee un horario especial para que los solteros se conozcan y se miren, entre anaquel y anaquel. Quizá se escojan entre sí con la misma parsimonia con que uno estudia qué lechuga llevarse, si la romana, si la morada, si la francesa, y se analizarán a ver si el joven del carrito repleto de salchichones no tiene alguna parte podrida, una fecha de caducidad pasada ya; si no saldrá, a fin de cuentas, demasiado caro. Pero a lo mejor estoy siendo injusta: si el mundo se refleja ahora en los supermercados, y el orden de las calles es el de los pasillos, y las emociones en la vida son más parecidas a las buenas ofertas, a la comida que prueba uno ahí gratuitamente, en aquella luz que refulge siempre como un día eterno, a lo mejor, decía, el amor verdadero también puede florecer entre las latas de sardinas y el huitlacoche importado, como florecerá, dentro de algunos lustros, en las naves espaciales con su día eterno de neón.

La venganza de los ositos de peluche

Mi amigo español me cuenta que el alcalde del PP ha llenado Madrid de estatuas al estilo de Lladró. Me imagino una ciudad donde por doquier aparecen, cuando el transeúnte menos se lo espera, vírgenes inocentes, azuladas pastorcitas, borregos inermes entre el tráfico violento y el trajín callejero. Me topo al día siguiente en una librería con el libro-entrevista a Martha Sahagún, nuestra vocera presidencial, y no puedo dejar de ver el diseño del libro tan blanco, cándido, con su fotografía un poco desafocada como las de los santos, para quitar imperfecciones, la tipografía secretarial que se finge manuscrita, como si con eso lo escrito se acicalara y embelleciera, quedara presentable. Es un libro para colocar de adorno, junto a un florero del que surjan, lánguidas, una rosa rosa o una camelia. Y miro la cantidad inmensa de libros de autoayuda que pululan con sus frases reconfortantes, su tono entre práctico y dulzón, a fin de cuentas cursi. Uno no lo creería, pero la cursilería mueve montañas. De hecho, siempre me ha aterrado la cursilería de la izquierda extrema, con el imperativo chantajista que obliga a dar la vida en aras de abstracciones edificantes, que convence hasta al mejor plantado. Pero la cursilería del otro extremo no es mejor, ni es tan inofensiva, pues suele anteponerse a las costumbres, a la moral, y por extensión, no lo olvidemos, al arte y a la cultura: la del mensaje edificante, la de la ternura que desarma, la que se refleja, apastelada y tenue, en las figuras de Lladró. Es el mundo de la muñeca Barbie, que sumerge cualquier audacia moderna en esta pegajosa mezcla, y la agobia, y la desaparece. ¿Qué quieren que les diga? Me asusta esa irrealidad de la bondad eterna, la inocencia obligatoria y las perpetuas buenas intenciones, como me preocuparía vivir siempre en un supermercado, esperando que se apagaran las luces y alguna vez llegara la noche. 
 
 





LA JORNADA VIRTUAL
Naief Yehya
Oscura transparencia: 
la antirrevelación de la ibook



La computadora hogareña

Al principio la computadora personal era una caja negra, un artefacto misterioso al que se alimentaba con datos, información y comandos para obtener resultados sin que el usuario tuviera que entender su funcionamiento ni el de sus partes. Cuando la caja comenzó a conquistar el espacio doméstico era tan sólo un rectángulo metálico o plástico, generalmente de color gris burocracia o crema institución psiquiátrica, sin identidad ni pretensiones estéticas. No obstante, esta apariencia contrastaba con las aspiraciones de los fabricantes de hardware y software, de convertir a la computadora en una presencia permanente e indispensable en el hogar. Por lo tanto, poco a poco el diseño comenzó a tener una función relevante en la fabricación de computadoras. Así, del extraño retrofuturismo de la primera MIcintosh de monitor minúsculo y poco útil a la sobriedad del modelo Stealth de ibm, las corporaciones lanzaron una variedad de alternativas más o menos atrevidas con la intención de complacer el gusto de los consumidores. Porque para volverse indispensable en cada escritorio, la computadora debía dejar de ser patrimonio de profesionales y especialistas y convertirse en algo tan común como la televisión o el refrigerador. La computadora casera debía estimular la imaginación y prometer ser mucho más que una herramienta de cálculo. Debía ofrecer la promesa de la facilidad de uso al tiempo que tenía que incorporar la fantasía que cada usuario pudiera tener de la tecnología, la cual en esencia es que esta era una herramienta de poder 
y una máquina que nos podía hacer más eficientes, más inteligentes e incluso más sexys. La transición de la computadora del laboratorio al hogar y de ahí a integrarse al cuerpo humano se da a través de la estrategia de la transparencia, al hacer que la tecnología sea tan cotidiana que se torne invisible, que se vuelva una extremidad indiferenciada de las otras.

