Jornada Semanal, 24 de diciembre del 2000 

Fabio Morábito
el cuento de navidad
 
 

La caída del árbol
 
 

Para todo mundo es claro el simbolismo de un árbol de Navidad, pero ¿qué guardar en la memoria cuando se trata de un árbol caído que al derrumbarse arrastra consigo el sentimiento de alegría que, se supone, le es inherente? Para Antonio, el protagonista de esta historia, ese pino y las notas de un piano se convierten por azar en la tardía oportunidad de restañar no tanto los estropicios que marcaron su adolescencia, sino la imagen que guarda de sí mismo. Pausado y minucioso, Fabio Morábito nos entrega este relato con el que deseamos recuperar para nuestros lectores la antigua y amable costumbre del cuento de Navidad.




Oyó a la madre de Alfonso caminar en la habitación de arriba y recordó que ni él, ni Rubén ni Alejandro, a pesar de haber frecuentado esa casa durante tanto tiempo, habían subido alguna vez a la planta alta. Pensó que todavía podía huir. Aunque se había preparado mentalmente para saludar a una mujer entrada en años, nunca imaginó aquel estrago y se preguntó si ella, cuando le abrió, al verlo también a él tan cambiado, no habría sentido su misma zozobra. Tal vez si huyera en ese momento ella sería la primera en agradecérselo. Cuando le había dicho por teléfono, contestando a su invitación de dejarse ver una tarde de esas, que podría visitarla el martes siguiente, ya que tenía que ir a un laboratorio médico que se encontraba a dos cuadras de su casa, su tono cantarín había tenido una ligera caída, como si no hubiera esperado que la invitación fuera a ser tomada en serio.

Escuchó los pasos en el segundo piso y miró sobre el piano las galletas que había traído. En su prisa por subir a buscar las fotos de Alfonso, la madre de su viejo amigo las había recibido sin darle siquiera las gracias. Miró a continuación la puerta y supo que no tendría el valor de huir. Se quedaría media hora y después se disculparía pretextando un compromiso. La oyó bajar las escaleras y cuando, reapareciendo en la sala, le dijo que no había encontrado las fotos de Alfonso y su familia, él lo celebró para sus adentros, porque no tenía ninguna gana de pasar revista a la previsible galería de cumpleaños y fiestas infantiles de los hijos de su amigo.

–No te hubieras molestado –dijo ella a continuación, tomando el paquete de galletas del piano, que depositó sobre la mesita de centro–. ¿Te ofrezco un café?

Él declinó la invitación. Exonerada de esa tarea la madre de Alfonso se dejó caer pesadamente en el sillón y fue hasta ese momento que se miraron de verdad.

–¡Qué bárbaro, Antonio, no has cambiado nada! –dijo ella.

–Ojalá fuera cierto.

–Te lo digo en serio. En cambio yo, mírame, soy una anciana. Subo dos escalones y me falta el aire.

–La encuentro muy bien.

–¡Qué va! Cuando falleció mi esposo envejecí diez años.

Le contó más en detalle acerca de la enfermedad de su marido, que había mencionado someramente por teléfono, y después lo puso al tanto de la vida de cada uno de sus hijos, para concluir con un tono de queja:

–Sólo veo con regularidad a Ignacio. Pasa un momento todas las noches a ver qué se me ofrece. Le queda de paso del hospital.

Él recordaba vagamente a Ignacio, el mayor de los cinco hermanos, tieso e incapaz de sonreír, y no le sorprendió que fuera médico.

–¿De veras no quieres café?

