Jornada Semanal, 17 de diciembre del 2000 

Marco Antonio Campos
 
 

Historias del Danubio
 
 
 
 

La literatura francesa de los siglos antepasado y pasado creó la novela-río (recordamos con emoción a Jules Romains, a Martin du Gard, a Duhamel) y con ella dio el testimonio de momentos fundamentales de la historia de una Europa hundida en guerras, posguerras y entreguerras. El maestro Campos, en este fluido ensayo, analiza aspectos novedosos de un libro que recoge una fluviografía notable, El Danubio de Claudio Magris. Se trata de un ensayo con dos personajes: el río que tiene sus fuentes en los montes alemanes y va a morir a las puertas de hierro del Mar Negro rumano, y Claudio Magris, triestino que gusta del vino gris, admira el orondo edificio del Tergesteo y sigue los pasos de Svevo y de Saba. Nuestros lectores encontrarán en este texto nuevos rostros de un río que nunca es el mismo río.





El río y las historias

Es el libro sobre un río que se lee como un río: es el río de la historia que cuenta en un libro las historias. No sólo eso: de una historia puede salir otra y otra y así e innumerablemente. Historias que se abren a historias y a microhistorias. Imágenes visuales o auditivas que pueden salir de una placa o del altar de una catedral o de una tumba o de la mesa de un café o de un grupo de fotografías en museos de sitio. Hay que leer, sugiere Claudio Magris, pero también hay que saber oír, y en este caso, saber oír las voces del Danubio. Esas voces femeninas como las que oye deleitoso el protagonista de un libro de Magris cuyo título es ése: Las voces. Río es femenino en alemán. Los que tienen al alemán como lengua fuente oyen los ríos como voces de una mujer. Die Donau. Ese Danubio que Magris recorre emblemáticamente a través de ciudades del sur alemán, del norte austriaco, de Eslovaquia, de Hungría, de la antigua Yugoslavia, de Rumania. Un río parlero que va acaso desde el manantial de Donaueschingen, en el suroeste alemán, hasta Sulina, donde desemboca en el Mar Negro. Un libro que es una alta culminación de una obra que tuvo su germen temático en un libro de asombrosa precocidad: El mito habsbúrguico en la literatura austriaca moderna.

De las historias que cuenta el libro-río o el río-libro quisiera recobrar algunas de la tradición alemana y austriaca que me impresionaron o me conmovieron en especial.

Dos ríos y dos historias

En un capítulo admirablemente sintético, Magris ilustra, a partir de dos ríos máximos, el Rhin y el Danubio, las diferencias cardinales entre Alemania y el imperio de los Austria. Uno es el río alemán total, y otro, el río que simboliza lo plural y lo supranacional. El Rhin que significa y es "Sigfrid, la virtud y la pureza germánica, la fidelidad nibelunga, el heroísmo caballeresco y el impávido amor del hado del alma alemana", y el otro que es "la Panonia, el reino de Atila, la marea oriental y asiática que al final de la Canción de los Nibelungos trastoca el valor germánico", un río múltiple que atraviesa Viena, Bratislava, Budapest, Belgrado y la Dacia. Si bien la oposición entre ambos ríos –entre ambas civilizaciones– no es tan estricta por la relación recíproca de influencias de las culturas, uno, de alguna manera, representa la unicidad del alma germánica, y el otro la diversidad alemana-magiar-eslava-romanza-hebraica.
 
 

El otro mar, la otra historia

No está de más decir que el Danubio cruza países que no tienen mar o apenas una franja. No está de más decir que Magris, como triestino, es, en una doble dirección, un escritor de frontera: alguien que de una manera natural recibe a diario en el ambiente, lo perciba o no, ecos y resonancias, brillos y reflejos, oscuridades y sombras, no sólo de lo regional sino de lo eslavo, lo austriaco, lo italiano, lo hebraico y aun lo griego.

Trieste fue el único puerto de mar que tuvo el imperio habsbúrguico hasta 1918, cuando la ciudad pasó a formar parte de la república italiana. Creo creer que luego de Viena era la ciudad del imperio donde convergían más idiomas.

Magris parece vivir en una Trieste de dos realidades: una, antes de 1918, y la otra, la que vivió desde los años cuarenta, como niño consciente, hasta nuestros días. Eso, por un lado, lo hace un ciudadano habsbúrguico del imperio; por el otro, un italiano moderno del norte. Uno cuenta las cosas de un remoto o reciente ayer como si hubieran pasado hace unas horas; el otro es, en este momento, un profesor sesantenne de la Universidad de Trieste, colaborador asiduo del Corriere della Sera, viudo, con dos hijos y autor de libros fundamentales para la literatura occidental. Sería difícil decir cuál es más real.

