La Jornada Semanal, 29 de octubre del 2000  
 
Yanka Klescova
 
El camino hacia un país independiente
 
 
Nuestra colaboradora, Yanka Klescova, nos entrega una reseña de la intensa aventura histórica de Eslovaquia. Desde Constantino y Metodio de Salún, pasando por Bernolak, el primer ordenador de la lengua eslovaca, por el presidente Masaryk, modernizador y defensor de la independencia; Benes, líder de la resistencia contra el Eje, hasta llegar al promotor del “socialismo con rostro humano”, el genial, valiente y honrado Alexander Dubcek (el siniestro humorismo estaliniano lo expulsó de su proyecto de reformas, pero le dio nuevas “chambas”: director de una fábrica de cemento y de un campo de verano para pioneros). Aquí recordamos su iluminado esfuerzo, su capacidad creadora y su espíritu de libertad y de justicia. Fue el último pensador de la utopía marxista y lo derrotó la falta de imaginación y la cruel tontería de la nomenklatura.
 
 
 
 
Si consideramos la “fecha de nacimiento” de un pueblo como la del reconocimiento de su existencia como Estado, la historia de la mayoría de los países que hoy en día configuran el mapa de Europa sería muy limitada. Fruto de reajustes de fronteras comparables con las conquistas de los primeros pueblos que ocupaban el Continente, las configuraciones estatales recientes, aunque apenas están por cumplir la primera década de su historia como cuerpos nacionalmente independientes, en realidad cuentan con largos y complejos antecedentes históricos. Tal es el caso de Eslovaquia, un joven país centroeuropeo que se registra en la conciencia del mundo, bajo este nombre, apenas desde 1993 y que, sin embargo, ha desempeñado en la historia de Europa un papel de importancia destacable desde hace varios siglos.

A pesar de que desde el punto de vista del concepto de Estado la historia de Eslovaquia se desenvolvía básicamente en el marco del imperio austrohúngaro y de Checoslovaquia, se trata en realidad –en caso de que nos interese apuntar a lo esencial del proceso histórico de un pueblo– de una especie de síntesis de la historia del actual territorio eslovaco con la de la etnia eslovaca.

El territorio de Eslovaquia tenía condiciones naturales favorables para el asentamiento de los ancestros del hombre actual: en los valles de los ríos, protegidos al norte por las cadenas de los Cárpatos, abundaban numerosas especies de animales y plantas, al igual que fuentes de aguas termales que aseguraban buenas condiciones de vida incluso en las épocas de glaciación. Los hallazgos arqueológicos hablan de poblados que se establecieron hace 250 mil años, revelan la existencia de un sentido religioso en aquellas culturas, reflejado en muestras de ritos de culto, y descubren también sus primeras expresiones artísticas. El hallazgo más relevante de este carácter es la Venus de Moraviany nad Váhom, considerada como una de las obras plásticas neopaleolíticas más importantes de Europa (su edad es de aproximadamente 22 mil 800 años).

Emprender un repaso histórico desde aquellos tiempos remotos implicaría la elaboración de una interminable lista de tribus y pueblos que transitaron por el territorio de Eslovaquia, desde los celtas, que son la primera etnia de la que hay testimonio en las fuentes escritas, hasta los germanos, romanos y ávaros, por mencionar tan sólo a los históricamente más destacados. Otros muchos irrumpieron en el territorio o lo cruzaron cuando tuvo lugar el gran movimiento migratorio de los pueblos. El dato que sí debe rescatarse dentro de aquel agitado periodo histórico de los primeros asentamientos, es la llegada de los antiguos eslavos al valle de los Cárpatos a finales del siglo v (su patria original estaba en el Este, entre los ríos Dneper y Bug, en lo que hoy son Ucrania y Polonia). Los eslavos se establecieron en tierras que, aunque poco habitadas, de ninguna manera estaban despobladas, y a lo largo del siglo vi llegaron a ser, en el actual territorio eslovaco, la etnia predominante.

Durante el proceso de arraigamiento en su nueva patria, los eslavos tuvieron que enfrentar incesantemente las irrupciones de los ávaros. Aquel estado de permanente peligro fue el estímulo para la formación de uniones tribales y supratribales, en cuya base fue edificándose la vida estatal del pueblo que había de desembocar en un primer conjunto organizado (un principado) de importancia histórica trascendental en el territorio eslovaco de la Antigüedad. Se trata de la Gran Moravia (este nombre suele atribuírsele al emperador bizantino Constantino VII, cuya traducción del griego megalos podría ser no solamente “grande”, sino también “lejano”), que surge alrededor del año 833 como resultado de la unión de dos principados: el del príncipe Pribina, situado en el territorio de Eslovaquia, y el del soberano Moymír I en el territorio de Moravia.

El Reino de la Gran Moravia fue un régimen estatal relativamente grande y su historia política está marcada por un incesante conflicto con el Reino de Franconia, que consideraba esta zona como perteneciente a la esfera de sus intereses. Según las fuentes conservadas, incluso dentro de la Gran Moravia la lucha por el poder transcurría con muestras de gran crueldad, intrigas, conflictos y fraudes, en aquel entonces prácticas muy comunes en toda Europa. Aun así, y a pesar de su corta existencia –tres cuartas partes de aquel siglo–, el reino figuró como un estado importante cuyo trasfondo político se fortaleció con la divulgación del cristianismo en todo el territorio de Eslovaquia.

