La Jornada Semanal, 26 de noviembre del 2000 

Arnoldo Kraus
 
 

Fromm y su mirada del otro
 
 
 
 

Erich Fromm, dice Arnoldo Kraus, “fue un lector profundo del hombre y de la mujer, un filósofo, un creador de materia ética, un pensador de la paz, del valor de la desobediencia, de las vías del marxismo y del socialismo humanista”. Este inteligente ensayo del doctor Kraus debe considerarse como nuestro homenaje y manifestación de agradecimiento a Erich Fromm por las muchas enseñanzas y discrepancias que sembró en México. Él fue, como muchos miles de personas que llegaron a nuestra tierra y encontraron en ella asilo y trabajo (tiempos de relaciones disidentes y de refugios benevolentes. Gracias a Renato por la paráfrasis), un modelo de extranjero que obtuvo con el alma, la honradez y el trabajo, su carta de naturalización. Encomiamos su desobediencia ante los distintos cánones, pues, afirma Kraus, “esa desobediencia es un puente entre la sangre que corre y el alma que fluye”. Y esto se hace para poder mirar todos los rostros y afirmar lo humano perdido.





Entre Perogrullo como filosofía de la verdad y lo que es obvio, como materia de la realidad, la distancia debería ser nula. Con frecuencia, esto no es así. Dos pieles iguales, pero con colores distintos, dirían unos. Dos cabezas talladas al unísono, pero con ojos diferentes, dirían otros. Entre ambas circunstancias, entre la verdad y lo tangible, existe una miríada de circunstancias, cuyo común denominador es el ser humano y ese, a ratos indefinible, terreno de la moral.

A pesar de que siempre se ha aseverado que el leitmotiv del ser humano es el ser humano, de que suele asegurarse que "las personas son lo que más importa", recordando siempre a Hobbes –homo hominis lupus–, la realidad es otra. Enumerar los desencuentros de las últimas décadas es agregar apéndices a los diccionarios: niños de la calle, refugiados, desplazados, desaparecidos, presos de conciencia, trabajadores migratorios, sidosos, seres humanos que venden órganos para que sobreviva su familia, niñas prostitutas, y otros muchos quebrantos. Ese enlistado puede sintetizarse en un doble común denominador: la génesis de "otros humanos" y el olvido de la alteridad. Entonces, Perogrullo dixit, ¿dónde nos hemos perdido?, ¿dónde se detuvo la historia?

Regreso. El sendero, ora más estrecho, ora más cutáneo, entre esas enormes distancias, es la moral. Dice bien la tradición hasídica cuando afirma que el camino más sencillo hacia Dios pasa por los otros hombres. Pensar es pensarse. Saberse es afirmar que la existencia y beneficio de uno depende de los otros. Para ser, para mirarse sin pena, para construirse, para acercarse a cualquier deidad, o para recorrer el camino que a uno lo convierte en persona, hay que juntarse y saber de los otros. No sólo para llegar a Dios, cuando éste sea factor primigenio, sino para sumergirse en las partes de uno que no se conocen, que no se quieren conocer, o que apena saberlas. Pero, sobre todo, para ser parte del otro. Para no dejar de ser ni mujer, ni hombre.

Ernesto Sábato, en La resistencia, cavila acerca de los caminos desviados por los que transcurre la humanidad: masificación, el daño a la naturaleza, el ruido, la enajenación, el poder de la televisión y las mascotas de tela, plástico o metal diseñadas para acompañar al ser humano. Concuerdo: acompañarse por el ruido del plástico o por el tacto de una grabación no sólo es deshumanizarse, es violentar la esperanza. Lleno de dolores por la "ausencia de lo humano", escribe Sábato, "milagro son ellos, milagro es que los hombres no renuncien a sus valores cuando el sueldo no les alcanza para dar de comer a su familia, milagro es que el amor permanezca y que todavía corran los ríos cuando hemos talado los árboles de la tierra". Los peligros que acechan al hombre que ya no sabe verse, que no quiere asomarse a sus adentros, que no reconoce la importancia del factor humano, son grandes urgencias que deben repensarse.

Erich Fromm fue un lector profundo del hombre y de la mujer. No sólo por haber creado una escuela para entender el alma y la psique, sino porque dedicó no pocos escritos al ser humano. Ya sea como filósofo, como creador de materia ética, como pensador de la paz, del valor de la desobediencia, como estudioso de la personalidad o de las vías del marxismo y del socialismo humanista, Fromm dibujó una serie de entrecruzamientos en donde quedaba claro que el hombre entero no podría ser entero sin un entorno moral. La vieja unidimensionalidad a nada conduce. Somos cuerpo, alma, voz. Y somos los ojos de todos los otros, y los ríos de todos nosotros.

