Jornada Semanal, 14 de enero del 2001 

Leandro Arellano
 

Instrucciones para morirse
 
 

Para Leandro Arellano, hay "ciertas clases de muerte orladas de ambigüedad, de ardua clasificación". Sin embargo, en este texto acomete, con buen humor y no poca mala leche, la tarea de distinguir entre muertes fútiles, inoportunas, iracundas, rencorosas, esperadas, misteriosas, atractivas, más un largo etcétera. Ante tal amplitud de posibilidades, el autor concluye con una recomendación: "Cualquiera que sea el final que el destino le tenga reservado, no se deje atrapar muy fácilmente."


 
 

Se ha dicho que cada ser humano muere a su modo y hasta se ha decretado, quizá injustamente, que cada uno tiene la muerte que merece. Asentadas estas sentencias, nada nos impide establecer tres métodos principales para morir. Queda advertido que no se incluye en este instructivo el tipo de muerte que cada lector quisiera tener; se trata sólo de un registro que alberga las tendencias o aficiones más favorecidas, así como algunas formas caprichosas que se han impuesto a fuerza de repetición. En el heroico repaso encontramos, en primer lugar, la categoría más desdichada y vana: la inducida por la lucha por el poder entre los hombres; en segundo lugar se ubica la que ordenan los hados, la producida por causas naturales; y al final está esa que en cierta forma buscamos nosotros mismos: la originada por nuestras pasiones.

La catalogada en primera instancia es una muerte inútil. Con ser vituperable y arbitraria, tiene muchos adeptos, casi todos víctimas involuntarias. Es producto del vicio humano más perverso. Comienza desde el recuerdo más remoto de la historia, aunque el siglo xx se ha esmerado en juntar un índice macabro de los especialistas del género: Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot, Idi Amín, son maestros contemporáneos de ese arte mayor. A tal grado elevaron su ingenio estos y otros estetas de la especie, que no hay para ellos espacio ni asignatura
en los círculos edificados por Dante. En la escala humana ocupan los sótanos, y tarde o temprano los avances científicos confirmarán que el tipo de sangre que navega por las venas de los creadores de ese oficio filantrópico, se aproxima al de los primates menos evolucionados.

Al repertorio citado arriba hay que añadir dictadores y otros tiranuelos menos dotados, de todos los continentes y regiones, que también llenaron cementerios y refinaron el genocidio y otras formas de muerte. En el conteo de los mártires se incluye, desde luego, a los inmolados por las dos guerras mundiales y muchas otras menos ambiciosas. Todas ellas lamentables. Muertes provocadas por una afición extraordinaria llamada filantropía. Los grandes autores le dieron varios nombres a su profesión y desde luego todos ellos –que se esmeraron en dejarlo claro– perseguían refinadas utopías y elevados propósitos humanitarios. Los millones de seres humanos que han muerto y siguen muriendo de hambre se incluyen en esta categoría; está comprobado que la benignidad de terremotos, huracanes, tempestades, sequías y otras calamidades, es mayor que la que emana de la visión y grandiosidad de reyes, primeros ministros, emires, presidentes, guías y timones.

La gloria que se alcanzaba con la guerra está agotada. Este tipo de muerte no merece ningún encomio; no tiene utilidad ni patetismo. Su futilidad actúa en oposición proporcional a la fama reputada por sus creadores. Ya nada la justifica, es tan sólo una evocación de la vieja y gastada fraternidad entre Caín y Abel. Está por demás decir que su vulgaridad es fastidiosa. Se recomienda huir de ella.

La segunda categoría de nuestro funerario es la muerte que ordenan los Hados. Al frente de ella se encuentra la que ordena el término biológico. Es la mejor aceptada en sociedad. Su causa inmediata proviene de agotamiento, infarto, embolia y gracias similares. Ocurre cuando, a avanzada edad, nuestro organismo, en sumisión a las leyes de la naturaleza, se rinde. Cuando los dioses dicen: "Hasta aquí." La voluntad de Dios, que se apiada de nosotros. La menos onerosa es la de la abuela, que alrededor de los ochenta años un buen día se duerme y ya no despierta. Ante este tipo de muerte normalmente se suspira con alivio, no se resiente demasiado, a menos que en vida hayamos sido ingratos con quien se ha jubilado de la vida.

Hay quienes, cansados de la existencia, se despiden con tranquilidad, se recuestan sin aspavientos y se funden con el sueño para ya no abrir más los ojos; encontramos también a quienes, a pesar de que su espíritu les da ánimo para alargar la vida un poco más, su cuerpo ya no lo consiente. Son las muertes comunes, esperadas. Acontecen en el lecho familiar, entre santos óleos y reconciliaciones, sin saldos con la vida. Aunque no existe garantía de que suceda, la mayoría aspiramos a un final así, con un término anunciado, que haya dado oportunidad a nuestros deudos de prever ataúd y velatorio.