Presencia insólita y colorida

Pocas cosas lograron popularizar más a la computadora que la aparición de las plataformas que emulaban un escritorio en la pantalla. Los interfaces gráficos, como Windows (que era una copia del sistema operativo de Apple, que a su vez era una copia de un sistema desarrollado por los pioneros de Xerox Parc), ofrecen la ilusión de convertir lo ajeno en familiar al hacer surgir del código binario objetos comunes como folders, basureros, papel tapiz, buzones de entrada y salida, entre otras cosas. El escritorio virtual en el monitor fue un imán incomparable que cumplió en buena medida el sueño de Bill Gates de poner una computadora en cada mesa de trabajo. Pero no fue sino hasta la aparición de las computadoras ibook, iMac y Cube, cuando la apariencia de las computadoras realmente tuvo importancia. Con sus cajas translúcidas y sus colores brillantes (mora azul, uva, lima, mandarina y fresa), estas computadoras eran en apariencia diferentes a cualquier máquina anterior. El diseño tenía un elemento retro, un sabor al modernismo plástico y optimista de la década de los sesenta, e incorporaba la mitología del progreso tecnológico. Poco después de su aparición, las computadoras de colores de Apple tuvieron un éxito fabuloso y sin precedente. Pronto toda clase de accesorios, muebles y aparatos empezaron a diseñarse para hacer juego con la computadora y el iMac se volvió un “estilo de vida”. Con sus ángulos redondeados, sus reflejos y transparencias, esta generación de Apple se integra y moldea el espacio que ocupa al transgredir sus propias fronteras. Una diversidad de influencias se funden en las líneas de estas máquinas, desde el minimalismo hasta el Bauhaus, pasando por el aerodinamismo del streamline. En el caso del Cube se trata de un diseño tan básico que se vuelve una presencia inquietante y poderosa, como el monolito de 2001, Odisea del espacio, de Kubrick (1968) o el extraño objeto negro de la portada del disco Presence, de Led Zeppelin (1976).

La falsa transparencia

Lo perturbador del diseño de las Mac es que está basado en el principio del velo, es decir, que han sido diseñadas con el conflictivo deseo de querer ocultar y revelar a la vez. En su artículo You Can’t Always Get What You Want: Transparency and Deception on the Computer Fashion Scene (Ctheory.com, vol. 23, núm. 3), Marcel O’Gorman escribe respecto a la transparencia de las nuevas Mac: “Este sutil detalle de marketing –un concepto de diseño tan viejo como la caja de música de cristal– convierte a la iMac en un hipericono (una imagen que resume y encapsula un concepto o una teoría completa) de las estrategias corporativas de mercadotecnia de la industria de cómputo.” Su superficie transparente y coloreada se ha tornado en el sinónimo de la moda en diseño postY2K, pero, lejos de la simple estética, O’Gorman argumenta que la transparencia no es inocente sino que se trata de un engaño, de crear la ilusión de estar un poco más cerca de los circuitos de la máquina, de tener acceso a los secretos y misterios que se ocultan en el silicón y el cobre. Mientras los viejos relojes y cajas de música de vidrio permitían ver partes en movimiento y estudiar la mecánica del funcionamiento del aparato, aquí se tiene un parpadeo inexpresivo de la gélida inmovilidad 
de los chips. No hay revelación alguna tras el plástico colorido sino que, por el contrario, la superficie de la máquina tiene por función distraernos de lo verdaderamente importante, ya que crea nuevos y frívolos parámetros para juzgar y consumir a las computadoras. La introducción de la moda en el campo de la tecnología de cómputo tendrá como finalidad reducir el nivel de entendimiento y control del usuario sobre los sistemas informáticos. Mientras tanto, quien esto escribe ha caído víctima de esta siniestra estrategia y está tecleando en una espectacular ibook color grafito.
 
