La Jornada Semanal, 12 de noviembre del 2000  
Poema
Ignacio Muzzio
(Buenos Aires)

 

 

Hablabas de Palestina, de la tribu de cien autos
que iban del Santo Sepulcro a las calles del centro,
destrozando todo a su paso en un movimiento
imperativo, perpetuo.
Los chicos, decías, llamaban a perros y gatos,
ganaban la confianza de los animales con caricias.
Después se los comían vivos.
Los he visto rodear a un perro,
otro día a un mono.
Los más pequeños hundían los dedos
en los ojos del animal, tiraban hacia atrás y luego
masticaban el ojo todo el día, como un chicle.
Había un ford destartalado
que en una de sus puertas tenia escrito: Isaías.
Hablabas de la Tierra Prometida.
En un jardín,
cuando estabas viva y yo vivía
y el tiempo era simplemente tiempo.

Pero ahora entra uno que no pudo soportar la espera
y se arroja como un clavadista hacia el abismo:
"Aquí sí se respiraaaa...", se lo escucha gritar, mientras cae.

Tiniebla. Y después tiniebla. Eso es todo lo que ven los ojos,

ojos que se achican en busca de algo que mirar.

Y hablabas de Palestina y de sus entierros,
de las mujeres que con hierbas y agua
preparan los cuerpos para la tumba.

Última casa, última morada
de la carne ya flácida,
carne que no responde a caricias
de manos femeninas.

Manos suben y bajan
a lo largo de piernas, muslos y brazos:

lavan el polvo para el polvo
para que polvo regrese al polvo.

Y cómo brillaba tu pelo y la piel mojada de tu espalda,
cómo en un jardín de una casa en ruinas yo bebía café,
con piernas estiradas bajo el sol, mirando
mis pies descalzos sobre el pasto.
Esa casa respira en el bosque de mi sangre
y las piedras se juntan y el techo y los cuartos
navegan entre mis huesos
hundidos en los huecos de la sombra.

Pero ahora entra uno que aún no sabe que está muerto
que camina juntando cosas en la tiniebla, abre una canilla allí
donde no hay nada, llena un vaso con agua que bebe
aunque en su mano nada hay, salvo un cilindro de tiniebla.
Qué bueno es beber cuando uno está sediento, piensa.

El agua es una gran cosa,
cuando se puede beber.

Pero cuando ríos descienden
y el agua se ahueca, huye de lugares
donde las manos se hundieron;
sólo quedan reflejos del agua
tatuados bajo la piel, uñas o huesos.
Reflejos del agua acompañan la espera
en el tiempo de la espera.

 
 
Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2000
Instituto Cultural Mexicano de San José de Costa Rica
Jurados: Juan Jacobo Cobo Borda, Adolfo Castañón y Hugo Gutiérrez Vega