El cristianismo que venía del Oeste, desde la Franconia oriental, se expandía por toda la Europa central. Rastislav, uno de los soberanos más importantes de la Gran Moravia, se esforzaba por alcanzar su independencia respecto del reino de Franconia asumiendo la difusión del cristianismo y el nombramiento de obispos sin la intervención franca. Se dirigió, por ello, al emperador bizantino Miguel III para que enviara a su reino misioneros que dominaran el idioma eslavo para que éstos enseñaran al pueblo en su propia lengua. El emperador aceptó su solicitud y en 863 llegaron a la Gran Moravia los hermanos Constantino y Metodio de Solún.

Antes de su partida, Constantino compuso el alfabeto eslavo –hlaholikᖠque posibilitó la traducción de la Biblia y de otros textos litúrgicos al eslavo. Constantino y Metodio codificaron el antiguo idioma eslavo, que ya no cumplía solamente las funciones sagradas, sino que tuvo un campo de acción mucho más amplio. Los dos hermanos defendieron sus traducciones y la liturgia eslava ante el papa Adriano II, que en 867 puso los libros sagrados en lengua eslava en el altar de San Pedro en Roma, con lo que el antiguo idioma eslavo logró, simbólica y efectivamente, el mismo nivel de reconocimiento que tenían los otros idiomas cultos de la época: el hebreo, el griego y el latín. El hlaholika creado por Constantino, quien al entrar en Roma a un monasterio recibió el nombre de Cirilo, fue el fundamento para la escritura eslava cirílica, denominada así en su memoria.

Anteriormente, los historiadores solían calificar a la Gran Moravia como el primer estado común de checos y eslovacos, lo cual, desde el punto de vista histórico, no es del todo correcto. La denominación más frecuente para los habitantes de aquel reino fue la de “eslavos” y, en realidad, esto sólo refleja la herencia de los antiguos eslavos, en aquel entonces aún poco diferenciados étnica y lingüísticamente. Desde luego, la Gran Moravia pertenece tanto al pasado checo como al eslovaco y ejerció una importancia fundamental sobre el desarrollo histórico de los dos pueblos. Es por ello que para repasar los momentos más significativos en la historia de Eslovaquia, su mención es fundamental.

El Reino de la Gran Moravia llegó a su fin en el siglo x, a consecuencia de la desunión interna que le impidió enfrentar la invasión de los antiguos húngaros. El territorio eslovaco se incorporó, gradual y forzadamente, al reino Húngaro. Se trataba de un estado multiétnico en donde los eslovacos, por una parte, llegaron a tener un contacto vivo con otros pueblos –con alemanes y húngaros, sobre todo–, y por otra fueron separados de los vecinos eslavos occidentales por una frontera que, a la larga, contribuyó a su formación como pueblo independiente. Los documentos históricos dan fe del término “eslovaco” hasta el siglo xiii; no obstante, en la literatura académica se considera correcto usar este término para todo el periodo del Estado Húngaro.

Al igual que buena parte del mapa del continente europeo, hasta la primera guerra mundial el reino vivió varias transformaciones territoriales. En 1526 se cristalizó como un gran estado de la Europa central: la monarquía de los Habsburgo, cuya parte fundamental la constituía el actual territorio eslovaco. Presburgo (Bratislava, actual capital del país) fue una de sus ciudades principales; allí celebraba sus sesiones la asamblea del reino, en la Catedral de San Martín se coronaba a los monarcas austrohúngaros y en el castillo se guardaban las joyas reales de la coronación.

Durante su pertenencia al Imperio Austrohúngaro, los eslovacos participaron en todos los acontecimientos relevantes que marcaron su historia. Sin embargo, para el pequeño pueblo eslavo lo más significativo de la convivencia producto de su pertenencia a los Habsburgo, fue el hecho de que se iba formando como pueblo, en el sentido de un Estado moderno con su propia ideología. Esta conciencia se pone de relieve en la primera mitad del siglo xviii cuando se expanden por todo el continente las ideas de la Ilustración, una nueva concepción del hombre como ser único con sus derechos innegables. Dos de los rasgos de la época son el esfuerzo por la educación e ilustración del pueblo y las actividades de la inteligencia eslovaca que impulsa el movimiento llamado “renacimiento nacional” o de los “despertadores de la nación”.

Hay que subrayar que el movimiento nacional en Eslovaquia formaba parte de una corriente ideológica y política a nivel continental. Bajo esta óptica debe interpretarse el gran interés por el uso de idiomas populares que reemplazaron, en muchos ámbitos de la vida, al latín (lengua oficial y académica del imperio), y que desembocó en la primera codificación del idioma eslovaco (1787) por Antón Bernolak, quien escribió también su primera gramática y su primer diccionario. Fue, a fin de cuentas, un movimiento paralelo a los esfuerzos de otros pueblos, entre ellos el húngaro, que fue el que más influyó y condicionó el desarrollo de los eslovacos como nación. Los húngaros impusieron su hegemonía y publicaron una serie de leyes que daban prioridad al húngaro sobre el resto de los idiomas del imperio.

Junto al concepto de Bernolak del idioma –el de un idioma eslovaco independiente que correspondiera a la idea de autonomía del pueblo y que fue la visión de los ilustres católicos de la época–, los eslovacos también tenían la idea de la integración de raza e idioma entre eslovacos y checos; la portadora de esta idea era, ante todo, la inteligencia evangélica protestante.

Este movimiento sociocultural fue influenciado por los sucesos que tenían lugar tanto en Europa como en el imperio en particular. En el centro de su atención figuraban el idioma, la literatura y la historia, y la pregunta clave a la que trataban de dar respuesta los hombres ilustrados fue la de cómo imponer el programa nacional de una configuración étnica relativamente pequeña en las circunstancias de predominio de la tendencia hungarizante a construir un único Estado: el húngaro. Estas condiciones los llevaron a buscar apoyo entre los checos y también entre otros pueblos eslavos, especialmente entre los rusos, que, después de vencer a Napoleón, reforzaron sus posiciones en la escena internacional. La idea del eslavismo, de la unidad de todos los pueblos eslavos, derivada del pensamiento de Herder, fue un gran apoyo para la nación eslovaca en su proceso de formación.