 


 

Carlos López Beltrán


Laurie Anderson Live
Un teatro para mil personas. Lleno. El escenario completamente limpio salvo la silla de Laurie, su violín, y la escuadra exacta que enfrente de ella formaban su teclado electrónico y su consola de mando. Menuda, seria, la mujer sola, lábil, labial, comienza poco a poco a marcar su territorio: es la trovadora de nuestro tiempo, que vuelve simple y humilde (como un tambor) la más alambrada, alambicada tecnología. Trovadora porque el instrumento y su música, y todos los ingeniosos recursos tecno-audiovisuales, son como un marco para contarnos, para hacer cuentas con las curiosidades, torpezas, ambigüedades, delirios, que encuentra entre la vida de la gente de hoy. Y aquí no cabe recoveco o dimensión que le resulte ajena o impermeable. La neurología vale tanto como la sabiduría callejera. Trovadora porque no sólo le importa de la voz el manipularla con quiebres y contrastes irónicos que producen trasvases y efectos poéticos, sino también llevar entre los dedos los hilos narrativos, que va tejiendo, avanzando sobre los repetitivos acordes, y que luego cuelga detrás, como una estela en expansión.

La primera media hora apenas si usa música: Un sonsonete de violín, un ambiente soñoliento de moog. Es la recopilación de sus historias lo que le importa hacer presente; sus etnografías recogidas en toda clase de ámbitos. Al distraído la situación podría recordarle la típica y solemne lectura de un literato manierista, pero aquí se han evaporado por arte de personalidad el tedio, la pretensión, las brasas de las vanidades. Y el imán es la sola presencia en el escenario, el sutil manejo de voz y tecnología de Anderson, que apenas se ayuda de estratégicas pausas y de los contrastes de una sutil iluminación. El arte del performance, parece querernos decir la neoyorquina, tiene una quintaesencia, y aquí está. Es llenar un ambiente con la mente. El lenguaje es un virus; secuencias repetitivas, fraseos que vuelan de neurona a neurona infectando, reproduciendo el placer del emisor en los receptores, que anhelan a su vez repetir, servir a la palabra, cobijada así, de sedosos polímeros de sonido. 

Estamos de pronto en un aeropuerto en Tel-Aviv, la que cuenta discute con un coronel. La “voz de la autoridad”, típicamente varonil es un ladrido deformado por el sinte. Hay una crítica severa pero sin aspavientos a la paranoica militarización de una sociedad. Un giro inteligente (quizá un tanto sobrado) nos lleva de pronto a una proposición estética audaz: los explosivos modernos, con su inmensa gama de tonos y matices destructivos, pueden usarse para crear secuencias artísticas: hacer estallar en cierto orden, a ciertas distancias, con cierto ritmo los elementos del modernísimo catálogo de ventas que los presidentes mal electos consultan con sus generales, sería una macabra forma de arte de la que la pirotecnia habitual es simple miniatura. Escandalosas secuencias televisivas de la Guerra del Golfo vienen a la mente. Laurie no necesita mencionarlo. La mezcla de ironía crítica y de real atracción de Anderson respecto a su hallazgo dejan un sabor ambiguo, más inquietante que la pura “corrección política”.

En otra historia estamos en la Lacandona. El ritmo de ejecución cambia. Las pausas se estiran y contraen dándole al relato una peculiar suavidad. Ella es the ugly one with the jewels para las indígenas tzeltales. La fea de las joyas ayuda a su hermano antropólogo a superar cierta barrera de los sexos en esa comunidad. Hace amigas. No deja de haber una mirada de gringa detrás de sus observaciones. Tiene el inmenso acierto de no mencionar la rebelión que todos asociamos ahora con esa región. Ningún punto barato. Al quitarse los lentes de contacto, una noche, descubre el origen de su apodo en la curiosidad de sus amigas. Las joyas que esconde en sus ojos son algo que la separa. Laurie ríe coquetamente de su fealdad. Sabemos ahora que esos vidriantes con los que mira, caleidoscópicos como son, la condenan, como a tantos, a no acceder al mundo de los tzeltales, ni al de muchos de sus otros personajes. Pero no es ciencia social, ni psicoanálisis tras lo que ella va, sino el registro del asombro que le producen eventos en cadena a que se enfrenta en la vida.

Los escenarios de sus relatos cambian pero el estilo es la mujer misma: es el lirismo irónico que a todo inyecta duda, y la atención singular a los detalles e indicios marginales en donde se revelan las fracturas bajo el maquillaje de normalidad. Conforme avanza la ejecución los relatos ceden su lugar a las canciones. No hay una diferencia nítida, sólo el sitio más central que van adquiriendo ritmos y melodías, y el jugueteo de las letras, que adquieren tramas de sueño, de misterio, de exploración interior, sin dejar la ironía, o, como ella misma dice, la severidad que se impone cuando hasta la ironía es insultante. El concierto termina en una cima. Acumulación de efectos y metáforas intimistas que dejan exhausto y satisfecho, sabiendo que no habrá encore, ni quien lo pida. Lo demás quedó adentro, pululando: secuencias extrañas de palabras y ritmos, que van y vienen en ecos de pensamiemto y emoción. Peter Gabriel, quien estaba aquel día entre el público, confiesa (en ese feo aunque inevitable idiolecto, que usó también la Anderson al escoger su título: Nerve Bible) que para él, oír a Laurie es como “nutrir las sinapsis”. Habría que agregar, que las nutre de un modo selectivo y ambiguo: seduce a las de la inteligencia y convence a las de la emoción.


