La Jornada Semanal, 10 de diciembre del 2000 



 
 

ANTESALA




Otra de revistas. Si sus mercedes, o séase usted y usted, lector y lectora fieles a toda prueba que han superado leyendo esta columna vagarosa y más bien iconoclasta (con todo y lo esnob que esta iconoclastia conlleva); si vuestras mercedes, decía, me concedieron el beneficio de la duda a favor de que escribiría mejor, o al menos bien, mi columna del domingo anterior, habrán caído en la cuenta de que el tema fueron las revistas. En este número aquí su tecleador continúa con el mencionado tema puesto que acaba de caer en sus manos otra más de las numerosas Nuevas épocas que ha sufrido la revista Los Universitarios. Ora sí que me quedé speechless, como dicen los gringos; sin habla, que decimos nosotros; sin aliento, como dijo Godard. El lujo de la susodicha es asiático, comparado, claro, con su costo al público: diez blindados y a prueba de Serras Puches, Giles Díaz y errores de diciembre. Nacho Solares, coordinador de la Difusión Cultural de la unam –y sin duda silencioso preceptor de la revista– sabe muy bien, y lo demuestra así, lo que es subvencionar a la cultura. Los Universitarios es impecable por donde quiera que se vea. El diseño de Daniela Rocha tiene el formato consistente e impecable de un libro de arte, o de mesa de café. El contenido –del número dos, que es el único que conozco– es de gran calidad, por lo que respecta al poema reciente de Hugo Gutiérrez Vega, "Un poeta en la sombra", doblemente extraordinario: por la factura impecable del tono y el ritmo, la cual resalta por el gran formato y el aire entre los versos, que llenan dos hermosas páginas; y por la sabiduría que entraña la redonda mirada de un poeta en ese punto de madurez en que la poesía ya no sólo es rigor autocrítico sino también generosidad y nostalgia: "(…) Miraba el halo de las cosas / mucho más que las cosas, / la vibración lumínica / más que el sol iracundo, / la emoción sin sentido / mejor que la certeza / y el momento preciso / en que el día ya no es día / y la noche aún no es noche. (…)" También podemos quedar hechizados por las magníficas fotografías de Gabriel Figueroa: paisajes seudolunares; soledades de montes, de nubes, de lagos espejeantes y exactos; escapes y puntos de fuga entre lava congelada y cilindros de vestigios inteligentes; Terra espectra, le llama Gabriel a estos rostros sorprendentes de un México cósmico de inhóspita y esdrújula belleza. Por diez blindados, o chance y gratis –si usted se pone aguzado–, bien vale la pena lanzarse a conseguir Los Universitarios donde sea. Como dijo Nike mientras explotaba mano de obra, infantil y no tanto, en Filipinas e Indonesia: Just do it.

Víctor Manuel Mendiola, o el Beso del Diablo. Y llevado por el repaso de revistas, me encuentro con que la revista Equis correspondiente a diciembre saca un número especial dedicado a "Un siglo de cultura". La idea parece excelente si no fuera porque se les ocurrió, en mala hora, abrir el número con un artículo del aún presidente del pen Club México (el cual no ha visto un solo acto digno de mencionarse), editor (para cobrar las ediciones es que sirve el membrete del pen, entre otras cosas –o no, quizás ninguna otra cosa más), poeta (no comments) y ensayista, but of course, Víctor Manuel Mendiola. "Poeta armado, poesía desarmada" es el compendio que se le ocurrió al susodicho para celebrar un siglo de poesía en México. La tesis es la siguiente: poetas, lo que se dice poetas, sólo los Contemporáneos (así, en paquete) y su culminación y remate, Octavio Paz. Desaparecido Paz, la poesía mexicana es un simple corpus amorfo, perdida en sus propias vacilaciones. Ya no hay poetas, pues. Solamente Guillermo Sheridan, que ya sabemos que es capaz de decir cualquier cosa con tal de hacer un chiste para escandalizarnos, podría aventurar esta afirmación y quedarse tan orondo. A Sheridan se lo perdonamos porque, además de poseer una brillante inteligencia que por lo general ejercita pensando en cómo hacer el mal, sabemos que su alter ego es Jack Nicholson en la película Mejor, imposible. Es decir, allá, muy en el fondo, en lo más profundo, cerca del abismo sin fondo, hay un alma buena –quizás. Mendiola en cambio no es malo, ni siquiera eso; simplemente es torpe. Y, también, le encantaría hacer desaparecer a sus contemporáneos y a las subsiguientes generaciones de poetas. Menciona a Jaime Sabines al principio del escrito y no lo vuelve a nombrar. Hace un extraño elogio, que de pronto se convierte en vituperio, de Marco Antonio Montes de Oca, José Carlos Becerra y –sí, aunque usted no lo crea– Homero Aridjis. ¿Qué tienen en común estos poetas? Alejar a la poesía "de una de sus principales fuentes de poder: la originalidad y la exactitud de los Contemporáneos". Eso sí, selecciona a un pequeño grupo de poetas en los que "podemos observar una reacción al vago tono sinuoso dominante"; no quisiera apenarlos volviendo a repetir aquí sus nombres, con un beso del diablo es más que suficiente. En efecto, ella y ellos son buenos, algunos excelentes poetas pero no son los únicos, como quisiera insinuarnos Mendiola, quien por sabido se calla– encabeza el grupo. Quizá sí son los únicos que todavía lo saludan, o como mejor diría Eduardo Hurtado una noche en el restorán El Garufa, cuando Mendiola pasó al lado nuestro sin saludar. Hurtado le gritó: ""¡Víctor Manuel Mendiola, saluda a los pocos amigos que te quedan!" Y eso fue hace ocho años. ¿Recuerda usted cuando ser visto en compañía o por los rumbos de Luis Echeverría era como recibir el Beso del Diablo? Bueno, pues evítese la molestia de quedar marcado por el hierro ardiente de un halago del multicitado. Cambio y fuera.
 