–Bueno, si no es molestia –y al ver el esfuerzo que ella hizo para levantarse, se arrepintió y le preguntó si no quería que la ayudara, pero la madre de su amigo dijo que no hacía falta y sólo tardaría unos minutos. Se quedó solo y sus ojos fueron atraídos por el pino de Navidad que se encontraba todavía sin adornar en la esquina del comedor. En el suelo había varias cajitas de cartón que debían de contener las esferas de colores y recordó la tarde que con una de sus torpezas acostumbradas había derribado el gran árbol cargado de luces y adornos situado en ese mismo rincón. La mitad de las esferas de vidrio se habían roto. Unos meses antes, mientras jugaban volibol en el club, había caído aparatosamente sobre Alfonso, rompiéndole el brazo. Y una o dos semanas después de ese accidente, con Alfonso todavía enyesado, tuvo un enfrentamiento con su padre a causa de la guitarra eléctrica que Rómulo, uno de los hermanos de Alfonso, le había prestado. El señor arrastró a sus dos hijos a su casa, un domingo por la tarde, para exigirle la devolución de la guitarra, que él no tenía en ese momento. Prometió devolverla sin falta al día siguiente, y así lo hizo, pero a partir de entonces, cuando iba a casa de Alfonso, el padre de su amigo y él evitaban mirarse. Y a los dos meses ocurrió lo del árbol. La caída fue aparatosa. El señor estaba arriba y al oír el estruendo bajó por las escaleras, pero se detuvo cuando comprendió que él había sido otra vez el culpable y volvió a subir sin pronunciar palabra. Se ofreció a pagar los daños, pero Alfonso no quiso. Todavía ahora, pensando en la serie de calamidades que había causado en esa casa, sintió un reflujo de vergüenza y se preguntó si no había venido por una oscura necesidad de recomponer la imagen estropeada que el padre de su amigo se había llevado de él al otro mundo.

Ella salió de la cocina cargando una bandeja con dos tazas de café.

–¿No has abierto todavía las galletas? –preguntó.

–No. Estaba recordando la vez que tiré el árbol de Navidad.

–¿Tú lo tiraste? ¿No fue Alejandro?

–No, fui yo –dijo decepcionado de que ella no se acordara bien–. Rompí todas las esferas y las luces de colores.

–¿Me dijiste con azúcar o sin?

–Sin –se adelantó para tomar la taza de café. Su esposo debió de odiarme. Ya antes le había roto el brazo a Alfonso.

–¿Tú? –exclamó ella.

–Fue en el club, jugando volibol. Estuvo un mes y medio con el yeso.

–Dios mío, qué memoria tengo. ¿Sabes que no me acuerdo? Será porque Alfonso siempre se rompía algo. A cada rato había que enyesarlo.

Iba a recordarle el incidente de la guitarra, pero pensó que tampoco se acordaría. Guardaron silencio, lo que ocasionó una pausa incómoda, y él, reparando en la quietud de la calle, dijo:

–¡Cómo es tranquilo aquí!

–Demasiado tranquilo. Ojalá hubiera un poco más de movimiento.

Miró el piano en la pared de la izquierda y, sin mucha esperanza, le preguntó si sabía tocarlo.

–Lo he retomado últimamente para hacerme compañía –contestó ella–. ¿Quieres oír algo?

–Me encantaría –dijo él, y estuvo a punto de ayudarla cuando la vio levantarse fatigosamente del sillón para dirigirse al piano, pero no lo hizo por miedo a ofenderla. Supuso que escucharía alguna de esas melodías populares acondicionadas para piano y órgano, así que se sorprendió cuando ella, después de abrir la tapa y quitar el fieltro que cubría las teclas, le preguntó si conocía el Ave María de Gounod. Contestó que sí, y después de escuchar en suspenso los primeros acordes, lo alivió ver que ella tocaba no sólo con gran corrección, sino con soltura. Sólo la vio tropezar cuando tuvo que dar vuelta a la hoja de la partitura y se paró para ayudarla en esa operación. Junto a ella se dedicó a observarla y miró sus manos regordetas que se movían sobre el teclado mientras la parte superior del cuerpo se mecía levemente y, cuando la pieza terminó, le dijo: "Toca usted muy bien", sinceramente sorprendido de su habilidad.

–He perdido mucha práctica.

–Alfonso nunca me dijo que tocaba el piano.

–Porque nunca me vio tocar. Lo dejé cuando nació Ignacio. Al principio me costó, luego lo olvidé. Cinco hijos son mucho.

–Toque algo más –dijo él.