Pese a que El otro mar es una novela que novela el Adriático y el Atlántico del profundo sur, me parece que Magris novela mejor un río, el Danubio, en algo que tal vez no se concibió como novela pero se lee como tal. Si el Danubio es su río, su mar es el Adriático, y más acaso, la franja de las costas dálmatas. En las páginas de Otro mar se siente con hondura cuando describe formas y colores o cuando desarrolla sensualmente los baños de mar de amigos y amigas, los viajes en barca, las visitas a las islas próximas...

En Danubio se combinan, de una vez y para siempre, las grandes virtudes del ensayista y del cronista, del narrador y del retratista, y si se me permite aun, del biógrafo memorioso. Cuando uno lee a Magris ocurre que, como en el caso de Borges, de Reyes, Eliot o de Steiner, uno se siente avasallado por el oleaje innumerable de las lecturas.

Historias con sus temas

En el libro hallamos historias terribles, o cruelmente irónicas, o sutilmente piadosas o de desesperada dignidad, o de piedad lancinante. De ellas, las que nos parecen más humanas y naturales a Magris, son no tanto las que dibujan los retratos de los poderosos del mundo, con sus grandezas y miserias, sino las que recobran las historias del infierno del Holocausto judío, las de los grandes escritores marginales, las de los pequeños y borrosos seres, y las de mujeres que acabaron siendo víctimas, en la cotidianidad áspera o por razones de Estado, de una mano masculina más enérgica y aun brutal.

Historias del infierno

De pronto, de las ciudades por donde pasa el río, salen páginas que recuerdan uno de los episodios más atroces del siglo XX. Pueden salir o de un convento en Windberg, o de un edificio burocrático en Viena o descendiendo la escalera de un antiguo Lager que figuradamente es el descenso a los infiernos.

Son páginas que se leen con angustia, con horror, con incomprensión. Magris, la malicia literaria de Magris, hace el contraste del negro y el blanco para que el negro sea más pavoroso. Todos los grandes poetas malditos o los visionarios del mal (Poe, Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Strindberg, Trakl, Céline, Bataille), sabían muy bien que las imágenes excrementicias y pestíferas, para serlo más intensamente, debían confrontarse o contrastarse con imágenes de gran limpidez, porque si se dibuja sólo la parte negativa y perniciosa del mundo el lector se cansa pronto. No se soporta el menoscabo y la destrucción por mucho tiempo.

Camus distinguía al principio de El hombre rebelde entre crímenes de pasión y crímenes de conciencia, o de otro modo, ideológicos. Tenía poco de terminada la segunda guerra mundial y se asistía con incredulidad y espanto a la revelación de la existencia de los Lager alemanes y los Gulags soviéticos. ¿Hasta dónde podía llegar la sevicia y la ferocidad del hombre respecto de sus semejantes?

Casi no hay de hecho un escritor o artista italiano que no sienta el peso, abrumador o no, del pasado fascista y que no se sienta incómodo al recordar la alianza con los nazis. Magris no es la excepción. En la recuperación de momentos de los criminales de guerra, algo que no deja de provocarle asombro es que esos hombres, que ordenaron torturar o matar a decenas de miles de hombres y mujeres, de ancianos y niños, quienes a veces aun intervenían en el martirio y en la lenta o rápida aniquilación, que convertían a sus víctimas en piltrafas, en cenizas, en nada, pudieran ser devotos creyentes, amigos de sus amigos, hombres amorosos con sus familias y de educación excelente. Magris contrasta irónicamente en una página, por ejemplo, cómo Eichmann, quien organizaba en sus pormenores fatídicos los trenes de la muerte, pasó en el convento de Windberg una semana de retiro en junio de 1934. "El tecnócrata de la masacre ama la meditación, el recogimiento interior, la paz de los bosques, aun quizá la plegaria." O hace un esbozo del periodo que Eichmann pasó en Viena, desde donde coordinaba su trabajo de puente o de instrumento mediador para enviar a los prisioneros a los campos de muerte, lapso que el metódico criminal de guerra recordaba como "el más feliz y rico de su vida".