Las cada vez más intensas pretensiones húngaras, dirigidas contra los derechos culturales y de idioma de los eslovacos (en 1840 fue aprobada la ley que reconocía al húngaro como la lengua obligatoria no solamente en el ámbito oficial sino incluso dentro de la Iglesia), contribuyeron al acercamiento de católicos y protestantes; empero, dentro del movimiento seguían existiendo dos alas confesionales con sus respectivas visiones del idioma y del pueblo.

En los años treinta se configura una nueva generación de lucha de la joven Eslovaquia formada por los discípulos de liceos protestantes, quienes llevaron a cabo, en nombre de los ideales románticos, muchos de los sueños de sus maestros. Los más destacados de ellos fueron Ludovít Stúr, Josez Miloslav Hurban y Michal Miloslav Hodza. Estos hombres sabían que sólo teniendo su propio idioma aceptado y ejercido por todos era posible combatir la hungarización y, al mismo tiempo, que para acercarse al pueblo, a los campesinos, debían usar una lengua viva en lugar de la artificial, la de los científicos (la que proponía Bernolák). Sobre la base de un nuevo idioma oficial (como tal se llegó a reconocer el dialecto de la Eslovaquia central) se podría llegar a un acuerdo a nivel de programa entre católicos y protestantes eslovacos, unificando el movimiento a partir de la unidad en el idioma y la orientación del pueblo.

Aceptar un idioma eslovaco oficial equivalía en aquel momento a una importante declaración política. Además, fue un estímulo fundamental que desembocó en el auge de la literatura romántica eslovaca, lírica ante todo, cuyos atributos principales fueron el interés por el pueblo, el idioma, la nación, el hombre como individuo, etcétera. Los primeros frutos del esfuerzo de esta generación se obtuvieron, después de numerosas peticiones de igualdad para todos los pueblos del imperio y de sus respectivos rechazos en el Parlamento, hasta 1863, cuando se fundó Matica Slovenská, el principal centro cultural de los eslovacos que publicaba libros y apoyaba la investigación científica y la creación literaria. Su fundación fue una especie de culminación del movimiento por la libertad del pueblo en el siglo xix. Asimismo, se fundaron tres liceos donde se enseñaba en eslovaco, y poco a poco se fue formando en el Congreso el primer partido político de los eslovacos: Slovenská Národná Strana (Partido Nacional Eslovaco). Aunque en los años 1874-75, como consecuencia de otra ola de asimilación hungarizante, fueron cerradas todas estas instituciones, su importancia fue trascendental en cuanto a la futura fuerza de la conciencia del pueblo.

En este periodo también se reforzó notablemente la colaboración entre checos y eslovacos: se fundaron en Praga varios centros, públicos y estudiantiles, encargados de diferentes actividades que perseguían ese fin. La colaboración se profundizaba principalmente en el campo de la cultura, que en esos tiempos remplazaba a la política.

El estallido de la guerra en Europa en 1914 provocó en el imperio una ola de chovinismo y de entusiasmo pseudopatriótico. Sin embargo, la población eslovaca (y ante todo los soldados que tuvieron que entrar en filas) no estaba de acuerdo con la guerra contra la Serbia y la Rusia eslavas. Desde luego, dentro del país nadie pudo expresar su inconformidad, y por consiguiente la gente se organizaba en el extranjero. Ya en los primeros años de la guerra, la Liga Eslovaca en Estados Unidos publicó un edicto en el que exigía para el pueblo eslovaco el derecho a la autonomía. Esta fue la primera señal de separación de Hungría, país del que los eslovacos formaban parte desde hacía mil años. En el extranjero se organizaba también un movimiento de resistencia checoslovaco: en octubre de 1914, en un viaje fuera del país, el profesor de la Universidad de Carolina y diputado del Partido Realista, Thomas Garrigue Masaryk, formuló el primer edicto sobre el pueblo checoslovaco y, por medio del historiador y periodista Robert W. Seton-Waston, lo presentó al gobierno británico, del que obtuvo mucho apoyo. El éxito de este movimiento checoslovaco dependía también de la buena organización militar que llevaba adelante el eslovaco Milan Rastislav Stefánik, piloto de la legión aérea francesa durante la primera guerra mundial.

Durante su estancia en París en enero del 1916, Masarky, Stefánik y Beneö formaron el Consejo Nacional Checoslovaco (Conseil National des Pays Tchéques) que se convirtió en el núcleo de la organización del movimiento de resistencia checoslovaco. La actividad de estos tres hombres culminó con la formulación de la independencia de Checoslovaquia, publicada en la prensa estadunidense el 18 de octubre de 1918 y fue conocida como la Declaración de Washington. El 28 de octubre fue proclamado en Praga el Estado de Checoslovaquia y Thomas Garrigue Masaryk fue nombrado presidente. Sin embargo, el camino desde la proclamación hasta el establecimiento del Estado no fue sencillo: Eslovaquia en realidad seguía bajo la antigua administración y vigilancia militar húngaras, y el gobierno provisional tardó varios meses en tomar posesión. El hecho de integrar un Estado checoslovaco con sus propias fronteras significó que, por primera vez en la historia, Eslovaquia se estaba formulando no sólo como un término tradicional para denominar el territorio poblado por los eslovacos, sino también como un territorio administrativo. En enero de 1920 fue aprobada la Constitución de Checoslovaquia, que definía al país como una república democrática y parlamentaria.