La filosofía humanista, explica Fromm, "puede caracterizarse de la siguiente manera: primero, la creencia en la unidad de la raza humana, en que no hay nada humano que no se encuentre en cada uno de nosotros; segundo, el énfasis sobre la dignidad del hombre; tercero, el énfasis sobre la capacidad del hombre para desarrollarse y perfeccionarse a sí mismo, y cuarto, el énfasis sobre la razón, la objetividad y la paz". Si hubiese que sintetizar esta plataforma frommiana, habría que hablar de responsabilidad moral y de seres humanos que vindiquen, ante todo, la importancia del otro como testimonio de uno. Husserl y Lévinas, desde otros ámbitos, fueron también pensadores preocupados por la responsabilidad moral.

No es serendipia la que lleva a Fromm a citar el Antiguo Testamento: "Ama al extranjero, porque habéis sido extranjero en Egipto, y por lo tanto conocéis cómo se halla el alma del extranjero." Amar al prójimo, y amar al extranjero, son síntesis de su filosofía humanista y paráfrasis de la responsabilidad moral. Prójimo y extranjero, en los tiempos de Fromm, de guerras, de entreguerras, de exilios forzados, de abandono del hogar, del saberse despojado de la historia terrenal y del adiós sin adiós de las tumbas de los padres, de los bisabuelos, son verdades corporales cuyas llagas no es fácil curar y es imposible evaluar. Cuando Fromm recarga sus palabras al hablar de filosofía humanista en el concepto del sufrimiento, se refiere, entre otras reflexiones, a las heridas que en él, o en sus congéneres, provoca la emigración forzada.

Al apoyarse en la idea del humanismo budista, concluye que la verdadera condición de la existencia necesariamente implica sufrimiento, y retoma la noción de que el ansia de bienes no conduce a nada. Seguramente, este sufrimiento, maestro de muchas ideas y semilla de no pocos pensadores, acompañó a Fromm durante su exilio obligado tras el ascenso del nazismo y tras sus disputas con los freudianos ortodoxos de Estados Unidos, quienes, de una u otra forma, produjeron también en él la idea de ser extranjero –no en balde su periplo por diversas universidades estadunidenses y por la Universidad Nacional Autónoma de México. Quizá fue a partir de esa sensación de no pertenencia, del despojo forzado del pasado y de la modificación de muchos deseos cimentados en la historia de la tierra, su tierra, su Alemania, de donde nació el compromiso hacia lo social, con el otro. Mudos testigos de la otredad frommiana son algunos de sus textos: Sobre la desobediencia y otros ensayos, El miedo a la libertad o ¿Podrá sobrevivir el hombre?

El sufrimiento es tema recurrente en los filósofos sociales y en los médicos, sean o no psicoanalistas. Fromm ejerció admirablemente ambos campos y caviló en tonos, formas y tiempos distintos acerca del sufrimiento como semilla para construir. Sin duda, habría comulgado con Albert Camus. En La peste, el premio Nobel escribió:

–Doctor, ¿quién le enseñó todo esto?
La respuesta llegó pronto:
–El sufrimiento.
Para Fromm es evidente que "uno sólo comprende a otra persona en la medida en que haya experimentado lo que ésta ha experimentado". E implica además que todos compartimos la misma experiencia humana. Es por eso que podemos entendernos unos a otros. Esta vivencia, la mezcla de sufrimiento con la de saberse otro por haber sido expulsado, deviene empatía. La experiencia, sea sufrimiento –melancolía en muchos momentos–, sea emigración forzada, hace de la filosofía vivencia, o quizá lo inverso: de las vivencias, filosofía. O empatía. Empatía es otro de los ejes del pensamiento de Fromm. No se puede crecer en forma aislada ni desprenderse del grupo. Sin eso, sin lo humano, no alcanza la condición humana. La filosofía humanista de Fromm es el rostro, al cual hace alusión Emmanuel Lévinas, o el sentir empático, cemento del sano ejercicio médico y de los pensadores sociales.

Para Lévinas, la responsabilidad para con el otro va más allá, pues, "desde el momento en que el otro me mira, yo soy responsable de él". Y en el mismo sentido se expresa cuando al hablar de la responsabilidad la define como "uno para el otro". Es decir, el compromiso hacia el otro implica adueñarse, si no de su persona, sí de "cierta" obligación. En ese mismo tinglado, la sentencia de Dostoievski, "todos somos responsables de todo y de todos, y yo más que los otros", gustaba a Lévinas y a los pensadores contemporáneos que con frecuencia la citan para denotar que el Yo depende de la presencia de los otros. ¿Quién, cómo Dostoievski, experimentó ser no sólo el otro, sino incluso, en ocasiones, ajeno a su propia piel? En palabras de Fromm, "nuestro problema moral es la indiferencia del hombre consigo mismo". Y tenía razón: en el uno empieza el otro.

La empatía frommiana y su vínculo con la alteridad son un eje que inicia en la raza humana, transita por la dignidad y el desarrollo del ser humano, y finaliza en la razón. Todo esto sin dejar de caminar a través del sufrimiento. Por eso considera que el humanismo surgió como reacción ante una amenaza contra el hombre y, por lo mismo, en "su" actualidad –hace cuatro décadas–, ese movimiento se preocupaba por el pleno desarrollo de la persona y por salvarla no sólo de la extinción física, sino también de la muerte intelectual. Hacer del hombre otra vez un hombre. Entender lo que piensa, sentir lo que vive. Esto es, vincular alma-psique-sociedad.

