La Jornada Semanal, 7 de enero del 2001 
 
 
 
 
Enrique López Aguilar
  
CURIOSOS ABUSOS DE LA ESTADÍSTICA 
 
Para el doctor Fernando López Aguilar
 
Año, siglo, milenio nuevos… Pareciera que 2001 debiera inaugurar, para muchos, ese cambio simbólico por el que la sensación de pasar a otra cosa conmemorara un momento semejante al de la ceremonia del Fuego Nuevo, al respeto por los días fastos y nefastos, a la absurda esperanza de que todo cambiará en el mundo por la adición de nuevos guarismos calendáricos. No quiero repetir aquí lo que ya se ha comentado hasta la saciedad: en la aritmética acostumbrada, las cadenas de cómputo decimal no se inician en el 0 sino en el 1, por lo que los ceros tienden a cerrar décadas, centurias y milenios, y los unos, a inaugurarlas; en la cronología de siempre, no existe un fundador año 0, sino un hipotético 1. Supongo que, entre las turbas que se agolparon en todas las capitales para atestiguar el cambio de siglo el 31 de diciembre de 1999, se sospechó que los despistados serían los únicos en celebrar, un año después, el verdadero cambio de milenio, pero creo que la razón no asiste ni a los defensores de la posición del número 0 en las cadenas decimales, ni a quienes, llevados por la percepción de que tres ceros consecutivos indican la marca de un cambio numerológico, sostienen tácitamente que 2001 es el año 2 del nuevo siglo. 

En cuanto a Occidente se refiere, el responsable indirecto de polémicas tan numerales tuvo el nombre de Dionisio, el Exiguo. Este hombre beatífico del siglo vi fue quien diseñó la construcción de una cronología que partiera del acontecimiento central del Cristianismo, es decir, el nacimiento de Jesús. A partir de esa borrosa fecha, calculada mediante imprecisos razonamientos históricos y fundada en las ambigüedades referenciales de los Evangelios, Dionisio tuvo la certidumbre de que, a mediados del reinado de César Augusto, ocurrió la fecha de la natividad del Señor. Sin otras pruebas que las de la intuición teológica, supo que el año 1 después de Cristo era ése, el año 1, detrás del cual venían los numerosos “antes de Cristo”. La estrella que guió a los Reyes Magos, el reinado de Herodes, el censo de los judíos por los romanos, el gobierno de Pilatos y la diáspora, tuvieron que ver, seguramente, con tales previsiones. 

Recientes descubrimientos de la astronomía han demostrado que, en cuanto a la estrella, existió una peculiar conjunción planetaria de Mercurio, Saturno, Júpiter y Marte con Venus, ocurrida sobre Israel hacia las siete de la noche, pero en mayo del año 4 a. C.: la cronología precedente indica que Pilatos debió juzgar a Cristo cuando éste contaba con veintinueve años. Si, para ser verosímiles, se ajustaran las fechas para no atentar contra los simbólicos treinta y tres años del Mesías, el verdadero cambio de siglo y milenio habría tenido que ocurrir en 1996 o 1997 d. C. (según se escoja el 0 o el 1 como cifra de arranque), tres o cuatro años antes que los actuales 2000 o 2001 (que vendrían a convertirse en 2004 y 2005), tercera explicación que refuta a eufóricos y matematicistas, con detrimento de ambas fechas, que pasaron sin pena ni gloria, salvo porque la segunda conmemoró el primer centenario luctuoso de Johannes Brahms. 

Ante la necesidad humana de datar y dar solidez a sus símbolos, hay números elevados a dogma que se derrumban, relativizan y siembran confusión, como el hecho de que Cristo haya nacido cuatro años antes de él mismo, y en primavera, por si ya fuera poco. ¿Merece el olvido ese desajuste ocurrido en el siglo xvii, cuando el reemplazo del calendario juliano por el gregoriano provocó una diferencia de diez días entre las regiones que lo adoptaron y las que no, en Europa? En China, la tradición hacía que, al final de cada dinastía, comenzara una nueva cuenta calendárica; para los judíos vivimos en el año 5761, calculado desde la creación del mundo por Yahvé; para la cultura islámica, nos encontramos en 1421 de la Hégira; la Revolución Francesa instauró un nuevo (y breve) calendario contado a partir del triunfo revolucionario y cuyos meses se nombraban a partir de las características de los mismos: brumario, termidor…; incluso, según el sistema de cómputo azteca, éste todavía es el año 1 Pedernal y, según el maya, el 5113. 

