Jornada Semanal, 31 de diciembre del 2000 

Iván Ríos Gascón
entrevista
 
 

Moses, Callaghan y Clarke: las otras voces de Toronto
 
 

Estos tres narradores canadienses forman un grupo sin grupo en la asombrosa ciudad de Toronto. Callaghan, blanco y urbano, conoce, glosa y critica el Toronto way of life. Su obra A Kiss is a Still a Kiss es un conjunto de relatos que “nacen del ininerario contemplativo de Toronto y sus espacios paralelos”. Austin Clarke, negro, amigo de Malcolm X y peregrino entre Barbados y Toronto, se mueve por las calles y los bares de la ciudad como un exiliado de las tierras del sol. Daniel David Moses, poeta y dramaturgo indígena, autor de las piezas The Moon and Dead Indians y Angel of the Medicine, siguiendo los caminos de Christopher Fry, reúne poesía y teatro, emoción lírica con fuerza dramática.







Callaghan, Clarke y Moses forman un trío singular: Barry Callaghan, canadiense blanco y prosista urbano, pasa la mayor parte de su tiempo imbuido en el Toronto way of life, para luego meditar y concebir los entrecruzamientos del amor, la soledad y el caos, a través de un rigor narrativo del que manan la sensualidad y la elegancia de un escritor afín a la escuela de Raymond Carver. Austin Clarke, proveniente de Barbados y llamado “Tom” por sus amigos, es el espíritu de la raza negra en permanente lucha por la igualdad y la emancipación: “Tom” Clarke y sus relatos colonizaron las calles de Toronto con los buques de una propuesta literaria flexible, abierta a las paradojas interraciales y los límites de la vocación gregaria, donde la metáfora narrativa es la clave para teorizar la cotidianidad de un espacio pluricultural. De Austin Clarke, el agudo memorioso en cuyos recuerdos la amistad con Malcolm X ocupa un sitio esencial, Norman Mailer dijo: “Su obra es única, sorprendente, cómoda, hasta el momento en que comienza a ser incómoda y entonces uno comprende que acaba de aprender algo nuevo que, hasta hace poco, no quería saber. Y eso es el aprendizaje: uno sigue adelante, congratulado alternativamente por la obra y por nosotros mismos, hasta que cada pieza de Clarke se hace parte de la propia conciencia.” Por su parte, Daniel David Moses, poeta y dramaturgo indígena, es un artista cuya obra ha reivindicado la identidad nativa sin apologías ni complacencias: en un mundo en donde las etnias suelen ser objeto de marginalidad o de repudio, las búsquedas estéticas de D.D. Moses son como una pausa en la vorágine cultural de América del Norte, porque en sus piezas y poemas se condensan todas las claves para explorar los laberínticos senderos de una sociedad sin definición concreta. Moses parte de las praderas del este de Canadá en un periplo que llega al centro de la nación y, durante el viaje, la condición humana se convierte en la revelación forjada por el mito de los indios y los cowboys, los dilemas del ser y las tribulaciones de la “frontera” existencial.

Al conversar con estos tres artistas, el espectro cultural de Canadá adopta una nueva dimensión. Estas voces de Toronto son distintas y similares entre sí, en la obsesión por articular un universo imaginario individual pero auténtico, diverso, percepción implícita en la intimidad de sus creaciones. Cada uno de ellos tiene una idea y un destino diferente. Callaghan, Clarke y Moses son los paradigmas de que la literatura canadiense es mucho más que los libros de Margaret Atwood o de Douglas Coupland. Sus puntos de vista, despojados de veleidad o falsos atributos, son el diagnóstico de la literatura y sus razones.

D.D. Moses y la sugestión poética

Poeta y dramaturgo, D.D. Moses es famoso por sus piezas The Moon and Dead Indians y Angel of the Medicine, obras que deslumbraron a la crítica canadiense, que incluso lo comparó con Tennessee Williams. Solemne y meditativo, Moses habla de su experiencia literaria.

–He escrito tres poemarios y diez obras teatrales. La poesía ha sido, para mí, el mejor vehículo para extender mi voz más allá del universo introspectivo y abordar otros asuntos, como cuestiones políticas y sociales. El lenguaje poético siempre ha estado presente en mis piezas teatrales, pero escribir un poema es, quizás, la mejor alternativa para acercarse a la gente en Canadá: el dilema del poeta consiste en exaltar la condición humana, a manera de testimonio o, si quieres, como una forma para hacerle recordar a los gobiernos, a los gobernantes y los gobernados, lo que significa la humanidad. Mis poemas hablan de la vida a través de la experiencia. Mis poemas tienen esa búsqueda: lo sensible, lo emotivo.