–Tú también tocas, Antonio, me acuerdo muy bien –se paró para hurgar entre los papeles apilados sobre el piano, y dijo:

–Tengo algo para cuatro manos.

Sacó una partitura color sepia, la colocó en el atril y le dijo que se sentara a su lado. Él titubeó un momento, pero obedeció. Era una pieza breve de Fauré, titulada Le Jardin de Dolly.

–¿La conoces? –preguntó ella.

–No.

Durante unos quince minutos estuvieron tanteando la partitura para familiarizarse. Volvieron al principio para tocarla a cuatro manos, pero arrancaron mal, con ritmos distintos, y tuvieron que empezar de nuevo. Luego, a medida que avanzaban, su acoplamiento mejoró y pudieron reconstruir la pieza de principio a fin.

–Tocas con mucha sensibilidad, Antonio –dijo ella sin despegar los ojos de la partitura.

–Sólo la seguí a usted.

–Hay que tocarla de corrido, ¿te parece?

–Sí –y se dio cuenta de que ella tenía los ojos húmedos. Sintió el contacto de su brazo. Ella dio de nuevo la señal y recomenzaron. Ahora el acoplamiento era más seguro y él, que llevaba un año sin tocar el piano, se sintió transportado por esa canción ágil y espumosa cuya melodía parecía querer alejarse de un punto opaco y suave, de una especie de cojera o advertencia que asomaba regularmente en la parte baja del teclado y lastraba la alegría de las notas altas. Y aunque aquel lastre era el punto de apoyo para que la parte más efusiva no se extraviara, su presencia no dejaba de ser angustiosa, parecida a la de un tubérculo que apenas sobresale de la tierra. Pensó que la vida de esa mujer había sido así, un ansia de volar que las notas bajas y realistas de su esposo había amortiguado hasta apagar por completo. Sintió que también algo de su propia vida oscilante, siempre en fuga pero nunca verdaderamente aventurera, se reflejaba en esa música y que la necesidad que tenía de regresar periódicamente a recoger los restos de lo que había dejado en el camino, como ahora, que se encontraba absurdamente en la casa de su amigo de la adolescencia, le había impedido volar de verdad y desplegar a plenitud sus atributos, sujetándolo siempre a la misma herida. Tardó unos instante en darse cuenta de que la otra mitad del piano había enmudecido. Vio que ella lloraba y dejó de tocar. La madre de su amigo se había cubierto el rostro con una mano, luchando por contener las lágrimas, mientras tenía la otra apoyada en las teclas. Se quedó mirándola sin saber qué hacer. Por fin puso su mano sobre la de ella, provocando un acorde destemplado del piano. Ella la retiró y dijo: "El café ha de estar frío, voy a recalentarlo", y se levantó, recogió las dos tazas y desapareció en la cocina, dejándolo otra vez solo. Se puso de pie y regresó al sofá, prestando oído, pero no escuchó ningún llanto. Abrió el paquete de galletas que estaba sobre la mesita, miró la puerta y se preguntó si tendría el valor de irse en ese momento. Imaginó las palabras que Alfonso le diría a Rubén y a Alejandro: "Tocaron juntos una pieza al piano, luego mi madre se metió a la cocina y cuando volvió a la sala, Antonio ya se había ido", a lo que Alejandro y Rubén replicarían: "Siempre ha sido un poco loco." No pudo imaginar ninguna otra frase y concluyó que probablemente no tendrían más que decir y hablarían de otra cosa. O tal vez ella, con su mala memoria, ni siquiera se acordaría de contarle a Alfonso que él había venido a verla, y esa posibilidad lo paralizó por un momento. ¿Sería en verdad capaz de olvidar su visita? Porque desde luego había ido para que sus tres viejos amigos lo supieran, no para tomar café y galletas con una anciana. La tentación de fugarse se hizo irresistible, porque de repente no le importó que Alfonso, Rubén y Alejandro se enteraran de que había venido. De vuelta en esa casa que había cambiado tan poco y entre esos muebles que recordaba perfectamente, saboreó de nuevo el clima de mediocridad que había rodeado su amistad con ellos. En el fondo nunca lo habían tomado en serio. Eran demasiado normales para identificarse con sus intereses y él, por su parte, había continuado frecuentándolos –aunque cada vez menos–, porque lo atraía esa normalidad, ese acomodarse sin demasiadas exigencias a lo que la vida podía ofrecer, y por eso, porque representaban en cierta manera todo lo que él no quería ser, no podía dejar de verlos.