O expone el caso de Josef Mengele, probablemente "el asesino más atroz de los Lager", quien en Auschwitz, "siempre sereno y sonriente, arrojaba niños a las llamas, arrancaba lactantes del seno de las madres y los aplastaba contra el piso, extraía fetos del vientre materno, experimentaba con parejas de mellizos –con singular pasión por los mellizos gitanos–, arrancaba ojos, que ensartaba en la pared de su cuarto y enviaba al profesor Otran von Verschuer (director del Instituto de Antropología en Berlín y profesor de la Universidad de Münster aun después de 1953), inyectaba virus y quemaba gentiles".

O se sorprende con Rudolf Hess, quien reguló las matanzas en Auschwitz, y quien, en su gélida y veraz autobiografía, describió objetiva e imparcialmente los hechos grandes y pequeños, de valentía y de abyección, de dignidad y de oprobio, de los moradores del más simbólico de los Lager, Mujeres y hombres, ancianos y niños como números o cosas en los cuadernos del frío verdugo. La muerte de centenares de miles como un comentario tangencial de sobremesa.

Historias marginales

Magris tiene siempre una sonrisa de simpatía por los artistas y escritores, incapaces no sólo de afrontar la vida de pie, sino ni siquiera verla de frente. Esos hombres, que sabiéndose débiles, aplazan la derrota refugiándose en un rincón sombrío rodeados de cosas frágiles y transitorias. Mínimamente sociales, parecen tener miedo del siguiente minuto y de la persona próxima. Son lo opuesto de los ciudadanos del mundo: son los que buscan un mínimo sitio para vivir o sobrevivir en la pasividad y quieren su tiempo para el sueño, el ensueño y la divagación. Son quienes en las reuniones o fiestas están en los sitios donde pueda vérseles menos, los que en los banquetes o cenas hablan poco por temor a decir algo inoportuno o indebido, los que en las salas del concierto y en los teatros son escasamente visibles hasta que uno topa con ellos. No es que la vida sea una serie de escenas y secuencias casi insípidas e incoloras, sino que así la ven ellos y así la describen, en ocasiones escribiendo páginas de gran literatura. En los libros de Antonio Tabucchi suelen llamarse estos raros Luigi Pirandello y Fernando Pessoa; en los de Magris, entre otros, toman los nombres de Franz Grillparzer, Adalbert Stifter, Peter Altenberg, Franz Kafka. Son nombres que aparecen ya muy citados desde su primer libro, El mito habsbúrguico en la literatura austriaca moderna, publicado en 1963, a sus lúcidos y asombrosos veinticuatro años.

Pero también se siente la simpatía de Magris por los hombres sin atributos, por esos hombres, casi siempre inermes e indefensos, que deben combatir con un mundo salvaje y desalmado, y que a veces se permiten extravagancias perdurables, como el ínfimo señor J. Kisselak, ayudante del registro de la corte en Viena hacia principios del siglo xix, caminante formidable, quien consiguió una cuota de inmortalidad escribiendo su nombre con pintura negra indeleble en los muros de roca de las riberas del Danubio por la zona de Loiben y de los viñedos de la Wachau.

Magris crea siempre una imagen afectuosa de esos pobres diablos, de los Juan Pérez del mundo, de los Berg o Schmidt alemanes y austriacos, los emblemáticos Hans Wurst, que se despiertan, desayunan, salen a trabajar, almuerzan su schnitzel y su strudel, beben su cerveza en un sórdido bar a la salida del trabajo, fornican ocasionalmente con una prostituta o con una amiga fea y matan los domingos yéndose solos a los jardines públicos y al cine a ver pasar la vida que los ve pasar. Son "vidas minúsculas", vidas al margen, vidas de antemano mal hechas o desechas, vidas que tan bien relató y retrató en su primer libro Pierre Michon.

Historias de mujeres

Magris crea en unos cuantos párrafos intensos personajes de mujeres, que detrás de un disfraz blindado, quisieron ser distintas, pero a fin de cuentas terminaron oprimidas por hombres superiores o suprimidas por razones de Estado. Víctimas propiciatorias que acabarían siendo anuladas u oscurecidas, que es una manera de desaparecerlas o disminuirlas en el mundo.

Es, por ejemplo, la conmovedora historia de una pobre muchacha, "Marianne Jung, de casada Willemer, la Suleika de Goethe", nacida en Linz, Austria, que fue comprada por el banquero y senador Willemer cuando tenía dieciséis años en 200 florines y una pensión anual para la familia, y con quien convivió catorce años. Marianne conoció entonces y se enamoró del sexagenario Goethe. Marianne escribió de su pluma varios poemas que se hallan incluidos en el Diván occidental-oriental, los cuales Goethe firmó, igual que los que él redactara, con su ilustre rúbrica. Goethe devoró no sólo la belleza joven de la prodigiosa muchacha sino los destellos de un talento que sólo brilló esa vez. Algunos poemas de esa joven, Schubert los llevó a la música en inolvidables Lieder, creyendo, como todos en esa época, que eran de Goethe.