 
 

CarlosGarcía-Tort

 
 
 
 
 

 



 
 
 

 
LAS GLORIAS DE SAN GORDIANO (IV)
 
 

Así como tuvo, tiene y tendrá poetas merecedores de flores naturales y oradores que enaltecen al verbo de la juventud, San Gordiano tiene también poetas populares que, por razones de caridad y de amor al pueblo bajo, conviene tolerar y en algunos casos, muy contados por supuesto, estimular a través de prudentes festejos que, a la postre, los pondrán en su insignificante sitio y no les permitirán la entrada al parnaso.

Uno de esos poetas del vulgo ignaro que algunas veces tuvo cierta gruesa chispa, fue Celestino Gómez. Nacido en San Gordiano, abandonó muy pronto la "amiga" de las señoritas Pitaluga y Rosado para dedicarse a la carga de bultos en el mercado, a la inmoderada ingestión del plebeyo pulque y a la versificación de sus experiencias vitales, bastante vulgares por cierto. Terco como un jumento, consiguió ser nombrado orador en los actos celebratorios del aniversario de la Independencia. Para impresionar al auditorio, el pintoresco tribuno pronunció su discurso en verso. Le habían prestado traje y corbata y ese día dejó de beber, tomó un baño y se arregló un poco la pelambre hirsuta y la barba escasa. A la mitad de su rimada perorata, sus compañeros de pulquería empezaron a abuchearlo y a lanzarle hirientes pullas. Una parte del público se unió a los reventadores y Celestino, disgustadísimo, produjo su mejor improvisación. Pido disculpas a mis finos lectores por citar textualmente al grosero orador. Lo hago para ser fiel a la verdad histórica y para dejar constancia de lo peligroso que es permitir a los improvisados miembros de las clases humildes que participen en actos sólo propios de espíritus exquisitos, de personas cultivadas y de gentes decentes y de familias conocidas. Así contestó a los silbadores el impresentable Celestino: se arrancó la corbata, se abrió la camisa y, dirigiéndose al núcleo más fuerte de sus burlones críticos, les dedicó estos versitos de rima forzada, pero de efecto contundente: "Y si a alguno no le cuadre mi patriótica elocuencia, que vaya y chingue a su madre y arriba la Independencia." Ante tamaña injuria, al principio todos nos quedamos callados, pero, apenas se superó la estupefacción, las personas decentes reaccionaron y dieron una paliza regular al zafio defensor de una independencia que, justo es reconocerlo, fue también bastante zafia, pues quitado el cura que era nada más de medio pelo, Allende, Aldama, el Corregidor y la Corregidora que eran militares los unos y funcionarios importantes los otros (el cura levantado en armas en el sur era, como bien se sabe, medio mulato. Usaba paliacate para aplacar su pelo crespo), el resto eran chusma indocta y resentida. Si Iturbide, que tan bien se veía con la corona, el manto y el cetro de emperador, hubiera ganado, otro gallo nos cantaría a las gentes decentes, pero ganó otro cuarterón, el tal Guerrero que, para mayor escándalo, era masonazo, y el peladaje se apoderó de la situación. Vino después don Valentín, que tenía cara de gente decente, pero se portaba como un feroz chinacón. Santa Anna intentó, sin lograrlo, adecentar las cosas y para eso se dio un título muy respetable y, en varias fiestas, se puso su capa de armiño y se coronó de laureles inmortales. No nos gustaba mucho, pero era mejor que los yorquinos o los escoceses que luchaban para capturar el poder. Vino después Juárez con sus demagogias y su clara influencia liberal masónica (recuerden que el día de su muerte en el destartalado Palacio Nacional, el