Muy pronto empezaron a ponerse de relieve los primeros problemas políticos y económicos que tuvieron su origen en el centralismo y unitarismo estatal que se empezó a generar. Checos y eslovacos comprendían de maneras absolutamente diferentes la convivencia estatal. Mientras en la parte checa prevalecía la idea pragmática de que el nuevo estado de Checoslovaquia era básicamente el estado checo en su nueva y mejorada forma, es decir, ampliado con el territorio de Eslovaquia, en Eslovaquia la opinión general era que se trataba de las dos partes de un todo. Muchos políticos eslovacos aceptaron el centralismo de 1918 como una fase inevitable para que Eslovaquia pudiera liberarse de su pasado húngaro, pero de ninguna manera lo vieron como una concepción estatal permanente. En consecuencia, desde el principio de los años veinte se empezó a imponer en Eslovaquia la petición de su autonomía, cuyo vocero principal fue el Partido Nacional Eslovaco, al frente del cual estaba el sacerdote Andrej Hlinka.

La primera década de la existencia de Checoslovaquia transcurrió en un ambiente tranquilo, pero en los años veinte se produjeron serios estremecimientos. La seguridad exterior de la República se basaba en los convenios internacionales de paz firmados una vez terminada la primera guerra mundial, y que se apoyaban en las ganancias que de ella obtuvieron Gran Bretaña y Francia. La reorganización territorial en los años de posguerra, fundamentada en la derrota y debilitamiento de Alemania y en la eliminación temporal de Rusia de la política europea, empezó a cambiar cuando estos dos países volvieron a influir en el escenario político del Continente. Hitler no disimulaba su interés en apropiarse del territorio checoslovaco y, efectivamente, después de veinte años de existencia, el país desapareció del mapa. Tal fue el resultado de la reunión de Alemania, Italia, Gran Bretaña y Francia celebrada en 1938 en Munich, en la que, sin la presencia de Checoslovaquia, se decidió su destino.

Eslovaquia obtuvo entonces su autonomía y se convirtió en un país satélite de Hitler: funcionó como base para las siguientes agresiones. Además, la idea fue hacer de ella una especie de escaparate, un país ejemplar del Reich alemán que atrajera al resto de los países del sureste europeo. Evidentemente, el pueblo estaba descontento, se oponía a aquel régimen, y su deseo de volver a Checoslovaquia era cada vez más tenaz.

Después de los acontecimientos que se sucedieron tras la reunión en Munich, Edvard Benes, el entonces presidente de Checoslovaquia, emigró a Londres y trató de organizar en el extranjero un consejo similar al de la primera guerra mundial para obtener el reconocimiento de los países coligados contra Hitler. No obstante, el movimiento de resistencia dentro de Eslovaquia no aceptó en su mayoría el programa de Benes de recuperar el centralismo y unitarismo estatal: exigía para Eslovaquia una autonomía fundada en el principio que, en la terminología de la época, se denominaba “de igual a igual”. Finalmente, después de la guerra, Checoslovaquia fue renovada como un Estado federal y lo que siguió fue un corto periodo de posguerra caracterizado por la recuperación de un sistema político democrático. Pero la “democracia dirigida” devino en la dictadura de un solo partido político. La victoria de los comunistas y el golpe de Estado condujeron no únicamente a la instalación del totalitarismo comunista, sino también a la subordinación de Checoslovaquia a los intereses de la Unión Soviética. Checoslovaquia llegó a ser uno de los países clave del bloque soviético.

En 1948, todas las instancias de gobierno, el parlamento y la función de presidente –que desempeñaba Klement Gottwald– estaban en manos de los comunistas. Éstos se obstinaban en realizar cambios profundos en la estructura de la sociedad, tales como la reforma agraria, la liquidación de las propiedades privadas y de los empresarios; todo mundo se convirtió en empleado del Estado. En todos los ámbitos llegó al poder una nueva élite de la sociedad: los miembros del Partido Comunista, a menudo gente sin la formación necesaria. Muy pronto empezaron los procesos políticos dirigidos ante todo contra los miembros del Partido Democrático, que había sido el opositor más fuerte del Partido Comunista. En los años más difíciles de la dictadura –hasta 1953–, fueron condenados a muerte, en una serie de procesos manipulados, 233 ciudadanos (se ejecutaron 173 sentencias), y un número indefinido de gente murió o fue mutilada en los campos de trabajo y en las minas, o simplemente fue liquidada sin sentencia.

Después de la muerte de Gottwald y de Stalin, en 1953, el régimen pasó finalmente a un gobierno más moderado, pero la sociedad se encontraba asustada y golpeada. Tampoco estaba contenta la nueva generación de comunistas que había entrado a la vida pública en los años cincuenta. La inconformidad general se incrementaba y surgieron intentos de reformar el sistema. Los fracasos de las reformas económicas del gobierno anterior y la revelación de los crímenes de Stalin fortalecían las tendencias dirigidas contra el estalinismo. A partir de 1963, en toda la sociedad, especialmente en los círculos culturales, empezaron a manifestarse las primeras señales de un cierto renacimiento democrático, cuando Alexander Dubcek llegó a ser el primer secretario de Partido Comunista, aligerándose la atmósfera general. Los acontecimientos más importantes que desembocaron en la “primavera de Praga” ocurrieron durante 1967. Entre ellos ocupó un lugar primordial el IV Congreso de escritores checoslovacos, en donde los escritores actuaron como portavoces de la inconformidad de toda la sociedad y formularon sus principales exigencias. El congreso fue un manifiesto de protesta contra la política del Partido Comunista, expresado en los discursos de escritores como Milan Kundera, Pavel Kohout, Ivan Klíma, Václav Havel y otros.