Los pensamientos no pueden tocarse 
con las manos

Dado que, según el positivismo lógico, la verdad o falsedad de ninguna proposición metafísica puede decidirse, estas proposiciones carecen de sentido, puesto que, según el Principio de Verificación, el sentido de una proposición se obtiene a través del modo como la verificamos.

Me pregunto si es cierto que no hay ninguna proposición metafísica cuya verdad o falsedad se pueda decidir. Mi procedimiento para responder va a ser este: voy a tratar de formular dos proposiciones metafísicas obvia, manifiesta, notoriamente falsas, luego trato de exhibir su falsedad y por último declaro algunas consecuencias de mis consideraciones.

La primera proposición es esta: (a) “todos los pensamientos pueden tocarse con las manos”. Parece obvio que (a) es falsa, pero ¿cómo podemos exhibir su falsedad?

Parece muy fácil, ¿no?, pero no lo es tanto, ninguna proposición metafísica es fácil de manejar, pero vamos a ver. Se me ocurre este razonamiento:

(A) Sólo pude tocarse lo que está en el espacio,

(B) Los pensamientos no están en el espacio,

por lo tanto, (C) los pensamientos no se pueden tocar.

Ahora, la verdad de (A) se exhibe así: entendemos por “tocar” el contacto de dos superficies, una de ellas, cuando menos, sensitiva, y una superficie, un plano, se determina no alineados en una recta, entonces las superficies están en el espacio. Así, la noción de tocar implica la de superficie y la de superficie, la de espacio, ergo, sólo puede tocarse lo que está en el espacio.

La verdad de (B) se puede mostrar así: todo lo que está en el espacio puede situarse (a la derecha, más arriba), los pensamientos no pueden situarse, el intento de hacerlo genera absurdos y contradicciones, luego entonces, los pensamientos no pueden situarse.

No parece fácil probar que “todo lo que está en espacio puede situarse”, al menos por ahora, así que no voy a intentarlo.

La verdad de (C) se infiere de (A) y de (B), luego, si todo ha ido bien, se ha probado que 
(a) es falsa.

Ahora bien, alguien podría decir que (a) no es una proposición metafísica, sino de otro tipo. Como no quiero discutir eso, dado que hay cierta vaguedad en uso de a palabra “metafísica”, mi segunda proposición manifiestamente falsa va a ser más nítidamente metafísica. Y puede ser ésta: (b) “Dios nació hace siete años.” La falsedad de (b) puede exhibirse así:

(A) Por definición, si Dios es, es eterno,

(B) Lo que nace no es eterno,

luego entonces, (C) Dios no nació, y si no nació nunca, no nació hace siete años, luego 
(b) es falsa.

Como es obvio, la falsedad de (a) y de (b) pueden exhibirse de muchos modos diferentes. Por ejemplo: la idea de Dios incluye que creó el mundo, el mundo no empezó hace más de siete años, luego, dado que el creador tiene que ser anterior a la criatura, Dios no puede haber nacido hace siete años.

Si lo anterior es cierto, quiere decir que hay cuando menos dos proposiciones metafísicas, pero es claro que pueden ser muchas, cuyo valor de verdad puede decirse. ¿Qué se sigue de esto?

Una consecuencia es que el Principio de Verificación es incapaz de discriminar entre proposiciones que a nosotros nos parecen muy diferentes. No puede ser que proposiciones tan diferentes como “todas las cosas están constituidas por hormigas invisibles” y “todas las cosas están constituidas por mónadas inextensas”, por ejemplo, entren al mismo saco y se emparejen. La primera, que es casi absurda, pero en la que “hay observaciones pertinentes para exhibir su falsedad”, como exige Ayer, sería significativa; la segunda, de Leibniz, donde estas observaciones no están tan a la mano, no lo sería, lo que resulta paradójico y sospechoso.

Tal vez hay metafísica en dosis dañinas y metafísica en dosis alimenticias, pero con un criterio verificacionista grosero no puede distinguirse entre las dos. Esto es, el lenguaje que hablamos es un instrumento demasiado fino y complejo como para encorsetarlo en un principio tan grosero e imperioso como el de verificación.