santo obispo de León, a la hora del pater noster, vio caer un alma a los infiernos. Mis sutiles lectores ya sabrán de quien se trataba). Apoyado por los masones yanquis, Juárez derrotó a Miramón, nuestro joven Macabeo y, después de armar a sus corrientes soldados con fusiles de repetición, liquidó nuestro sueño de un gobierno presentable y derrotó a ese emperador tan aparente que nos mandaron las dinastías de la Europa. Es claro que no nos gustaba mucho, pues era medio liberalón y se decía que cuando fue gobernador del Lombardo-Véneto, ingresó a la peligrosa secta carbonaria. Además, su vida privada era todo menos edificante y se rumoraba que padecía una enfermedad venérea que le contagió una mulatona en Salvador de Bahía de todos los Santos, ciudad que visitó cuando era almirante de la flota austrohúngara, invitado por su primo, el culto pero pusilánime emperador Pedro II. No se le hizo a Napoleón Tercero organizar sus dos imperios latinos en América: Maximiliano en México y Pedro II en Brasil (ambos tenían embajadores en Montgomery, acreditados ante Jefferson Davis, presidente de la Confederación). Los primos se querían bien y, siendo aficionados a la botánica, la agricultura y la hidráulica, intercambiaron experiencias y plantas. En el Palacio Imperial de Petrópolis, cercano a Río, hay una buena cantidad de árboles y arbustos de origen mexicano enviados como regalo de Maximiliano a su eminente primo a quien dedicó, además, un libro que publicó en Italia, en el cual se recoge su experiencia de viajero ilustrado por tierras de Bahía (nada dice de la purgación crónica que le pegaron y que lo retiró del lecho conyugal para beneficio de doña Carlota y perjuicio de la India Bonita y de otras folclóricas que compartieron ardores con el contagioso, güero, prógnata y lucidor monarca).

Los de San Gordiano no sólo sabemos historia regional sino que también incursionamos en los grandes episodios nacionales, como los llamaba don Victoriano Salado Álvarez, sanamente influenciado por el sospechoso don Benito Pérez Galdós.

Acabadas las veleidades democráticas del indio zapoteca que fue rescatado de la jungla por un sacerdote de la Santa Iglesia (su protegido le salió bravo, pues se dedicó al robo de los bienes de la Santa Madre que tolera muchas cosas, pero se pone furiosa cuando le quitan sus posesiones materiales), don Porfirio nuevamente intentó adecentarnos. Se decía que, gracias a doña Carmelita, se había blanqueado y, aunque seguía siendo liberal, estableció un modus vivendi con la única iglesia verdadera (así lo acaba de declarar El Vaticano siempre atinado y oportuno. Quien lo dude, dudará de la visita diaria de la paloma del espíritu santo a las oficinas de la burocracia eclesiástica) y se rodeó de Limantures, Mariscales, Sierras (don Justo no le salió tan bueno porque le refundó esa cuna de masones y de alborotadores que es la Universidad) y otros miembros de las buenas familias. Lo que vino después no merece comentario, pues triunfó el peladaje chinaco y entronizó persecuciones (ya hablaremos más tarde de la guerra santa) corruptelas y zafiedades. Ahora, a punto de regresar al poder, nos da desconfianza el populismo del Sr. Fox y su cacareado pragmatismo que lo inclinará a olvidarse de batallas fundamentales contra aborteras y abortistas, degenerados, pornógrafos, encondonados, minifáldicas, despechugadas y artistas sucios y pervertidores. Dios dirá, pero los buenos gordianenses no cejaremos en nuestra lucha a favor de la decencia y de las buenas costumbres.

Hugo Gutiérrez Vega