Esto fue el antecedente directo de la “primavera de Praga”, cuyo lema fue socialismo con rostro humano, con lo cual se daba a entender que los líderes del partido habrían decidido renovar el sistema socialista de una manera decisiva: disminuyó la estricta vigilancia sobre la prensa; existía una libertad, anteriormente inusitada, de expresar opiniones propias; a los habitantes se les permitió en mucho mayor medida viajar al extranjero, etcétera. La principal corriente social se centró alrededor de los comunistas reformistas, con Alexander Dubcek a la cabeza, y detrás de ellos estaba la mayor parte de la población. Breznev llamó a los comunistas checoslovacos a Moscú para advertirles oficialmente del peligro de una contrarrevolución en Checoslovaquia. Serias reservas con respecto a la situación en el país fueron expresadas sobre todo por la República Democrática Alemana y por Polonia. A Moscú le causó un gran disgusto que las reformas en Checoslovaquia no fueran la “continuación” de las ideas del Partido Comunista soviético, sino que se tratara de ideas propias, independientes de Moscú y, por lo tanto, peligrosas.

Al relajarse el duro régimen centralista durante la primavera de 1968, resurgió en la sociedad la cuestión eslovaca. Esta vez la federación checo-eslovaca se constituyó realmente. Sin embargo, fue mantenida sólo hasta noviembre de 1968, es decir, hasta la irrupción de las tropas invasoras. Bajo estas condiciones no pudo surgir una federación real y democrática, sino solamente formal. Y la federación checo-eslovaca permaneció como tal: no satisfacía ni a unos ni a otros.

La simpatía que las reformas checoslovacas despertaron en nacionales y extranjeros no agradó a la Unión Soviética, con Breznev a la cabeza, ni a muchos representantes de otros partidos comunistas. Vieron en ellas un movimiento peligroso que amenazaba sus propias posiciones. El 20 de agosto, a las once de la noche, entraron a territorio checoslovaco tropas de cinco países miembros del Pacto de Varsovia (urss, rda, Polonia, Hungría y Bulgaria). Se trataba de la intervención armada más grande en Europa desde la segunda guerra mundial. Alexander Dubcek y otros representantes del partido fueron detenidos y trasladados primero a Ucrania y después a Moscú. El país siguió invadido por las tropas del Pacto de Varsovia; desde la fundación de este grupo bélico en 1955, esta fue en realidad su única intervención importante y estuvo dirigida, irónicamente, contra uno de sus miembros.

El ejército checoslovaco permaneció acuartelado. Sin embargo, en las calles continuaban manifestaciones turbulentas y las tropas invasoras dirigieron sus armas contra la población civil en varias ocasiones. Docenas de personas murieron y muchas más fueron heridas. Finalmente Checoslovaquia prometió dar pasos hacia la “normalización” de la situación y cesar de sus funciones a las personas marcadas como instigadores de la contrarrevolución.

El naufragio del movimiento reformista en Checoslovaquia comprobó que es imposible reformar el sistema comunista, que se trataba nada más de una ilusión que muchos simpatizantes del “socialismo democrático” –sobre todo entre los intelectuales occidentales de izquierda– mantuvieron viva muchos años después. El procedimiento de los dogmáticos en Moscú y de sus cómplices locales, fue sistemático e implacable. En abril de 1969, Alexander Dubcek fue cesado de su puesto de primer secretario del partido y hasta su jubilación trabajó como técnico en una empresa forestal, bajo vigilancia policiaca. Su lugar lo ocupó Gustáv Husák, quien después de su toma de posesión gozaba de cierto crédito y apoyo del pueblo. Muchos de los comunistas reformistas lo consideraban uno de sus hombres y creyeron posible conservar al menos una parte de las reformas, pero la despiadada realidad de su colaboración con la gran potencia soviética los privó pronto de todas las ilusiones. Husák, un hombre sediento de poder, se convirtió incluso en el símbolo de la “normalización” y poco a poco llegó a ser el ciudadano más odiado en el país, al que representó, desde 1975, como presidente.

Con el término de “normalización” se denomina en la historia de Checoslovaquia el periodo que va de 1969 hasta la mitad de los años ochenta, caracterizado por el gran movimiento de expulsiones del Partido Comunista, cuyo fin primordial era eliminar a los intelectuales (tuvieron que abandonar el partido más de cincuenta y tres mil personas). A diferencia de los años cincuenta, no se hicieron aquellos monstruosos procesos políticos. Las persecuciones contra los principales adversarios de la “normalización” no concluyeron con “castigos ejemplares”; más que propagarlas, el gobierno ocultaba estas acciones persecutorias. No obstante, las purgas afectaron a un gran número de personas, en la mayoría de los casos a gente con un alto nivel de formación (prominentes científicos y catedráticos eran degradados a plazas de obreros), y por lo tanto se paralizó el desarrollo de toda la sociedad.

La distribución del poder mundial, según la cual Checoslovaquia figuraba dentro del campo de la influencia soviética, fue finalmente decisivo para el destino del país, en virtud del rumbo que tomaron los acontecimientos en la misma urss. Después de que Mijail Gorbachov asumió las funciones de secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, las correlaciones en todo el bloque soviético empezaron a cambiar. Curiosamente, la liberación avanzaba con mayor lentitud en los dos países antaño más desarrollados: la República Democrática Alemana y Checoslovaquia. En el nuevo ambiente de crítica más abierta empezaban a resucitar diferentes agrupaciones civiles; en Eslovaquia, por ejemplo, fueron muy activos los ecologistas; también reaparecieron los comunistas reformistas con Alexander Dubcek al frente; la prensa y televisión extranjera les proporcionó espacios que supieron aprovechar.