Es la historia de Marieluise Fleisser de Ingolstadt, marieluisefleisserdeingolstadt, a quien no es posible disociar de Bertold Brecht, autora de intensos dramas históricos (Pioneros de Ingolstadt y Purgatorio en Ingolstadt), que se leen u oyen como un grito y que dibujan con vehemencia la vida asfixiante de provincia y la histórica sujeción de la mujer. Brecht la conoce, la introduce y la promueve en Berlín en el gran mundo del teatro y vive con ella en el gran teatro del mundo. "El encuentro con Brecht –señala Magris– fue para la escritora una fortuna intelectual, y probablemente, un infortunio existencial." La realidad, diría Wilde, imita al arte. Todo lo que Marie Luise denunció en sus dramas sobre el avasallamiento histórico del hombre y la sumisión y sujeción de la mujer, de una manera natural lo padeció a su manera con Brecht y con otros amantes. A fin de cuentas, pese a su dulce rebeldía, fue una mujer con las manos desnudas tratando de subir una alambrada de púas.

No menos emotivas, no menos angustiosas, son las historias de mujeres donde prevalece la supuesta razón de Estado. Serían los casos de Agnes Bernauer y María Vetsera. La primera es una historia desconsoladora y a la vez minuciosamente despiadada. Agnes, la hermosísima hija del barbero de Augsburg, que se había casado por amor con Albert de Baviera, el hijo del duque Ernest, es vista como un peligro para la estabilidad del ducado y la tradición de la estirpe. Se trató de disuadirla para que abjurara y renegara del marido; no lo hizo. Pese a que el propio duque admirara la virtud y la pureza de Agnes, es quien construye el teatro jurídico donde la joven termina siendo acusada de brujería. Se le condena a muerte. Es ahogada, con lujo de crueldad, el 12 de octubre de 1435 en aguas del Danubio. El propio duque Ernest, que jamás se engañó, ordena construir un monumento fúnebre, un emblema de la culpa, donde Agnes tiene "un rosario en la mano y dos cachorros a sus pies, símbolo de la fidelidad conyugal".

Pero es también la absurda y trágica historia acaecida en Mayerling, que carece de todo resplandor romántico, de Rodolfo de Habsburgo, el único hijo varón de la pareja imperial de Franz Josef y de Elisabeth y primer heredero de la corona, y de María Vetsera, una pequeña baronesa de menos de dieciocho años.

Como todo mundo sabe, el 30 de enero de 1889, en el pabellón de caza, cumplieron ambos un pacto suicida. La pregunta aún quema los dedos: ¿Por qué el libertino Rodolfo, hombre de treinta años, casado, se llevó a la muerte a una adolescente a la que no amaba, y que apenas asomaba a la vida? Si era para crear una leyenda romántica, en su verdadera raíz la motivación para llevar a cabo el acto no tenía ningún honor ni decoro. Sin embargo la leyenda popular y la realidad son cosas distintas. La leyenda popular creó historias del más variado color donde entraban venenos o rosas de toda índole, mientras, desde el principio, la realidad real mostraba para el débil una cara despiadada: se trataba de proteger la memoria de Rodolfo, no la de María Vetsera, que en las razones imperiales era sólo sombra, ceniza, nada. Por eso se ocultó su cuerpo después de muerta. Por eso la vindicación que quiso hacer la madre de María en un opúsculo titulado Mayerling publicado en 1891 se enfrentó contra la voluntad del kaiser: la policía incautó el librito. El mensaje imperial era claro: la tragedia nunca existió como existió.

Ciento doce años después del funesto pacto la pregunta a Rodolfo aún quema los dedos.

Un adiós sin historias

Con conocimiento pero también con genial intuición, Magris hizo un libro, que a través del río representativo, cuenta en voz alta historias que dan la impresión de crear el movimiento de las aguas. Magris posee la capacidad excepcional de inventar historias a partir de hechos insignificantes, de libros mediocres o áridos, de personas que parecen no tener atributos ni valía. Quizá de sus libros es en Danubio donde esto es más visible. Todo para él es madera para crear alta literatura.

Navegar una y otra vez las aguas de este libro y de este río ha sido para mí una de las experiencias literarias más ilustrativas y enriquecedoras. Danubio es uno de los libros más bellos que he leído, un clásico de la literatura occidental del siglo XX