Ella regresó con el café recalentado y él notó que su rostro conservaba una huella del llanto.

–Me tomó el café y me voy –dijo–, usted tendrá cosas que hacer.

–¿Yo, cosas que hacer? ¡Ojalá!

–Dentro de poco va a venir su hijo.

–¿Ignacio? Nunca llega antes de las ocho, y además le dará gusto verte.

–Seguramente ni se acuerda de mí.

–Claro que se acuerda.

Pensó que si quería estar seguro de que Alfonso se enterara de que había venido, tendría que quedarse hasta que llegara Ignacio. En el fondo había ido a casa para mostrarles a sus viejos amigos, de quienes se había servido como una imagen invertida de sus aspiraciones, que los había querido más que a tantos otros con quienes posteriormente tuvo una verdadera afinidad. Miró su reloj y vio que faltaban casi dos horas para las ocho. Se hizo otro silencio y de nuevo su mirada fue atraída por el pino del comedor, bajo el cual estaban las cajitas que contenían las esferas de colores.

–¿Cuándo va a decorar el árbol? –preguntó.

Ella no entendió la pregunta y volvió la cara hacia el comedor, miró el pino y comprendió.

–Ya debería haberlo hecho, pero me da flojera. Todos los días lo pospongo.

–¿No quiere que le ayude?

–¿A decorar el árbol?

–Sí –calculó que aquella operación los ocuparía más de una hora, pero al ver la expresión dubitativa de la madre de su amigo comprendió que la idea no había sido de su agrado y se apresuró a decir–: Discúlpeme, fue sólo una ocurrencia.

–No hay nada malo en que me ayudes –dijo ella.

–Tal vez prefiere que lo hagan sus nietos.

–Siempre lo hago sola, nadie me ayuda. Si me echas una mano te lo agradezco.

–Tómelo como una forma de remediar lo que hice aquella vez, cuando tiré el árbol –dijo, y ella lo miró como si se estuviera preguntando si algo más que un simple acto de gentileza había traído a su casa al viejo amigo de su hijo.

–Es tu oportunidad, entonces –dijo–, pero primero termina tu café.

Él dijo que prefería dejarlo enfriar un poco, se levantó y se acercó al árbol. Ella también se levantó y comenzó a explicarle algo en relación con las luces intermitentes, después de lo cual se arrodilló en el suelo y empezó a sacar las esferas de las cajitas.

–Tendré que comprar la nieve en aerosol –dijo–. Se me terminó el año pasado.

–La nieve es lo mejor –dijo él arrodillándose a su lado–, le da el toque decisivo.

Empezaron a engarzar las esferas en los ganchitos y luego a colgarlas. Pero se dieron cuenta de que primero había que enrollar la línea de luces y tuvieron que quitar las esferas que ya estaban puestas.

–Siempre se me olvida –dijo ella–. Primero las luces y luego el resto.

Cuando las pusieron, vieron que no todas las luces funcionaban. La mitad del tramo no se encendía. Probaron varias veces, cambiaron algunos foquitos de lugar y él dijo que era un problema del cable y le preguntó dónde había una ferretería cerca.

–Hay una a dos cuadras, pero no tiene caso que te molestes.

–Regreso en cinco minutos. Mientras tanto puede terminar de poner los ganchos a las esferas.

Ella le explicó dónde estaba la ferretería y cuando él encontró el negocio, al ver que vendían cajas de luces de Navidad, cambió de idea y en lugar de pedir que le arreglaran el cable compró dos cajas de cincuenta foquitos cada una. También compró una caja de esferas doradas y dos latas de nieve en aerosol. En el último momento incluyó dos tiras de guirnaldas plateadas y una caja de esferas de un azul intenso. Cuando regresó ella había preparado café fresco, porque el recalentado se había vuelto a enfriar y al ver todo lo que él había traído de la ferretería, se molestó:

–Me dijiste que sólo ibas a arreglar el cable.

