La Jornada Semanal, 3 de diciembre del 2000 

Guy de Maupassant
 
 

Sobre las nubes
 
 
 
 
 
 

En el verano de 1888, Guy de Maupassant realizó una ascensión en el globo aerostático El Horla. La crónica de ese viaje fue publicada en la revista La Lecture, y permaneció inédita hasta hace poco. En ella, Maupassant da muestra de su capacidad de apreciación y nos ofrece un curioso documento de aeronáutica. Aquí aparece, por primera vez en español, admirablemente traducido por nuestro colaborador José Abdón Flores. El maestro del relato corto narra por el solo placer de narrar y, desde un globo, ve el mundo como nunca antes lo había visto, percibe su grandeza y se sobrecoge ante la fuerza ciega de la naturaleza. Un París rodeado de nubes grises que a ratos huyen, se ofrece a los ojos del gran escudriñador de almas en esta crónica dedicada a constatar la belleza del mundo visto de lejos.







Cuando entré en el taller de La Villette, vi, yaciente sobre la hierba del patio, enfrente de la armada de negras y monstruosas chimeneas, el enorme globo amarillo, casi inflado por completo, igual a una calabaza colosal posada en medio de gasómetros en el huerto de un cíclope.

Un largo conducto de tela barnizada, igual a ese pequeño rabo torcido por donde las calabazas doradas beben la vida en la tierra, insuflaba al Horla el alma de los aeróstatos. Palpitaba y se levantaba poco a poco, y una docena de hombres lo rodeaban, desplazando de cuando en cuando los sacos de lastre enganchados a las amarras para permitirle moverse.

Un cielo bajo y gris, una pesada bóveda de nubes se extendía sobre nuestras cabezas. Eran las cuatro y media de la tarde, y la noche, ya, parecía próxima.

Curiosos y amigos entraban al taller. Observaban, con sorpresa, la pequeñez de la barquilla, los parches sobre las delgadas fisuras del globo, todos los preparativos para este viaje por el espacio.

Aún se cree que las ascensiones exponen a los viajeros a grandes peligros, cuando en verdad presentan los mismos, o menos, que un simple paseo por el mar o en coche de punto. Cuando el material es adecuado, el aeronauta prudente y experimentado, como lo son los señores Jovis y Mallet, se puede partir hacia una excursión al cielo con una tranquilidad anímica más completa que si uno se embarcara hacia América, lo que no es del todo espantoso.

Cuatro hombres vienen por la barquilla al taller, gran cesta cuadrada muy parecida a las nuevas valijas de viaje, de mimbre tejido. En dos de los costados de este vehículo volador, se lee, en letras de oro sobre una placa de madera: El Horla.

Sujetamos el globo cautivo, que eleva su lastre, y al racimo de hombres prendidos de las amarras; luego metemos la cesta de las provisiones, la caja con herramientas y los instrumentos: dos barómetros ordinarios, un barómetro registrador, dos termómetros, unos gemelos para navegación.

Todo está listo. Los amigos forman un círculo; y los viajeros, usando una silla como escala, suben al borde de la barquilla, luego saltan al interior. El Sr. Mallet trepa al fleje, por encima de nuestras cabezas, bajo el apéndice del globo, estrecha boca de tela por donde saldrá el exceso de gas si encontramos capas de aire más caliente.

El aeronauta Sr. Jovis calcula en tanto la fuerza de ascensión a fin de hacer un buen despegue. Vaciamos un saco de lastre; las manos de los hombres aferradas a los bordes de la barquilla la aflojan un poco, y nosotros nos sentimos suavemente elevados, luego recapturados por todos estos dedos de nuevo uncidos, finalmente abandonados una vez más cuando otro saco ha sido vertido.

Un teniente de la fuerza aérea, vinculado a la escuela militar de aeronáutica de Meudon, que vino a ver el despegue, ha querido con gusto ayudar a nuestra partida. Retiene entre sus manos la cuerda que nos liga a tierra hasta que se escucha el grito que lanza Jovis: "Suelten."

De repente el gran círculo de amigos que nos rodea y nos habla, las ropas claras, los brazos extendidos, los sombreros negros, se hunden alrededor nuestro y desaparecen –nada sino aire–; partimos, alzamos el vuelo.

Volamos ya sobre una inmensa ciudad, sobre un plano de París desmesurado, semejante a los planos en relieve de las exposiciones, con los techos azules, las calles rectas o tortuosas, el río gris, los monumentos puntiagudos, el domo dorado de los inválidos, y más lejos el campanario aún inconcluso de Notre-Dame-de-la-Chaudronnerie,* la torre Eiffel.

Inclinados sobre el borde de la barquilla, vemos en el patio del taller a una muchedumbre de hombres y mujeres empequeñecidos que agitan brazos, sombreros y pañuelos blancos. Pero son tan pequeños, tan insectos, están tan lejanos, que no comprendemos que los hayamos dejado en unos instantes –ocho o diez segundos.