La imposición de 2001 es obviamente cristiana y occidental, y hay razones culturales y económicas para explicar tan aparente unanimidad en el mundo, máxime en tiempos de globalización; sin embargo, existen vías para otras modestas proposiciones con las que se podrían resolver las diferencias si sólo se consultara la opinión de paleontólogos, arqueólogos, antropólogos, biólogos y astrónomos (con perdón de las cacofonías): ¿cuál es la edad de la Tierra? Una vez con la respuesta en la mano, ¿comenzaríamos a contar desde los cuatro mil seiscientos millones de años calculados para el origen del planeta, o sólo desde la aparición de los prehomínidos, hace cerca de cinco millones de años, o, mejor, desde la aparición de los primeros homos, hace dos millones y medio de años? Como quiera que sea, las tres cifras arrojarían algunos umbrales de imprecisión e inelegancia, pues no sólo no hay manera confiable de asegurar que, desde la condensación de la Tierra o desde la aparición del primer prehomínido o del primer homo, nos encontramos en el año 4,600’268,001, en el 5’955,001 o en el 2’809,001: los números son tantos que resultan fatigosos, indiscernibles e insignificantes. Entre esas más de siete cifras y las cuatro que componen 2001, éste tiene la ventaja adicional de que parece aproximarnos a la Historia y volverla un objeto cómodo, casi doméstico: globalizado. 

Sin contar los más de treinta y dos siglos antes de Cristo, todo esto es materia irrelevante para el llamado “sentido común”; para una historia del tiempo y de la percepción del tiempo, algo más que cuestión de preferencias. 
 



 
 
David Hume en miniatura

Hay quien dice que parecía, un poco, un batracio algo idiotizado hasta que empezaba a hablar, entonces te olvidabas de todo e ingresabas de su mano al Topos Uranos de las ideas sorprendentes. En efecto, su inteligencia era muy fina, rápida, de monstruosa sutileza y penetración. Y no era serio y doctoral, sino sonriente, sencillo, alegre y burlón. Nació en Edimburgo (1711) al inicio de un gran siglo liberador, el de las Luces, y fue él mismo una de las cimas asombrosas de su época. 

En una curiosa oración fúnebre que se compuso a sí mismo se retrata así: “Yo era un hombre de temperamento apacible, con dominio de mis nervios, de un carácter abierto, sociable y alegre, capaz de afectos, pero poco capaz de enemistades, y de gran moderación en todas mis pasiones. Ni siquiera mi amor a la gloria literaria, mi pasión dominante, agrió nunca mi humor, a pesar de mis frecuentes disgustos.” 

Fue gran prosista, son notables la claridad y precisión de sus numerosos escritos. Escribió de todo: ensayos sobre arte, religión, economía, política, redactó una historia de Gran Bretaña “como las brujas dicen sus plegarias, de adelante hacia atrás”. Cuando al final de su vida le solicitaron que terminara esta historia llevándola hasta el presente, se negó alegando: “Debo declinar no solamente esta oferta, sino toda otra de naturaleza literaria, por cuatro razones: porque soy demasiado viejo, demasiado gordo, demasiado perezoso y demasiado rico.” 

Pero, claro, fue antes que nada un filósofo. Autor de un solo cuerpo de doctrina, si bien la expuso varias veces a lo largo de su vida. La primera, más larga y mejor versión (en realidad, las otras son refundiciones o resúmenes de ésta), la escribió joven (tendría unos veintitrés años) en Francia y se llamó Tratado de la naturaleza humana, un intento por introducir el método experimental de razonamiento en los temas morales, según explica. No tuvo éxito de público ni de crítica. “Nunca empresa literaria fue más infortunada ?se queja? que mi Tratado. Ya nació muerta al salir de las prensas, sin alcanzar siquiera la distinción de provocar un murmullo entre los fanáticos.” Aunque añade: “Pero como tengo un temperamento animoso y jovial, muy pronto me recuperé del golpe.” 

La posteridad ha puesto las cosas en su lugar: “David Hume ?escribe Bertrand Russell? es uno de los filósofos más grandes porque llevó a su conclusión lógica la filosofía empirista de Locke y Berkeley y porque al hacerla consecuente consigo misma, la hizo increíble.” Dice, en efecto, “increíble”. En lo que resta de la nota voy a intentar decir por qué, de manera muy rudimentaria y sumaria. 