La empatía empírica permite, a partir del sufrimiento propio, aprender a sentir por otros y demostrar este sentimiento, tal y como sucede en la maravillosa historia de Antón Chéjov –que dotó a su pluma del poder de las recetas y a su estetoscopio de la magia de las letras–, El pabellón número seis, en donde el doctor toma lecciones de lo que significa la empatía empírica. ¿Eso mismo sucedió con Fromm? Seguramente sí: las paredes de los consultorios están impregnadas, como ningún otro sitio, de empatía, de sufrimiento, de esa escucha interminable que permite acercarse a todo. Las construcciones que ahí se cimbran son inenarrables. En ese sentido es difícil saber qué fue primero en el alma de Fromm: ¿la materia médica o la vena social? La lección podría sintetizarse así: a través de la empatía no nos convertimos en el otro, pero nos parecemos al otro. De eso también habla Fromm.

Lector asiduo de Marx y conocedor de no pocas religiones, extiende sus teorías acerca del hombre en un paréntesis en el que juega con la idea de Dios y con algunas recetas del fundador del marxismo. Nada descubre, nada desempolva, nada extrae de un archivo desconocido. Simplemente trabaja. Reflexiona sobre la doctrina social, pensando siempre en la idea de un hombre/mujer que debe ser libre y completo. Cavila hondo en la gran tradición de la ética humanista, que considera que el fin del hombre es ser él mismo y que la condición para alcanzar esa meta es que el hombre sea para sí mismo. Camina entonces entre Dios –cualquier Dios, todos los dioses, un Dios para todos– y con el hombre. Y retoma por el mismo sendero: entre los seres humanos y con Dios.

Extiende un hilo por los ojales de ambos y las costuras que los unen y cita a Marx: "Lo que importa es que el hombre sea mucho, no que tenga mucho o que use mucho", y lo concatena con la idea de que "el hombre tiene que ir más allá de sí mismo para ser plenamente humano, y este ‘más allá de sí mismo’ se define habitualmente como Dios". Estas reflexiones, leídas con la serenidad que ofrece la distancia, podrían, dentro del contexto del autor, entenderse como un llamado al interior y al enriquecimiento del ser para "no estar solo". Elie Wiesel nos explica que "un hombre solo no está cerca de Dios. Para estar cerca de Dios tiene que estar cerca de otro hombre". A lo cual Fromm agregaría que no debemos tener "temor de enfrentar los problemas espirituales de nuestra existencia humana".

Ese largo paseo, en el que regresa al hombremujer circularmente, con perseverancia, tautológicamente, se finca también en sus maravillosos ensayos sobre la desobediencia al conformismo o, como diría Annis Fromm, en "la adopción de una postura crítica contra el ‘sinsentido’ común". Y no es para menos: un "ser humano humano" ni puede, ni debe callar, ni ser obediente en este mundo tan dispar. Ante la miseria del otro se debe ser desobediente. Ante la destrucción de los otros, la desobediencia es un acto humano. Ante las muertes programadas, el silencio –la obediencia– es una forma de autoaniquilamiento. Y es que no hay duda: el silencio es muerte, es un silencio más doloroso que el mismo silencio. Así lo dijo Bertolt Brecht cuando cavilaba sobre los campos de concentración: "¡Que tiempos estos en que/ hablar sobre árboles es casi un crimen/ porque supone callar sobre tantas alevosías!" Para Fromm, desobedecer implica renacer. Las personas se convierten en personas cuando obedecen a su alma y desoyen el silencio al que recurre la complicidad del poder.

En La desobediencia como problema psicológico y moral nos recuerda que "para el mito hebreo de Adán y Eva, así como para el mito griego de Prometeo, toda la civilización humana se basa en un acto de desobediencia". Prometeo, al robar el fuego a los dioses, echó los fundamentos de la evolución del hombre. No habría historia humana si no fuera por el "crimen" de Prometeo. Él, como Adán y Eva, es castigado por su desobediencia. Pero no se arrepiente ni pide perdón. Por el contrario, dice orgullosamente: "Prefiero estar encadenado a esta roca, antes que ser el siervo obediente de los dioses." A todo eso apela Fromm. A "atreverse". A entender que arrodillarse ante el poder es desaparecer. A explorar esa misteriosa condición que unos denominan valor, otros integridad y, los más, llanamente, coraje.

La desobediencia es un puente entre la sangre que corre y el alma que fluye. Es una magnífica pócima para saber decirse, primero a uno mismo, "no", y para luego decirle lo mismo a los otros: "no". "No", como sangre contra todo lo que nos pretende borrar. Desobedeciendo es como se pueden mirar todos los rostros. Ese es el coraje del que se nutre Fromm y desde el cual solía hablar: arriesgarse por los otros, decirle no a este mundo tapizado de injusticia, anegado de amnesias, pavimentado de sumisión, saturado de gente sinvoz y a quienes ni miran ni recuerdan los que viven del poder.