–Miren –grita Jovis con entusiasmo–, ¿no es hermoso, hijos míos?

Un rumor inmenso sube hacia nosotros, un rumor hecho de miles de ruidos, de toda la vida de las calles, de la circulación de los vehículos sobre los adoquines, de los relinchos de los caballos, del chasquido de los látigos, de las voces humanas, del estrépito de los trenes. Dominando todo, próximos o lejanos, en extremo agudos o graves, los pitidos de las locomotoras parecen desgarrar el aire, tan vibrantes y claros son. He aquí ahora la llanura alrededor de la ciudad, la planicie verde que cortan las vías blancas, rectas, cruzadas en todos los sentidos, innumerables. Pero de pronto los detalles de la tierra, tan nítidos, se pierden un poco, como si los hubiesen difuminado suavemente, luego se empañan tras vapores casi imperceptibles, después se confunden del todo enturbiados, casi eliminados. Penetramos en las nubes.

Es, ante todo, un velo que nos envuelve, ligero y transparente. Se espesa y se vuelve gris, opaco, se cierra sobre nosotros, nos aprisiona, nos contiene, nos oprime. Luego, pronto, esta muralla de niebla húmeda y sombría se despeja, blanquea, aclara. Por entonces nos deslizamos a través de un algodón vaporoso, entre un humo lácteo, a través de un rocío plateado. De segundo en segundo, una luz misteriosa, deslumbrante, venida de lo alto, ilumina cada vez más las olas blancas que surcamos; y de súbito, bruscamente, emergemos hacia un cielo azul esplendoroso de sol.

Ninguna locura puede crear un sueño similar al que acabamos de ver. Volamos, ascendemos siempre, por encima de un caos ilimitado de nubes que tienen la apariencia de la nieve. Se extienden hasta donde alcanza la mirada, fantásticas, inimaginables, sobrenaturales.

Se despliegan, estas nieves de un brillo intolerable, en todas direcciones por debajo de nosotros. Hay praderas, cumbres, picos, valles. Las formas de este nuevo universo, de este país de hadas que no se puede ver sino desde el cielo, son desconocidas en la tierra. Se perciben provincias de pináculos, de agujas, de torres de cristal, de océanos de olas revueltas, sublevadas, inmóviles y furiosas, cuya espuma reluciente ciega los ojos, precipicios violeta ahuecados por las nubes más bajas, y montañas inverosímiles alzando en el espacio infinito sus grupos monstruosos de claridad enloquecedora.

Pero de pronto, cerca de nosotros –cerca o lejos, no sabríamos decirlo pues no tenemos noción de la distancia– aparece en el aire límpido una mancha transparente, enorme, redonda, que flota y sube, un globo, otro globo, con su barquilla, su bandera, sus viajeros. Levanto un brazo y veo a uno de los pasajeros de esta aparición alzar un brazo. Distinguimos las nubes, el horizonte desmesurado a través de esta sombra fantástica como si no existiese; y, alrededor de ella, se dibuja un gran arco iris que lo encierra en una corona luminosa y multicolor.

Más real que el buque fantasma de los navegantes, este globo fantasma nos acompaña a través del espacio, por debajo del desierto ilimitado de nubes, rodeado de una aurora deslumbrante, parece que nos enseña, en medio del cielo inexplorado, la apoteosis de los viajeros del aire. Se nombra a este fenómeno bien conocido "la aureola de los aeronautas".

La sombra del globo proyectada sobre las nubes vecinas explica esta aparición sorprendente; pero, para explicar el arco iris que lo rodea, hay bastantes teorías.

He aquí la más verosímil.

La tela del aeróstato sigue siendo, a pesar de la calidad del tejido y del barniz, permeable al gas del interior. Ha ocurrido por tanto una pérdida constante por toda la superficie y crea alrededor del globo una ligera capa de humedad. El sol, al atravesar esta rociada, engendra los colores del prisma como en la fina llovizna de las cascadas, y los proyecta en corona, siguiendo la sombra del globo, sobre la nube más próxima. Ahora bien, como ascendemos siempre, este espectro vaporoso cesa pronto de seguirnos, y, más pequeño a cada instante, a medida que nos elevamos, sigue estando por debajo de nosotros, flotando sobre el océano de los nubarrones blancos. El sol oblicuo lo arroja a lo lejos, abajo, donde sigue todos nuestros movimientos, semejante a una pelota que rueda, que vaga por el desierto tumultuoso de las nieves.

Entre más tiempo pasamos en el aire, más intenso parece el calor y más la reverberación de la luz que sobre esta inmensidad reluciente se vuelve prodigiosa e insoportable. El termómetro marca veintiséis grados en tanto que en tierra sólo teníamos trece, y el globo, demasiado dilatado, deja escapar por el apéndice una oleada de gas que se derramas en el aire como una vaharada.