Hume, como el Buda, negó la realidad del yo. Busca dentro de ti eso que llamamos “yo”. ¿Cómo aparece en el fluir de tu conciencia? “Por mi parte ?dice Hume?, cuando entro más íntimamente en lo que llamo mi yo, me encuentro siempre con una u otra percepción particular, de calor o de frío, de luz o de sombra, de amor o de odio, de dolor o placer. Nunca puedo coger al yo sin una percepción y nunca puedo observar más que una percepción.” El yo, si es algo, debe ser simple y mantener identidad en los cambios, pero ese yo simple e idéntico, que está dentro de mí, no puedo aislarlo ni percibirlo, y por tanto no sé qué pueda ser, y bien puedo suponer que es nada, una ilusión. Ese yo no aparece por ningún lado, más que en algunos filósofos: “Quitando algunos metafísicos de esta clase (que creen en el yo), me atrevo a afirmar del resto de la humanidad que ellos no son más que un manojo o colección de diferentes percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez y que están en perpetuo flujo o movimiento.” 

Pero, comenta Russell, tampoco podemos percibir nuestro cerebro, y ahí está. Sí, pero la presencia del cerebro se infiere y es indispensable para dar razón de muchas cosas observables; en cambio, el yo no se infiere ni es, aparentemente, necesario para explicar. Aunque hay quien dice que sí: ¿cómo podría asegurar que una cierta percepción es “mía” sin atribuirme un “yo”? Sería una situación como esa famosa respuesta en la novela de Dickens, Tiempos difíciles, donde la señora Gradgrind, que yace en su lecho de enferma, responde a la pregunta de si tiene dolor, esto: “Pienso que hay un dolor en alguna parte, en el cuarto, pero no podría afirmar positivamente que yo lo tengo.” 

Ahora, este escepticismo con respecto al yo, es nada en proporción a otros escepticismos humeanos. El escepticismo con respecto a la existencia del mundo exterior, por ejemplo, increíble en grado extremo, o el más célebre y magistral de todos, el que se refiere a las relaciones de causa y efecto, cuya necesidad, con audacia incomparable, negó. 

En suma, quizá ningún filósofo ha mostrado con tanta alegría, buenas maneras y transparente claridad los límites de la razón humana como él. 
 
 

 
 

 

 
Luis Tovar
     
    No son chilangadas (II) 
      
    Al momento de escribir estas líneas, todavía no estaba claro de qué se puede tratar , en concreto, el sorpresón anunciado por la titular de Conaculta, y que mencionamos en la pasada columna. Pero desde entonces algo se ha avanzado. En primer lugar está el nombramiento de Alfredo Joskowicz al frente del imcine. Como Alejandro Pelayo, su antecesor, Joskowicz también es director cinematográfico y conoce a fondo la problemática de nuestro cine; su paso por la dirección del Centro de Capacitación Cinematográfica y al frente  
    de los Estudios Churubusco, entre otros cargos, hace de él una buena elección para echarse a la uña el difícil trompo que implica conducir el instituto gubernamental que por suerte nos ha impedido, durante ya tanto tiempo, cantar el definitivo réquiem a nuestro cine. Su nombramiento nos da un respiro a quienes temíamos, con la llegada de la señora Bermúdez,  
    el arribo de alguien que de cine sólo supiera cómo sentarse en la butaca sin que se le cayeran al suelo las palomitas o, todavía peor, de un gerente o administrador elevado a la potencia de funcionario, de ésos que hoy abundan en el gabinetazo foxiano. 

    Que comience la función 

    Hoy por hoy, apenas estamos como presenciando los créditos iniciales de una película: nos falta todo por ver. Esperemos, en primer lugar, que a Joskowicz le den lo que necesita (entre muchas otras cosas, recursos monetarios y capacidad de decisión) para que desempeñe adecuadamente su labor; y en segundo, que el nuevo titular del imcine nos dé muy pronto el gusto de saber que la famosa y anunciadísima sorpresa es la inminente puesta en práctica de la nueva Ley Cinematográfica tal como se le dio curso en la Cámara de Diputados, es decir, observando los términos solicitados por la mayoría de la comunidad interesada en el asunto, de la cual Joskowicz mismo forma parte. Los temas son muchos y ya hemos comentado aquí varios de ellos; empero, un veloz repaso no está de más. Ponga usted entre los más urgentes el doblaje, el Foprocine y el porcentaje de exhibición de películas nacionales en salas comerciales. 