–Siendo tu obra una constante reflexión de lo humano y la cultura, ¿qué lecturas han forjado tu búsqueda estética?

–Canadá es un país en actualización constante. Y la mayor parte de mi tiempo libre lo dedico a leer a mis contemporáneos, porque me parece que la literatura de mi país sigue siendo como un campo virgen: en 1990, muchos autores creímos iniciar una tradición narrativa, pero los nuevos escritores cambiaron por completo esa idea a partir de 1996. Y lo más probable es que dentro de un año la siguiente generación hará lo mismo. Es decir, para un escritor es básico saber cómo ha cambiado o qué se ha quedado en la literatura de su pueblo.

–Y acorde con esa idea, ¿a quién consideras uno de los escritores más importantes de Canadá?

–En prosa, tal vez a Adam Richard. La voz de su obra es la voz de lo humano. Sus personajes siempre están luchando por mantener un equilibrio con lo real y lo virtual. En poesía hay un joven llamado Gregg Scofield, que llevará en la escena literaria canadiense más o menos cinco años. Su propuesta consiste en seguir desarrollando los tópicos de los mayores poetas. En teatro, creo que John Martin: él es un poeta de la ciencia y sus inconvenientes. De hecho, una de sus obras será llevada al cine, así que mucha gente tendrá oportunidad de conocer su trabajo.

–¿Y qué autor o autores han sido determinantes para ti?

–Definitivamente Samuel Beckett. Y bueno, también vuelvo constantemente a Shakespeare… Pero en realidad ningún escritor canadiense ha sido fundamental en mi obra: como indio y como escritor, como artista que ha trabajado al margen de los convencionalismos, y en ocasiones contra las reglas establecidas, mi labor se ha forjado totalmente independiente. Mi obra es original, no tiene parangón con la de otros escritores; no obstante, me mantengo al corriente de la literatura de mi país.

–Siendo dramaturgo, ¿has considerado la idea de escribir para cine?

–He hecho algunos trabajos para cine, y precisamente ahora estoy consiguiendo financiamiento para rodar una película. Se trata de una historia basada en un incidente de la vida de un poetisa renombrada, que transcurre en 1900. Ella era de mi comunidad; una escritora muy interesante que me inspiró bastantes ideas al escribir el guión. La experiencia fue sensacional. Al concebirlo, comencé a pensar lo que sería producir el filme, elegir el casting, los escenarios, todo eso. Sin embargo, en Canadá es muy difícil hacer una película y, bueno, la aventura sigue.

–¿Quién es el mayor cineasta canadiense para ti?

–Dennys Arcand. Sus películas no sólo son interesantes sino muy divertidas. Tiene un talento soberbio para dirigir a los actores. En sus películas siempre habrá interpretaciones maravillosas. Pero no me hagas mucho caso, tal vez se me olvidó mencionar a otros cineastas excelentes…

–¿Qué idea tienes de México?

–Hay algo muy hermoso en la tierra mexicana. Algo intrigante y misterioso. México es un país muy difícil de comprender. Su gente es tan indescifrable que casi me resulta imposible escribir algo de tu país, digamos un poema. Todo para mí es distinto, incluso Canadá, porque yo crecí en una comunidad tan llena de magia y de inspiración poética que me es casi imposible sustraerme a lo que aprendí de ella.

Barry Callaghan: lo eterno urbano

A Kiss is a Still a Kiss es uno de los libros más célebres de Barry Callaghan. Relatos de liberación y de renuncia, travesías por el humor de una galería de personajes a los que Callaghan suele poner en el último peldaño de la conmiseración y la derrota, sus textos nacen del itinerario contemplativo de Toronto y sus espacios paralelos. Callaghan, como Raymond Carver, comienza su escritura en el instante preciso en que la cotidianidad o el temperamento resienten su equilibrio.

–Curiosamente, comencé a escribir a partir del encuentro cercano con la pintura. Como observador de un cuadro, la idea de que una ciudad es como una obra inmensa donde la gente no sólo se vuelve extraña sino que corre el riesgo de perderse, me inspiró el deseo de contar las pequeñas historias que deambulan por la calle. De modo que mis personajes son gente contemporánea, gente de la gran ciudad, con la que uno se topa todos los días. Y en esa rutina del día a día, mis historias se complementan con el elemento cotidiano de la ciudad y de su gente: la música es la presencia ubicua en mis relatos. El jazz, el blues, son los protagonistas secundarios de las aventuras imprevistas que suceden en la urbe.