El 17 de noviembre de 1989 se cumplieron cincuenta años de la brutal intervención de los órganos nazis contra las universidades checas y sus estudiantes, cuando las universidades fueron cerradas y los estudiantes transportados a campos de concentración en donde muchos murieron. Este aniversario trágico fue recordado por los estudiantes con una gran manifestación en la que no se trataba solamente de visitar el pasado sino, más que nada, de expresar la inconformidad con la situación en la que entonces se encontraba la sociedad. El pacífico desfile de los estudiantes fue bárbaramente atacado por grupos especiales que hirieron a muchos participantes. La intervención, ordenada por los funcionarios más altos del partido, significó la legendaria última gota que derrama el vaso. Siguió una reacción en cadena: en todas las ciudades grandes del país estallaron manifestaciones masivas condenando aquella actuación del gobierno y exigiendo su investigación.

Para entonces pasaban cada vez más al primer plano Václav Havel y Alexander Dubcek. El gobierno perdió el control de la situación y, como consecuencia de los acontecimientos que siguieron, el presidente Gustáv Husák y su gobierno abdicaron. En su declaración, el nuevo gobierno habló de la transición de Checoslovaquia hacia la democracia parlamentaria y la economía de mercado; se exigía la anulación del Pacto de Varsovia y la partida de las tropas invasoras soviéticas que desde los acontecimientos de 1968 permanecían en el país. La primera fase de la revolución, conocida como “la revolución de terciopelo”, culminó a finales de 1989 con el nombramiento de Alexander Dubcek como presidente de la Asamblea Nacional y la elección de Václav Havel como Presidente de la República. No obstante, la renovación política y moral de la sociedad tuvo también sus lados sombríos; por ejemplo, se interrumpieron todos los lazos entre los ex miembros del Consejo para la Asistencia Económica Mutua, y el intercambio de mercancías entre ellos fue radicalmente reducido cuando el país aún no encontraba en el mundo occidental sus nuevos socios.

Hasta principios de 1990, checos y eslovacos estaban totalmente de acuerdo en la lucha contra el régimen totalitario. Pero cuando el poder del partido cayó definitivamente, muy pronto la sociedad empezó a diferenciarse, según sus intereses originales: aparecieron diferencias en la opinión pública sobre el Estado y su organización.

El primer conflicto en las relaciones eslovaco-checas surgió en la primavera de 1990, cuando el presidente Václav Havel propuso al Parlamento cambiar el nombre oficial del Estado y el escudo estatal. El problema se originó porque el escudo eslovaco, una cruz doble sobre una montaña triple, se iba a colocar sobre el pecho del león checo, lo cual para los eslovacos significaba subordinación y desigualdad de su escudo respecto del de los checos.

Aún mayor contrariedad causó en Eslovaquia la denominación del país; el conflicto fue llamado “la guerra de los guiones”. Viendo el problema de una manera superficial podría parecer insignificante, incluso cómico: los eslovacos pedían escribir el nombre del país con un guión, es decir, Checo-Eslovaquia; los checos insistían en escribirlo como siempre, sin el guión. En realidad se trataba de un conflicto fundamental con un fondo histórico. La lucha por el “guión” en el nombre del país encarnaba dos concepciones diferentes del Estado común. Como se mencionó antes, los checos concebían, en su mayoría, a Checoslovaquia como un Estado unitario, como una especie de continuación histórica del antiguo Estado checo ampliado después de 1919 con el territorio de Eslovaquia. En cambio, la parte eslovaca lo veía como unión de dos conjuntos diferentes y del mismo valor. Históricamente, Eslovaquia jamás formó parte del reino checo, de manera que nunca perteneció a los países de la corona checa. Los intentos de crear una especie de pueblo checoslovaco nunca tuvieron éxito. Es por eso que el dilema del guión reflejaba toda la profundidad de un conflicto condicionado históricamente. La solución final fue un compromiso: según la ley aprobada, el nombre oficial del país sería la República Federativa Checa y Eslovaca, cuya forma corta era escrita sin guión por los checos y con él por los eslovacos. En cuanto al escudo nacional, éste se dividió en cuatro partes iguales: dos con el escudo eslovaco y dos con el checo, situados al través uno frente a otro. Aunque el compromiso no satisfizo a nadie, al menos se evitó una crisis interna.

Otra crisis, mucho más sería y complicada, empezó con la disputa por la división de las competencias entre el gobierno federal y los gobiernos de las dos repúblicas. El debate duró un año y su resultado fue que la superioridad de las leyes e instituciones federales se debilitó, pero aun así se mantuvieron en vigor, de manera que todo el problema sólo se pospuso.

La separación de las dos repúblicas, a la que todo apuntaba, se decidió en las elecciones de 1992, en las que, en ambos lados, ganaron “hombres fuertes” (el eslovaco Vladimir Meciar y el checo Václav Klaus) de quienes los electores esperaban la solución de los principales problemas sociales y económicos. Ya después de su primer encuentro fue claro que la separación se aproximaba. Los dos hombres llegaron a ser presidentes de las asambleas de sus repúblicas y muy pronto llegaron a ponerse de acuerdo, es decir, acabaron con la federación, aunque ninguno de los dos partidos ganadores que ellos representaban planteó tal propuesta en su programa electoral. Según las encuestas, la mayoría de los habitantes, tanto de la República Checa como de Eslovaquia, realmente no deseaba su separación. De la misma opinión fueron también quienes en las elecciones dieron su voz a Václav Klaus y a Vladimir Meciar.