    En cuanto al doblaje, se trata de frenar a toda costa y lo antes posible a las grandes distribuidoras que han echado mano del recurso de amparo para atentar contra el espíritu que anima a la nueva Ley (es decir, la protección integral de la obra cinematográfica en su carácter de creación artística). No es ningún secreto que su propósito consiste en vender más, caiga quien caiga ?incluida nuestra producción fílmica?, así que debe insistirse en que el doblaje indiscriminado sólo persigue fines de lucro, es atentatorio contra el cine mismo y, por tanto, debe prohibirse expresamente, sin dejar huecos legales por donde se puedan colar los “emparedados”, los “sujétate” y los “bastardo”. 

    Un fideicomiso por el amor de Dios 

    Esperar la nueva Ley de cine ha sido también esperar que por fin se ponga en marcha la estrategia que se diseñó para financiarlo. Ahora que está de moda pensar que los apoyos  
    estatales no son otra cosa que paternalismo o populismo, ojalá que la iniciativa privada sea consecuente con sus propias ideas y no se resista como gato boca arriba a poner la parte que le toca. Me refiero concretamente a los exhibidores cinematográficos, que casi lloran cuando se les menciona el porcentaje de taquilla que debe alimentar el fideicomiso para  
    el cine. 

    Para ilustrar nuestro “populismo”, conviene mencionar aquí algo que seguramente los exhibidores saben, pero que no les gusta recordar: este esquema de apoyo obligado no es nuevo ni mucho menos. Y la cinematografía francesa es el mejor ejemplo de que sí funciona. Si ha visto cine francés contemporáneo, haga un poco de memoria y recuerde que, en nueve de diez casos, uno de los productores de la cinta es una empresa televisiva. Esto es así porque en Francia las televisoras tienen la obligación de reservar un porcentaje de su programación al cine francés y, lógicamente interesadas en conservar su rating, buscan la manera de que las películas a exhibir sean suficientes y dignas de verse; por eso le entran con su cuerno al financiamiento. 

    En el caso de México, algo similar ocurriría tanto con el porcentaje de taquilla destinado a fomentar nuestra producción, como con el tiempo en pantalla reservado al cine mexicano: la cadena de distribución y exhibición podría formar parte de un círculo virtuoso que, tarde o temprano, terminaría por beneficiarlos también a ellos. (Señores propietarios de multisalas: ¿no les parece ésta una magnífica forma de contribuir a que se acabe con ese “paternalismo” tan retrógrado y tan alejado del pensamiento pragmático que hoy campea en México, S.A.? Adelante, por favor, pongan su granote de arena para que nuestro cine ya no dependa de los pocos pesos salidos del 0.08 por ciento del Producto Interno Bruto que el Estado asigna al fomento de la cultura. Ustedes han probado hasta la saciedad que saben hacer negocios; este poco adinerado columnista los invita a que hagan del fomento al cine un éxito digno del talento que ostentan.) 

    En busca del hilo perdido 

    Pareciera que estas líneas se desviaron del 
    tema anunciado, pero no es así, pues otra de las medidas urgentes para que los organismos centrales responsables de nuestro futuro cinematográfico cumplan adecuadamente sus tareas, consiste en mirar más seguido y más atentamente fuera del Defectuoso. Si algo abunda en la llamada provincia son los amantes del cine, los promotores culturales, los pequeños empresarios, etcétera, puestísimos a echar la mano en lo que puedan y hacer cualquier cosa para que deje de tratárseles como a ciudadanos de segunda. 

    Puesto que sacar del bache a nuestro cine no son enchiladas ni deben ser meras chilangadas, sería estupendo que las nuevas autoridades en la materia hicieran su trabajo pensando más en el país de cien millones de habitantes al que se deben, y no tanto en la ciudad que ya se acostumbró a decidir, tácita o expresamente, lo que es adecuado y lo que no. 
     


     
    La clase de esgrima 
     
    Para Ximena Cuevas
     
    Es un lugar común que sabemos muy poco acerca de nosotros mismos. El conocernos, la ardua tarea de saber quiénes somos, era la consigna apolínea. “Conócete a ti mismo” recomendaba el dios a quienes iban a buscar su consejo y su ayuda. Otras religiones, otros dioses, han pedido eso mismo a sus fieles. 

    También es el objetivo de la filosofía y de su pariente más joven y más democrático y tosco: la psicología. ¿Cuántos de nosotros hemos descubierto con sorpresa que las ideas que hemos albergado sobre nuestro carácter e incluso acerca de nuestro aspecto físico son incorrectas? ¿Cuántas veces, en el transcurso de una sesión de psicoanálisis o una plática, no hemos experimentado la desagradable sensación de que las cuatro cosas que creemos saber de nosotros en realidad son tres o dos? El vanidoso se ve en un espejo de aumento; el inseguro en un espejo distorsionado; el loco, según la imagen clásica del psicoanálisis, en un espejo roto; el crudo, en un espejo poco amistoso; el tímido en un espejo cubierto de vaho y así, ad infinitum. 