–Ya le dije que es una oportunidad para pagar una vieja deuda y que no voy a desperdiciarla.

–Bueno, pero primero tómate el café y unas galletas.

Fue por su taza de café y juntos empezaron a colocar las dos líneas de foquitos alrededor del árbol, comenzando por abajo y, cuando las prendieron, el resultado les pareció estupendo.

–Les va a encantar a mis nenes –exclamó ella de pie, arrobada por el efecto contrastante de las cien luces–. Tengo cinco nietos, el mayor tiene once años y la más chiquita dos y medio.

–No hay como los niños para alegrar una Navidad -dijo él.

–Ni siquiera te he preguntado si tienes hijos, Antonio.

–Uno, de once años.

–Qué bueno, pero deberías tener otro, uno solo no es bueno.

–Sí –dijo él evasivamente y se acercó al árbol para separar dos esferas que estaban muy juntas. Ella se dio cuenta de haber tocado un punto sensible y quiso corregirse:

–Estoy chapada a la antigua y creo que todos deberían tener muchos hijos. Sé muy bien que ustedes los jóvenes sólo quieren unos pocos, y hacen bien.

Él se quedó en silencio, como si no hubiera prestado atención a sus palabras y alguien que no los conociera habría podido concluir que su presencia en esa casa era algo rutinario y que ella, pese a ser la dueña, guardaba a su lado una posición subordinada, ya que era evidente que él dirigía el arreglo del árbol, como si el hecho de haber comprado varias cosas en la ferretería le diera el derecho de componer ese arreglo a su gusto. Quizá advirtiendo eso, ella dejó en el suelo las dos esferas que traía en la mano, fue por su taza de café y tomó un sorbo en medio del silencio que se había instalado en la habitación, tal vez arrepentida de haber sido permisiva hasta el punto de dejar que el amigo de su hijo metiera la mano en su árbol de Navidad.

–Probablemente nos separemos –dijo él de repente, sin mirarla, retocando la posición de unas de las esferas–, de hecho ya está decidido –y se echó hacía atrás para mirar el árbol, mientras ella, que había acercado a la boca su taza de café, se quedó con el gesto a medias, bajó la taza y dijo:

–No va a ser una Navidad feliz.

–No, ni siquiera vamos a poner el árbol.

–Deberían ponerlo, por tu hijo –y dio un paso adelante para colocarse al lado de él, y los dos se quedaron estáticos mirando las cien luces que relumbraban. Luego ella se arrodilló, dejó su taza en el piso y abrió las dos cajas de esferas que él había traído de la ferretería y empezó a ponerle a cada esfera su gancho, como había hecho con las anteriores, mientras él colocaba las otras esferas sobre las ramas, comenzando por las de abajo.

–Se te va a enfriar otra vez el café –dijo ella sin mirarlo, y él fue a recoger su taza, tomó un sorbo, se arrodilló a su lado y dijo:

–Las más grandes tienen que ir abajo y las más pequeñas arriba, para que se vea mejor.

–Va a quedar precioso –dijo ella, viendo cómo él se afanaba en torno al árbol. Lo miró con expresión titubeante, como si se estuviera preguntando cómo era posible que ese viejo amigo de su hijo, al que no veía desde hacía veinte años y con quien antes de esa tarde sólo había cruzado unas pocas frases convencionales, estuviera ahora arrodillado en el suelo de su casa, ayudándola a poner el árbol de Navidad. Salió de su momentáneo aturdimiento y empezó a colgar las esferas más pequeñas en la parte superior del pino, que era la parte más fácil, y durante media hora, absortos los dos en su tarea, casi no hablaron. Sólo de vez en cuando se alejaban del árbol para echar una mirada y corregir la posición de algún adorno. Afuera había oscurecido y ella prendió una lámpara de pie que alumbró la sala con una luz sosegada. Terminaron de colocar todas las esferas de colores y cuando sólo faltaba rociar la nieve, él le cedió ese honor, pero ella se rehusó y después de un breve forcejeo le puso en la mano el otro aerosol para que la rociaran juntos. Se sorprendieron de la camaradería casi física que en pocas horas se había insinuado entre ellos y por unos instantes se miraron con un recato trémulo, con una especie de desorientación que, sin ser un gesto de sensualidad, era tal vez la cosa más próxima al deseo que ella había experimentado en mucho tiempo, y con un tono de fingida preocupación para disimular su rubor, dijo:

–¡Que va a decir Ignacio cuando entre y vea este tiradero!

–Déjeme ordenar –dijo él, agachándose a recoger la bolsa de plástico de la ferretería, pero ella lo detuvo con un gesto perentorio:

–¡No, déjalo así! ¡Un poco de desorden no hace daño!

Él soltó la bolsa y la miró.

–Siempre está todo en su lugar –dijo ella con suavidad, consciente de haber alzado la voz–, y no sé para qué, ya que nunca viene nadie.

Oyó el ruido de un coche que estacionaba afuera, miró su reloj y vio que faltaban pocos minutos para las ocho.

–No es Ignacio –dijo ella al ver su gesto–, él estaciona su coche en la esquina y se viene caminando.

–Se nos hizo tarde, es mejor que me vaya.

–Falta poner la nieve –dijo ella, y había en su voz una nota suplicante que lo hizo sentirse incómodo. De repente tuvo ganas de irse. No quería ver a Ignacio y le daba igual que Alfonso, Rubén y Alejandro se enteraran de que había venido. Dejó el aerosol sobre la mesita de centro y tomó su chamarra que estaba en el sofá.

–¿Ya te vas? –preguntó ella sin poder disimular la decepción que le causó su gesto.

–Sí, es tarde, tengo que irme.

Procuró no mirarla mientras se ponía la chamarra y por eso miró el árbol, y se sorprendió de lo bien que había quedado. Le pareció el mejor árbol de Navidad de su vida. No había un solo adorno de sobra y desprendía una alegría serena e imperturbable. Le habría gustado sentarse en el suelo y mirarlo durante horas, como se mira un fuego, hasta quedarse dormido.

–Creo que es mejor no poner la nieve –dijo–. Así como está, no le falta nada.

Ella miró el árbol, sosteniendo su aerosol en la mano y a él le pareció un poco patética en esa postura.

–¿Le va a decir a Alfonso que vine? –preguntó, y la madre de su amigo se volvió a mirarlo:

–Claro. ¿Por qué, no quieres?

Él miro de nuevo el árbol.

–No sé si tiene caso –dijo.

–¿Por qué?

Le era más fácil hablar observando el árbol, así que no se volvió a mirarla:

–Es muy difícil que nos veamos de nuevo, ahora que él ya no vive en el df.

–¡Pero le va a dar gusto tener noticias tuyas, Antonio!

–Estoy contento de haber pagado esa vieja deuda.

–¿La del árbol?

–Sí, a lo mejor sólo vine a eso. Mírelo. ¿No se ve estupendo?

–Sí, está precioso –admitió ella.

–Nunca me había salido uno tan bien. No hay una sola esfera mal colocada. Creo que todo lo que podría decirle a Alfonso, está dicho mejor con ese árbol. ¿Qué caso tiene que le diga que estuve aquí? Será un secreto entre usted y yo. No vaya a pensar que estoy loco –añadió al ver que ella lo miraba fijamente.

–No –dijo ella. Oyeron unos pasos afuera y un instante después sonó el timbre. Se miraron y ella tuvo un ligero ademán de pánico:

–Es Ignacio –murmuró.

–¿No va a abrirle? –pregunto él.

–Él trae las llaves –y en ese momento oyeron girar la llave en la cerradura. La puerta se abrió y un hombre alto, de traje, de unos cuarenta y cinco años, al verlo a él interrumpió el gesto de abrir la puerta y se quedó con la mano sobre el picaporte. Tenía, en efecto, cara de médico.