–Entonces, la ciudad es otro personaje…

–Sí y no. Para muchos escritores, la ciudad no sólo es un protagonista más, sino que también sufre y goza con su estado de ánimo. Sin embargo, creo que en mi obra no lo es tanto, a pesar de que un escritor canadiense, al comentar uno de mis libros, afirmó que yo suelo escribir como un pintor hace un cuadro o como un poeta crea un verso: personajes, historia y territorio tienen todo en común. Pero lo cierto es que a mí me interesa más la gente como personaje. Y la ciudad no es otra cosa que una extensión de sus vidas: de la extrañeza, de la felicidad o la tristeza. La ciudad sólo es un espacio donde suceden las aventuras y eso es lo importante: hay que confiar siempre en las historias y no en quién o dónde te las cuenta.

Ahora bien, cada historia nace de las relaciones que establece la gente, sean de amor o de odio, de dependencia o de solidaridad. Así, las relaciones entre dos, tres o cuatro personajes, comienzan cuando se involucran en un espacio específico. Yo no concibo la recreación de la soledad. La gente siempre necesita de otro (u otros), no puede vivir aislada y si pensamos más en esto, pues ahí tienes que las grandes ciudades son los murales de la gente y sus relaciones y, por tanto, del relato.

–Tu obra se distingue, básicamente, por la sencillez…

–La complejidad no siempre es lo mejor. Toda la vida he pensado que lo más difícil es escribir una historia sencilla, una historia concebida por y desde la realidad. Quizá es por ello que Raymond Carver es un autor fundamental: sus relatos vienen de esa sencillez de lo cotidiano, de la poesía o el drama de lo simple y cotidiano.

–¿Cuál es tu contacto con la literatura mexicana?

–Me interesa mucho la poesía contemporánea mexicana. Por ejemplo, la obra de David Huerta, que incluso he publicado en una revista que dirijo en Toronto, aunque, sabes, yo siempre he tenido un contacto estrecho con la cultura mexicana. Cuando era niño, recuerdo que mi madre poseía reproducciones de Diego Rivera y de Siqueiros, lo que fomentó en mí una afición por el arte pictórico de México. Y también estaba la música de marimba, que escuché por aquella época.

Mi primera visita a México fue en los sesenta. Y como imaginarás, ya que antes de esto tuve la posibilidad de contemplar la obra de Siqueiros, la ciudad me pareció más que interesante: sorprendente, misteriosa, una ciudad con un encanto sorprendente.

–¿Has trabajado para cine?

–Hay una relación muy extraña entre el cine y yo. Lo veo con fascinación, aunque generalmente no suelo recordar gran parte de lo que vi, quizá porque al comenzar una película caigo en un estado semihipnótico que borra mi conciencia de espectador. Hay películas maravillosas, geniales, películas que te cambian la vida, pero francamente no tengo la mínima intención de escribir un guión, aunque muchos de mis relatos se ajustarían perfectamente a la pantalla. No tengo el menor interés de llevarlos al cine. ¿Sabes por qué? Porque el cine te rompe el corazón. El cine es una industria hecha por dos equipos: el equipo del arte y el equipo del dinero. Y como lo que suele regir al cine es el criterio empresarial, yo no quiero que algún productor me rompa el corazón traicionando el espíritu de mi obra, o cambiando los finales o echando a perder a los personajes.

–¿Y tu director preferido?

–Cronenberg. Crash es una película extraordinaria. Dead Ringers es una película extraordinaria. Naked Lunch es una película extraordinaria. Cronenberg no sólo es un gran cineasta, es un gran lector. Es un artista que afronta riesgos, que no se deja intimidar por Hollywood o por la industria. Definitivamente, Cronenberg es un director sensacional.

–¿Y tus influencias literarias?

–Beckett, sin lugar a dudas. Pero en tu vida nunca hay un escritor, hay escritores, como no hay un libro sino muchos libros. Y eso es lo que hace crecer a los artistas.

Austin Clarke y la isla desierta

Canadá es para Austin Clarke un exilio y una isla desierta. Exilio de la movilidad. Isla desierta para poblar bares y avenidas con sus relatos y criaturas. The Austin Clarke Reader es la antología más reconocida de este escritor negro, amigo de Malcolm X y peregrino entre Barbados y Toronto, que aún sigue buscando las coordenadas de su océano personal.

