Jornada Semanal, 31 de diciembre del 2000 

Mauricio Gómez Morin

La mirada de Zapata sin silla
 
 

“Cual palomilla alrededor del foco”, nuestro colaborador y amigo Mauricio Gómez Morin demuestra en este libérrimo ensayo que no sólo las artes plásticas, sino también las letras son lo suyo. Si es verdad aquello de que “una imagen vale más que mil palabras”, el hacedor de imágenes que es Mauricio le pone mil palabras más una al que tal vez sea el registro gráfico más emblemático de la revolufia: Villa en la silla presidencial. Sobre todo, quiere aprehender el sentido de “la retina al futuro” con la que Zapata sigue mirándonos.




Acercamiento a una foto, cual palomilla alrededor del foco

  

Para el Poncho Morales, en lo que nos toca
y para Rini Templeton, in memoriam

Debíamos quemarla pa’cabar con las ambiciones
Emiliano Zapata

En la retorcida espiral de la historia –ora en su discontinuo discurrir fibrilante, ora en su eterno retorno imposible–, como buenos peregrinos irredentos destacamos siempre las Célebres Estupideces por su contundente recurrencia y por una mortificada objetividad espuria, reflejo condicionado de nuestra cartesiana cultura de la derrota. Sin embargo, dentro de ese mismo devenir arremolinado fulguran discretamente ciertos aconteceres cifrados apenas en pequeños gestos, que también son pertinaces pero que esmeradamente ninguneamos porque inquieren de manera lacerante y humilde el obstinado abandono de nuestra nobleza capital: el asombro y la intemperie. Es decir, a merced del tiempo. Sólo una gota de rocío es el mundo, reza un haikú. Mientras, a paletadas, los enterradores globales se afanan en propagar el fin de la historia, estos ínfimos gestos brotan como el ave fénix en las cenizas de su pira milenarista. Son brasas sedientas.

La enorme pequeñez de estos guiños los hace invulnerables y mantiene intacta la inocencia original que, a su vez, los vuelve inextinguibles. Por esa modesta e imperceptible emergencia poseen la vocación de las semillas: la paciencia. Son señeras señas latentes. Con su hondura a flor de piel aguardan, inexorables, la lluvia de temporal que los despierte más temprano que tarde. Gestos instantáneos y desprendidos, tan casuales y tan de adentro. Como manantial: impredecibles, con el atributo de la subversión que los salva indefectiblemente de convertirse en arquetipo, altar o estigma. Su brevedad, por otro lado, los hace irreductibles a cualquier usufructo. Emancipados por naturaleza de los discursos y esquemas autocomplacientes, escogen caminos extraños para revelarse; garantía de una vigencia sin tributo a poder alguno sino a viles realidades anhelantes, o a la visconversa. Son anunciaciones, pues, gratuitas e implacables.

Escribo esto mirando de nueva cuenta la recóndita y malversada mirada de Zapata que me mira desde una de las dos fugaces placas que Agustín Vicente Casasola, decidido entonces a no retratar tan sólo el rostro de la clase dominante, registró aquel escamoteado 6 de diciembre de 1914 en Palacio Nacional, cuando los dos generales míticos se toman un respiro durante el desfile de sus azoradas tropas, derrotadas justo en ese breve lapso de triunfo. La inexpugnable y puntiaguda mirada del general Zapata se afila al máximo en esta precisa toma: flanqueados por sus respectivos estados mayores, Tomas Urbina del lado norteño y Otilio Montaño del sureño, y por la raza que desborda el cuadro –saludos a mi jefecita santa–, un cábula Villa campechanamente aposentado en la hasta entonces Inmaculada Silla junto a un Zapata de extraña pierna cruzada que, impasible, la desdeña por completo con el parco gesto de acariciar, podríamos decir que suavemente, el dorado brazo izquierdo al tiempo que encaja en el daguerrotipo y en el tiempo aquella mirada atávica, desnuda, sibilina, como corazonada infinita sin prisa ni pausa. Una mirada que pareciera herir sin piedad la eternidad con ese fulgor rabioso arrojado por la retina al futuro. Ni sentencia, ni profecía, ni presagio: es un puro aliento. Mientras todo gira en torno al poder y sus engendros útiles, ¿qué significa esa negación de la Silla, ese contundente desaire al Poder? ¿Qué cercana lejanía? ¿Qué designio sin amo y sin pretexto? ¿Qué inquieren esos duros ojos, certera y ansiosamente, más allá de la cámara? ¿Cómo soportar la inclemencia de esa doble mirada: con un ojo dirigido al adentro y otro al afuera; a un tiempo desollada y restaurada; de un ojo descorazonado y el otro compasivo? Literalmente ventana del alma, sin paz y sin culpa. Hecha llaga, no nudo. Esa silenciosa mirada que inunda de verdad las palabras, nuestras viejas putas palabras redimidas por ese silencio que nos contiene y nos quema al otear sin misericordia los linderos enfangados de la cabalidad. Con la desobediente posibilidad de la esperanza, con el indómito dolor de la infamia y con el escéptico mandato del amor, esos ojos nos divisan sin trampa. Un maguey apuntala el cielo, aunque esté sangrando.

Por su parte, esa mancillada Silla tiene su propia leyenda muda. Hoy en día se encuentra impecablemente olvidada en los sepulcros museográficos del Castillo de Chapultepec. Comparada milimétricamente con otras Sillas es relativamente pequeña, pero el estuco despostillado de sus tallas, el raído terciopelo guinda de su forro
y sus chimuelas guirnaldas doradas acusan un porfiado uso que va de Juárez a Carranza, como lo atestigua una despistada ficha. Pobrecilla: a pesar de haber sido honorable asiento para tan ínclitas posaderas y de la distinguida leyenda negra que la acompaña, no le tocó el digno fuego de las trincheras sino el abyecto polvo de los archivos. Por lo mismo.

Los pasamontañas sólo dejan ver miradas. También sin silla, ni engendros, ni reposo. También inconclusas, negramente diáfanas y filosas. Convocando a un tal Julio, algo habrá aquí del certero azar y su fina urdimbre. El cómplice inesperado y sus designios deslumbrantes: sólo se le reconoce por la forma inaudita en que enlaza sentidos asombrosamente pertinentes. La oveja negra del tiempo: el instante total en el que –al calce de la Historia– esa mirada eterna y urgente no encontraría la orilla, el otro lado del puente sin la intervención deliberada de nuestras raíces, es decir de nuestras hambres. Una simple mirada de la que no nos podremos desembarazar jamás, ni siquiera el día en que podamos descifrarla porque –como horizonte que es– se irá moviendo a cada paso que demos. Hasta siempre.