Curiosamente, el mismo día en que el Consejo Nacional de Eslovaquia aprobó la Constitución eslovaca, hubo en la carretera Praga-Bratislava un accidente automovilístico en el que quedó gravemente herido Alexander Dubcek; el 7 de octubre de 1992 murió a causa de las lesiones recibidas. Dubcek era diputado a la asamblea federal por un pequeño partido, Democracia Social Eslovaca, y disponía de una influencia política importante. De alguna manera, su muerte simbolizó la desintegración del país en cuya historia había desempeñado un papel fundamental.

En la medianoche del 31 de diciembre de 1993, además del año nuevo, se celebró también el nacimiento del nuevo país. Sin embargo, la gran fiesta no pudo disimular el hecho de que la mayor parte de los habitantes de Eslovaquia no había deseado llegar a ese momento. Nadie les dio la oportunidad de expresarse sobre el Estado independiente en ningún referéndum, de manera que tal vez fueron más los que se despedían con cierta nostalgia de la federación que quienes celebraban la independencia.
 



 
Vincent Sikula
el cuento del domingo
 
Mandula
 
 
Lenhardt golpea y golpea en el yunque; el cuclillo repite su ¡cucú!; Luko, el perro, ladra y aúlla, mientras Mandula columpia sus elogiadas piernas en el tapanquito, oculta a un desconocido de sus persecutores y tiene un hijo al que todo mundo le pregunta de quién es y cuándo nació. Nespala, el loco del pueblo, resume este universo de pequeños e importantísimos actos cotidianos con esta sentencia: “Vives, vives, pero según yo eso no es vida.” Con esta sensible traducción del cuento de Vincent Sikula, Yanka Klescova redondea para nuestros lectores este número dedicado a ese viejo y joven país llamado Eslovaquia.
 
 
 
 
El guardabosque irá con su escopeta, pasará al lado de la cerca del vivero: dónde está ese cuclillo; cada mañana me despiertan los gallos, en el mes de junio se oyen sus voces muy limpias a través de los techos quebradizos de los gallineros de hojalata oxidada. Solía ver a Mandula (así pensará) cuando aún era una niña con dos trenzas negras, las piernas largas colgando sobre la escurridiza tierra arcillosa a un costado del camino que iba al coto forestal de Tále y de Sadlavárka, y el pastor del pueblo, un hombrecillo pequeño y hundido, parecía una colilla de cigarro cuando le empezaban a brillar los ojos, cada día pasaba por aquí y siempre se levantaba el polvo cuando chasqueaba el látigo, se levantaba el polvo sobre las espaldas de las vacas.

Y Mandula sentada en un tapanquito de madera, las piernas al aire y con los pies descalzos tocaba las tablas grises, mirando por encima del camino la pradera.

“¡Qué piernas tan bonitas tienes!”, le decía el pastor del pueblo. Y casi todo el mundo quería tocarle las rodillas, a pesar de que temían que saliera desde la fragua el padre de Mandula con un aguijón u otro fierro con el que podría romperles la cabeza, como solía amenazar a todos.

“Yo le traería algo”, le seguía diciendo. “¿Qué?” “Una raíz dulce.” “¿Para qué?” “Jajajá.”

El pastor se rió, blandió sobre la cabeza el látigo, del que se cayó un pedazo, y la vaca que estaba más cerca se asustó y brincó.

Dónde está ese cuclillo, cada mañana me despierta, piensa el guardabosque, dónde está ese cuclillo; y sólo después preguntaba en voz alta: “¿Qué pasó con Mandula?” “¿Con Mandula?” “¿Qué pasó con ella? Ya ha faltado dos días al trabajo.”

En el mes de junio, una perdiz se te aparece entre los pies y corre, corre, y sólo cuando ya estás a punto de agarrarla, abre las alas y remonta el vuelo. El camino es blanco, lleno de polvo y la perdiz vuela, vuela y arroja su sombra. El pasto a ambos lados, pero el pasto a trechos está casi gris del polvo, acumulado en el mes de junio, cuando no cae nada de lluvia sobre el campo de papas y maíz.

Y la mujer que camina como su tuviera los ojos cerrados es Mandula. En el mes de junio. Con los ojos cerrados.

Y aquella que viene es la mujer de Frido, la cartera, la reconozco desde lejos por el uniforme postal y porque siempre viene por el mismo camino a esta hora todos los días. La mujer de Frido. Treinta coronas. Mandula todavía no tiene deudas con nadie. A lo mejor se las da ya el lunes, en cuanto cobre. Se las devuelve e irá a comprar un abrigo al niño. A la ciudad.

“¿Con qué?” Mandula encoge los hombros. “He oído que se te fue.” “Esas treinta coronas te las mandaré.” “¿Se te fue?” “Te las mandaré enseguida en cuanto cobre.” “Así que se te fue.” “Se me fue. Por mí no te preocupes…” “¿Por qué me preocuparía? Es que tú nunca lo azotaste como merecía…” “No lo azoté.” “Ahora se te fue.” Mandula asiente. Luego se muerde el labio y vuelve a sentir dolor en los ojos. En el mes de junio. Dos mujeres van caminando entre los campos polvorientos y cada una va por lo suyo.

¡Cucú!

1

De veras. Solía sentarse en el tapanquito de madera al final de la casa de barro medio cubierta con pedazos de hojalata, detrás de la cerca de los palos secos de avellano, y la gente pasaba alrededor y casi todos le hacían plática y los que no, ella misma los llamaba pegándoles un grito de tal manera que, queriendo o sin querer, tenían que volverse a verla. “¿No tiene para el aceite?” “¿Por qué?” “Porque le suenan las ruedas.” “Pues no.” “¡Pobrecillo!” “¡Bribona!”