–Cuando comencé a escribir el mundo padecía el síndrome de la confrontación. La gente iba y venía de distintas partes del mundo, las ciudades se sentían confundidas por esa enorme diversidad de gente, de lenguas y culturas, y tal vez la civilización aún no estaba preparada para convivir (o confrontarse) con la multitud de expresiones humanas que componían al mundo. Yo salí de una pequeña isla y llegué a Canadá (que era una colonia inglesa) interesado por su tranquilidad, por su cultura, que apenas ha cambiado, ya que el cosmopolitismo en Canadá es un fenómeno reciente. En aquel entonces me era fundamental convivir con los diversos valores que conforman a las sociedades. La idea de escribir fuera de mi patria me seducía sobremanera, pero no por la visión del inmigrante, sino por la del extranjero que al comprender otra cultura, se comprende cabalmente a sí mismo.

–Como escritor, la confrontación de valores y culturas en una metrópoli es un tema muy interesante. ¿Esta es la perspectiva recurrente de tu obra?

–No del todo. Actualmente, mi preocupación fundamental consiste en desmenuzar el concepto de la civilización, a partir de la idea de la isla personal: la imagen literaria de la isla consiste en ese trozo de tierra cercado por el agua, un océano que, a su vez, lleva en sus oleajes toda una miríada de códigos culturales. Del más alto aprendizaje a las contradicciones o paradojas del conocimiento humano, el agua es un límite pero también significa movilidad. El agua que rodea a la isla es el elemento que mueve al mundo sobre el que flota ese pedazo de tierra. Entonces, mis personajes son como una isla, ellos son el concepto de la insularidad.

–De acuerdo con esa idea, ¿cómo es la relación de los lectores con tu obra?

–Cuando era joven, creía que mi obra debía tener una función. Que mis libros iban a solucionar los problemas de la gente o, al menos, que debían contener las respuestas que ellos necesitaban para aligerar sus vidas. Ese punto de vista fue germinando por mi contacto con los afroamericanos de la década de los sesenta, hombres y mujeres comprometidos con la política, activistas de un movimiento social de suma importancia en aquella época. Ellos conformaban un espectro sociocultural extraordinario donde confluían los intelectuales, los artistas, los músicos: el jazz y Malcolm X eran los extremos de ese mundo que comenzaba a despertar.

En los sesenta, el arte y la cultura negra eran considerados el subterfugio de la justicia y la liberación. Pintores, músicos, escritores, codificaban sus creaciones con un discurso reivindicativo de la raza negra, y aunque lo cierto es que mi obra tuvo ciertas resonancias políticas, actualmente me he despojado de esa actitud egocéntrica que me hacía crear personajes prototípicos de la injusticia y el racismo. Ya no escribo en aras de “nuestra salvación”, porque la verdad es que la literatura no siempre consigue impactar la vida de alguien. Claro, la idea de que existen libros poderosos, lenitivos, es muy razonable. Callaghan mencionó a Beckett, D.D. Moses a Shakespeare, y yo te podría hablar de Joyce. Por eso existen los clásicos. Sus obras, definitivamente, cambiaron algo en el mundo y en el hombre. Sin embargo, esa ya no es mi preocupación. Ahora no sé hasta dónde puede penetrar mi obra en la conciencia o el pensamiento de los hombres y, para ser honestos, tampoco me interesa.

–Háblame de Malcolm X.

–Te voy a contar cómo conocí a Malcolm X. Yo era free lance de la cadena radiofónica de la cbc en Canadá. Me encantaba ese trabajo porque producía programas con música de Coltrane o Miles Davis, hacía programas especiales de blues y jazz, hasta que un día se me ocurrió viajar a Estados Unidos para entrevistar a James Baldwin. Entonces convencí a los de la cbc para que me enviaran a Nueva York, cosa que no fue nada fácil, y estando allá consideré que no estaría mal entrevistar a Malcolm X. Un día fui a Harlem, seducido por un restaurante famoso por sus platillos de carne de cerdo (debo confesarte que soy fanático de la carne de cerdo), a comer unas chuletas. Ahí encontré a unos amigos que me proporcionaron un número telefónico del Bronx para contactarlo. Llamé ese mismo día. El teléfono sonaba y sonaba, y al cuarto timbrazo, una voz solemne me contestó y yo únicamente le expresé mis propósitos de entrevistar a Mr. X.