    Probablemente una forma rápida de descubrir hasta qué punto no somos lo que habíamos imaginado, es observar cuidadosamente nuestras reacciones en situaciones inéditas en nuestras vidas. Eso me ocurrió en la clase de esgrima. No me inscribí con la idea de saber más de mí misma; desgraciadamente pertenezco a los millones de seres humanos que van por la vida aprendiendo a tropezones, o como en este caso, a puntazos. La cosa es que las espadas siempre me han parecido fascinantes. No las pesadas espadas medievales con nombre y apellido; no Excalibur, ni Tizona, ni Durendaina. Tampoco las temibles espadas japonesas, que debían poseer un filo capaz de partir a un cristiano  
    ?o shintoísta, o budista? en dos, sin que el herido se diera mucha cuenta de lo que pasaba, ni los curvos alfanjes musulmanes. Ésas me asustan y siempre traen consigo la imagen de la guerra, de heridas indescriptibles, del horror de la sangre. Y a pesar de su halo sangriento, otros las han amado desde este presente de AK-47 y cuernos de chivo. Jorge Luis Borges, cuyo talante épico pudo convivir con su vida libresca, las nombró y alabó desde su pacífico sillón de la calle Maipú: “Déjame, espada, usar contigo el arte/ Yo, que no he merecido manejarte”, escribió en un poema inolvidable. 

    Pero no son ésas las espadas que me parecen fascinantes, sino el delgado florete de Los tres mosqueteros. Gracias a su sangre fría y a su destreza en el uso de este tipo de espada, Athos trataba con indiferencia y aplomo al cardenal Richelieu. En medio de un duelo, los hombres eran capaces de entablar conversaciones que, por lo menos en las novelas, tenían humor, ingenio y la lucidez de quien puede morir en cualquier momento, y no teme demasiado a la muerte, como en este pasaje de Los tres mosqueteros: “Quedaban Porthos y Biscarat. Porthos decía, batiéndose, mil fanfarronadas, preguntando a Biscarat qué hora era, felicitándole por la compañía que había obtenido su hermano en el regimiento de Navarra, pero a pesar de sus burlas no adelantaba nada, porque Biscarat era uno de esos hombres de hierro, que no caen más que muertos [...] y tuvo entre dos paradas tiempo para dibujar con la espada un semicírculo en la tierra y dijo, parodiando un versículo de la Biblia: ‘Aquí morirá Biscarat, único de los que permanecen con él.’” Por supuesto un adversario como Biscarat no muere en una novela de éstas; se salva gracias a su temeridad, se vuelve amigo de los héroes y les enseña uno que otro truco.  

    También la esgrima podía ser una aventura filosófica, como en la hermosa novela de Pérez-Reverte El maestro de esgrima, en la que don Jaime Astarloa, el protagonista, es un hombre de acción y de ideas, que además posee el sentiment du fer, esa “cualidad que consiste en una especie de sexto sentido, que permite prolongar hasta la punta del arma, la sensibilidad táctil de los dedos que sostienen el florete”. 

    La esgrima olímpica conserva mucho de este misterio. La elegancia del traje, el hieratismo que confiere la careta, la gracia y el poderío indispensables en el buen tirador, los gestos arcaicos y elegantes del saludo, son muy atrayentes. Pero que uno ame algo no significa que tal cosa nos corresponda. Yo, pobre de mí, creía que tenía en mi carácter lo necesario para ser una buena espadachina. Por eso no me preocupé tanto cuando me puse mal la careta y cuando quedé tan acalorada con el peto. Pero fallé de todo a todo. En primer lugar, la mano izquierda, desnuda ya que sólo la mano de la espada va cubierta por el guante, tenía un propensión independiente de mi voluntad a taparme el pecho en un gesto cobarde. Cada vez que tocaba a mi contendiente, le pedía perdón con sincera preocupación. No es verdad que la pluma es más fuerte que la espada, aunque me lo repetía en un sonsonete tontolón para subirme el ánimo. El colmo fue cuando ya totalmente derrotada por mi adversaria, violinista de profesión, solté el florete y me eché a correr; ella me siguió con la espada desenvainada. Me dejó con las costillas y los muslos moreteados. Total, que fui la peor. Y descubrí que a la hora de la hora, yo soy de las que se echan a correr. Qué barbaridad.