En la misma división pero en compartimento diferente, encontramos las muertes causadas por enfermedades o accidentes, las que decide la fortuna antojadiza y ciega. Muerte inoportuna, esta categoría contiene las especies más dolorosas. Entre ellas se encuentran algunos tipos cuya convivencia y desenlace pueden hacernos modificar nuestro modo de ver la vida. Muertes sin recato que en niños y jóvenes siegan de tajo promesas y destinos no cumplidos. Un cáncer enconado y rabioso que cercena fortaleza, alegría y vida. La plaga de los tiempos actuales, la peste del sida, que insatisfecha e irrespetuosa de edades, religión o sexo, nos previene además contra el goce de uno de los placeres humanos más hondos y democráticos. Una diabetes, que tramposamente va minando el organismo día tras día; o las que contienen audacia y un elevado patetismo, como el mal de Parkinson, el mal de Halzheimer o un desatendido paludismo.

Las producidas por accidentes son de una gran variedad. Se podría decir que las hay en todas las tallas y modelos. Con todo, son las que más nos desconciertan. El elemento sorpresa que las acompaña nos estremece y nos sobrecoge. Acontece cuando la total adversidad viene a nuestro encuentro. El azar que administra la buena y la mala fortuna levanta una barrera y el adolescente se despedaza en un accidente de automóvil. Alguna cuerda en la infinita eternidad se desafina y se muere sin humor: ahogado. Un duende travieso decide moverle el piso al que desafía la ley de gravedad cuando resbala y cae de un noveno piso. La casualidad caprichosa acaba sin romanticismo con el que muere electrocutado y aventaja el mérito del que se le atraviesa a una bala; e, igual, refunde en la trivialidad la del que es acometido funestamente por asaltantes.

Entre la segunda y la tercera categorías, en una especie de limbo, nos asaltan ciertas clases de muerte orladas de ambigüedad, de ardua clasificación. Cabe aquí, por su extravío, la del que, de un modo u otro, simplemente ya le tocaba. Se da también la muerte necia, que es la de quienes se la infligen sin provecho alguno, ni siquiera para el victimario, si lo hubo. El día que se afinen las estadísticas quedaremos asombrados de la abundancia de este género. También en sitio intermedio se halla, por su elevación y atractivo, la muerte del que desaparece hundido en el secreto, rodeado de causas que nunca se aclaran; lo mismo pasa con las logradas en el inframundo, muertes nihilistas, sombrías, a las que son propensos los seres de carácter grave: es igualmente imprecisa la muerte del que se despacha a sí mismo.

El tercer orden lo ocupa la muerte cuyo imperio hallamos más a nuestra mano: la provocada por nuestros gustos y pasiones. Es, digamos, la más humana. Las muertes producidas por esta calidad son muy variadas. Abarcan la de quien, agraviado por los celos, resulta mártir en el duelo. Los casos de muerte por vanidad son los de quienes sucumben extenuados en una liposucción, por la anorexia o en el lifting. Es galante la de los que se entregan con fervor y caen inmolados en el desafuero de su lujuria. La muerte por veneno es cotizada por su halo de misterio. Goza de enormes simpatías y tiene millones de devotos la muerte de los que se rinden a la incontinencia del alcohol y los pasones de ciertas hierbas soporíferas. El odio y el rencor aportan todavía su cuota cotidiana con los caídos ante la rudeza del acero. A propósito se ha dejado al final de este listado la de carácter más atractivo: la de quienes han probado mucho cielo en la tierra cuando capitulan ante prohibiciones, dietas, ácidos, colesteroles, presiones arteriales, hasta que les revienta el organismo.

Pertenecientes a la tercera categoría, pero en escala diferente, se dan cita cierto tipo de muertes con atavíos aún más sutiles. La del amante desdeñado que se extingue en su hoguera solitaria. La muerte atroz en la que cae la sed insaciable del avaro. La del soberbio, cuya arrogancia lo insula en sirte adusta. El iracundo, ya se sabe, se sujeta a la fatalidad de su propio fuego intempestivo. La nada poética del indolente, a quien la muerte le asecha con enfado. Muy corrosiva es la del que envidia, porque se abraza en su desolación a una quimera gangrenada.

Lector: ya habrá advertido usted la holgura del muestrario y que la vida no procede en línea recta. Cualquiera que sea el final que el destino le tenga reservado, no se deje atrapar muy fácilmente. Los hados suelen ser bastante caprichosos. No se subestime. Impida que la contingencia decida por usted, que no llegar, sino salir del mundo, nos reconcilia con la vida.