La voz me dijo que llamara la noche siguiente. Así lo hice pero me contestó la misma voz. “¿Para qué quiere contactar a Malcolm X?” Preguntó la voz, suave pero inquisitiva. Y yo le respondí que venía de Canadá, que trabajaba para la cbc, y que mi única finalidad era periodística, que no tenía la menor intención de molestarlo ni de involucrarme en sus actividades. Entonces la voz dijo: “o.k. Habla Malcolm X.” ¡Y era la misma voz con la que había hablado el día anterior! En verdad que su sentido de la seguridad era muy peculiar, te lo digo porque debido a mi acento –que no era ese sonsonete de barrio con el que los afroamericanos se identifican–, seguramente creyó que yo era blanco, y me citó en Harlem, por si las dudas…

El día de la entrevista llegué antes de la hora acordada, porque Mr. X reiteró que sólo podía otorgarme quince minutos de su tiempo. El técnico y yo arribamos al edificio y le pedí a la recepcionista que me anunciara. Ella hizo una llamada por teléfono, pero me dijo que Malcolm X no se encontraba. Pasó una hora, luego otra, hasta que los guardaespaldas nos abordaron, porque les parecía que nuestra persistencia era muy “extraña”. Entonces debí explicarles lo de la noche anterior, que venía de Canadá y toda la historia; afortunadamente, antes que otra cosa ocurriera alguien contactó milagrosamente al señor X, ¡que había olvidado la entrevista! ¿Puedes creerlo? Sin embargo subsanó el error: habló conmigo diecisiete minutos. Y sus ideas, su visión del movimiento, eran verdaderamente asombrosas.

La precaución de Malcolm X no era muy ortodoxa que digamos. Una vez fue a Canadá y tuve el placer de recibirlo en casa. Aquella tarde fue la más intensa de nuestra relación, porque por vez primera conocí al hombre dentro de ese espíritu poderoso, al individuo bajo la piel del político brillante. Hablamos de Coltrane, de la vida, de la muerte, de la amistad y de la responsabilidad, hasta de nuestras afinidades intelectuales. Ese día Malcolm X hizo una llamada telefónica desde mi casa y, como era considerado un sujeto peligroso por el gobierno (el fbi seguía muy de cerca todos su movimientos), la llamada quedó registrada en los archivos policiales: ni número telefónico está históricamente fichado por el FBI.

De cualquier modo, Malcolm X era un hombre singular. Un estadista por naturaleza, cuya obra es imborrable en la historia de Norteamérica. Y debo decirte que aún conservo la silla en que se sentó: es el asiento sagrado de mi hogar, el sitio que sólo puede ocupar la very important people.

–¿Y qué opinas de la película que sobre Malcolm X rodó Spike Lee?

–Antes te diré que yo no tengo ninguna relación con el cine. No me gustan, no me interesan las películas. Primero, porque después de ver una obra de teatro o una película, siento que eso que acabo de presenciar también puedo descubrirlo en un libro. Y después, por una cuestión de celos o de enojo: cuando escribes un libro, lo primero que te preguntan es cuándo se va a llevar a la pantalla. Súbitamente comprendes el total desinterés de la gente por la lectura, por tu obra.

En el caso del filme de Spike Lee, digamos que me gustó y me disgustó a la vez. Me disgustó por el énfasis frívolo-dramático que Lee puso en el personaje de Malcolm, como una especie de mesías cuya única finalidad era controlar la actitud y el punto de vista de la gente, pero sin explorar la genuina transformación política, moral y religiosa del hombre consciente de la realidad. La película de Lee explota comercialmente los vicios y virtudes de la raza negra, pero se olvida del hombre real. No obstante, me gustó el tratamiento. Es una película bien hecha, con una excelente fotografía y nada más.

Ahora bien, lo que a mí me interesa es la literatura. No siento que el cine sea lo más adecuado para contar una historia. Porque en un libro tú puedes mostrar, puedes descubrir lo que es realmente la naturaleza humana. En una novela o en un cuento, y hasta en un poema, los personajes son paisajes existenciales, son islas que puedes recorrer de norte a sur, y en una película esto es más difícil. Pero no creas que soy tan radical. Hay filmes prodigiosos, como Casablanca, que aunque jamás lo he visto completo, te aseguro que puedo verla en partes hasta el fin de los tiempos. O El color púrpura que, no obstante sus defectos, es una buena historia. O tal vez, pensemos en las joyas del cine mundial como, mmm, como Debbie does Dallas.

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