Hemos pasado los dos mil metros, planeamos por tanto a cerca de mil quinientos metros por encima de las nubes, y no vemos otra cosa que estas flotas de plata interminables, bajo el azul ilimitado del cielo.

De vez en cuando ocurren agujeros violeta, abismos en los que no se ve el fondo. Vamos lentamente, empujados por una brisa que no sentimos, hacia una de estas fisuras. Diríamos, desde lo lejos, que un glaciar se ha postrado en la inmensidad, dejando, entre dos montañas, una grieta desmesurada.

Tomo los gemelos para examinar la depresión azulada del precipicio y atisbo en el fondo un pedazo de pradera, dos caminos, una gran ciudad. Pronto estamos encima. ¡He aquí carneros en un campo, vacas, vehículos! ¡Se ven lejanos, pequeños, insignificantes! Pero los nubarrones que circulan por debajo de nosotros cierran bruscamente esta mirilla abierta en esta bóveda de tormentas.

Entre tanto, el Sr. Mallet repite de vez en cuando: "Lastre, suelten lastre." El globo, desinflado por la dilatación del gas y enfriado de golpe por la proximidad de la tarde, cae como una piedra. En torno a nosotros las hojas de papel de arroz, lanzadas sin cesar para apreciar las ascensiones y los descensos, revolotean como mariposas blancas. Es éste el mejor medio para saber lo que hace un aeróstato. Cuando sube, el papel de arroz parece caer hacia tierra; cuando desciende, la hojita parece remontarse hacia el cielo.

–Lastre. Suelten más lastre.

Vaciamos, puñado a puñado, los sacos de arena, que se derrama por debajo de nosotros a manera de lluvia blonda que el sol dora. El Horla se desploma sin remedio y vemos reaparecer muy cerca de nosotros, como si viniese a nuestro encuentro, no habiendo podido seguirnos, el globo fantasma en su aureola.

Mientras tanto, rozamos el mar de nubes, y la barquilla, a veces, parece remojarse en la espuma de olas que se evaporan a su alrededor.

De nuevo aparecen los orificios por donde atisbamos el terreno, un castillo, una vieja iglesia, siempre rutas y campos verdes.

A fuerza de soltar lastre, hemos terminado por frenar la caída; pero el globo, fofo y blando, semeja un andrajo de tela amarilla, y enflaquece a simple vista, asido por el frío de las nieblas que rápidamente condensa el gas. De nuevo entramos en las nubes, nos ahogamos en estas flotillas de bruma.

Los ruidos del mundo nos llegan más distintos, ladridos de perros, gritos de niños, circulación de vehículos, chasquidos de látigos. He aquí la tierra, el inmenso mapa geográfico que hemos podido ver por cerca de medio minuto al partir: estamos apenas a seiscientos metros por encima de ella, distinguimos detalles menores.

Algunas gallinas, en un gran patio, vuelan despavoridas, tomándonos sin duda por algún gavilán monstruoso que planea.

¿Qué extraño animal es ése que corre en el campo? ¿Un pavo blanco, o un borrego, o un ganso? No. Es un niño, vestido con pantalón y una camisa, que nos ha visto y que, boca arriba, se ha tendido, lo que me ha permitido reconocer un cuerpo humano.

Lanzamos a tierra avisos frecuentes con nuestra bocina. Los hombres responden con gritos y nos acompañan corriendo a través del campo, abandonando los vehículos en los caminos, y vemos en medio de las cosechas verdes una multitud insensata que trota.

El aeróstato sigue bajando. La primer ancla se arrastra entre los árboles, la segunda toca tierra cuando estamos por alcanzar una de las vías del tren cuyos cables telegráficos van a impedirnos el paso.

–Hay que esquivar los cables –grita Jovis, pues el telégrafo es la guillotina de los aeronautas.

El último saco de lastre es vaciado, casi de golpe, y el globo agonizante hace un último esfuerzo, parece dar un último aletazo, y salva el terraplén final justo en el momento en que llega un tren, cuyo maquinista nos saluda con un pitido.

Estamos de nuevo a treinta metros del suelo. Con un navajazo, Jovis corta la soga del ancla, que cae en un campo de trigo. Aliviado de este peso, El Horla asciende un poco; pero jalamos con todas nuestras fuerzas la cuerda de la válvula de escape y la barquilla cae a tierra, sin sacudida alguna, en medio de un pueblo de campesinos que la atrapan y retienen.

Abandonamos la barquilla, afligidos por ver terminado este corto y grandioso viaje, esta inimaginable ascensión a través del espacio, en un hechizo de nubes blancas que poeta alguno ha soñado.

Un amable terrateniente de Thieux, donde habíamos caído, el Sr. Gilles, que también ha realizado muchas ascensiones, viene a recibirnos con la promesa de una excelente cena en su casa.

* "Nuestra Señora de la Calderería". Maupassant era por completo contrario a la construcción de la torre Eiffel.

Traducción de José Abdón Flores