–Hola, hijo –dijo ella con voz insegura.

–Hola –respondió Ignacio sin moverse, registrando de una sola mirada el desorden de la habitación.

–Ven, te presento a Gonzalo, el hijo de la señora Llano, una vieja amiga mía de la Portales. ¿Te acuerdas de la señora Llano?

El otro no contestó, entró y cerró la puerta con expresión indecisa, como si intentara recordar a la amiga de su madre.

–Me trajo unas galletas de parte de su mamá, que está enferma –dijo ella con la voz aflautada por los nervios–, y me ayudó a poner el árbol. Mira, sólo falta echar la nieve.

Ignacio se acercó, besó a su madre y le dio la mano a él.

–Mucho gusto, Gonzalo.

–Mucho gusto.

–¿Qué tiene tu mamá? –preguntó.

–Es sólo una gripa –dijo él.

–Todos estamos agripados, es la época.

–¿No quieres un café, hijo?

–Si sabes que no tomo café –contestó Ignacio.

–Un té, entonces. Gonzalo trajo unas galletas sabrosísimas –fue a recoger las galletas de la mesita y se las ofreció a su hijo.

–Sabes que no tomo nada entre comidas -dijo Ignacio con un suave gesto de rechazo, y preguntó–: ¿Cómo te sentiste hoy, ma?

–Muy bien.

–Te ves cansada, y tienes los ojos hinchados como si hubieras llorado.

–¿Llorado? No, hijo, ¿por qué?

Hubo un breve silencio durante el cual el hijo miró a su madre y él, mirando a Ignacio, reconoció la fisonomía casi olvidada del padre de Alfonso y en parte la del propio Alfonso.

–Vamos a medirte la presión, no me gusta el aspecto que tienes.

–Pero hijo…

–Con permiso, Gonzalo –Ignacio se dio la vuelta, se dirigió a las escaleras y empezó a subirlas.

–Es propio –dijo él.

–¡Hijo! –ella fue atrás de su hijo con la bandeja de galletas y no añadió nada más, porque el esfuerzo al subir las escaleras le quitó el aire. Cuando desapareció de su vista él oyó los pasos de los dos en el piso superior. Se acercó a las escaleras y le pareció que él la regañaba. Escuchó las palabras "piano" y "papá". De pronto dejaron de discutir y se oyeron unos sollozos. Entonces regreso rápidamente junto al árbol. Oyó los pasos de él que bajaban y tuvo miedo de que ella le hubiera revelado su identidad, pero el otro le dijo.

–Lo siento, Gonzalo, mi madre no se siente muy bien.

–¿Pasó algo? –preguntó.

–Es la presión alta. Ahora está acostada, le dije que tiene que descansar.

–Comprendo, de todos modos ya me iba.

–Cuando toca el piano siempre le pasa lo mismo. Creo que voy a prohibírselo. Le recuerda mucho a mi padre.

–Creía que tocaba todos los días.

–No, sólo muy de vez en cuando. Ahora tocó porque viniste tú.

–Lo siento –dijo él.

–Te acompaño afuera.

Llegaron a la puerta, la abrieron y cruzaron los escasos metros hasta la reja.

–Se me olvidó algo –dijo Ignacio, y se metió otra vez a la casa. Cuando reapareció traía los dos aerosoles de nieve–: Dice mi madre que te los lleves para tu árbol, porque quiere que éste se quede como está.

–Gracias –dijo él.

–Saludos a tu mamá, y que se alivie.

Se dieron la mano y cuando él había caminado unos pasos sobre la acera oyó que el otro cerraba la puerta. Se detuvo porque una sombra o una presencia entrevista lo hizo regresar. Levantó los ojos hacia la ventana iluminada del primer piso y vio a la madre de su amigo, casi oculta por la cortina, que lo saludaba con la mano, y contestó a su saludo parado junto a la reja, mostrándole con la otra mano los dos aerosoles para que entendiera que él también pondría su árbol de Navidad, pasara lo que pasara.

* De La vida ordenada.