Lenhardt, pues, el padre de Mandula, enderezaba clavos o tiraba remaches debajo de la acacia en medio del patio para encontrarlos allí cuando los necesitara. Cuando en el pueblo desaparecía un ganso o una gallina, cada vez venían las granjeras y casi todas se traían a un guardia, se paraban detrás del portoncillo de madera y husmeaban, husmeaban, husmeaban, miraban, miraban y todo el tiempo les ladraba el perro.

“¿Qué husmean?”, se enojó Lenhardt y salió a darles la bienvenida con una herradura candente. “Se nos perdió una gallina.” “¿Y acaso crío yo gallinas?” “No sé si las crías”, dijo el guardia. Abrió el portoncillo, desencajó los ojos y pateó el suelo con las botas para asustar al perro. “Tendré que asomarme a tus ollas.” “¿A mis ollas?” “A las tuyas.” “¿A las mías?” “¡En Dios y mi alma!”

El guardia entró en la estancia, olía a quién sabe qué, así que ni se detuvo mucho por allí, se asomó a las ollas, debajo del armario y debajo de la cama. Lenhardt estaba en el patio dando golpes con un martillo en el yunque y maldecía, maldecía, maldecía y el perro ladraba y Mandula estaba sentada en el tapanquito y desde allí le hablaba a la granjera parada detrás del pequeño portoncillo de madera.

“¡Comadrita, qué bonita es usted!” “¡Espérate, espérate!”, la amenazaba la mujer con el dedo. “Es tan bonita como la duquesa.” “¡Espérate!”

Entretanto, también el guardia salió al patio; el perro se le colgó enseguida del capote.

“¡Vete!”, se volvió y le lanzó una patada a los dientes. “¡Comadrita, qué bonita es usted!” Se fueron.

Entonces Lenhardt fue detrás de la casa, trajo una escalera, la apoyó sobre la pared y subió al desván. El piso del desván era delgado; Mandula, que dormía allí todo el verano debajo de un techo lleno de agujeros, a menudo se asustaba de que un día se fuera a caer debajo de ella.

“Pues ya encontré esa gallina.” “¿Qué?” “La encontré.” “¿Dónde la encontraste?” “Aquí la encontré. Detrás de la chimenea”, y de la gallina goteaba sangre como si en ese momento le acabaran de torcer el cuello .

Tenían sólo un vecino, Nespala. Desde que lo dejó la mujer le decían el Viudo. ¡Imagínese! Lo dejó la mujer. Enloqueció como una codorniz. Cada rato pasaba a su casa, y a través del campo verde de tréboles que separaba las dos casas estaba marcado el caminito con sus pisadas.

“Yo no te entiendo, Lenhardt”, empezaba siempre Naspala. “¿Qué?” “No te entiendo. Si tú fueras más listo, tú podrías vivir…” “¿No estoy viviendo?” “Vives, vives, pero según yo, eso no es vida.” “¡Viejo moribundo! ¿Y tú cómo vives? Tienes una olla, y ni hay quién te la lave. ¡Moribundo! Que no te entiendo. Tú no tienes en casa ni qué no entender, tienes que venir a extrañarte a la mía.”

Y así podían pasar hablando horas, mientras Mandula estaba sentada en el tapanquito de madera y como ya estaba por cumplir los diecisiete, cualquier cosa se le ocurría: ahora, que huir con los aceiteros que iban de casa en casa, de puerta en puerta gritando por todos lados: ¡Aceite compren! ¡La mierda pisen!, como contaba el tío Teofil de un muchacho que se dejó atraer por ellos y que luego lo despedazaron con unas azadas ¡Aceite comprén!; ahora, que llegaron al pueblo los gitanos, que afilaban navajas y cuchillos, arreglaban paraguas, y que a ella le hacían plática cuando en el pueblo pasaba por el puentecillo de madera sobre el riachuelo maloliente en el que se agitaban las sanguijuelas; ahora que los gitanos se recogieron detrás del pueblo, junto con Hron hicieron una fogata y cantaban en la noche, hasta muy tarde cantaban.

También entonces dormía en el desván, sobre la paja del verano pasado, daba vueltas de un lado para otro y a través de la pequeña hendidura entre las tablas podridas miraba hacia el bosque que en las noches se transformaba en una negrura enorme, casi al mismo tiempo en que el perro se ponía a ladrar a la luz que venía de un lado, a veces se oían voces ahogadas, retazos de palabras o de oraciones, seguramente iban con la luz dos o tres hombres pero antes de acercarse a la choza, se desviaron hacia la pradera, así que la luz desapareció al fin en el bosque.

Otras veces le parecía que alguien se había acercado hasta la cerca de madera, que iba y venía, incluso le parecía que le decía al perro: ¡Luko, deja! ¡Luko, no vayas a dejar! Se sentó, paró las orejas, ¿quién podría ser? A veces hasta bajó al patio y toda excitada se paró junto a la puerta de la cocina pensando si no debería despertar a su padre. Con el corazón palpitando dio la vuelta alrededor de la choza acompañada del perro que aullaba. ¡Luko, deja! ¡Luko, cállate! ¡Ya!, tranquilizó al perro y volvió a subir al desván.

Por la mañana la despertaba el sol a través del techo agujerado.

Bajó la escalera, Lenhardt estaba parado en medio del patio, el cabello lleno de plumas, en la mano un martillo.

“Alguien tuvo que estar allí por la noche”, dejó escapar entre sus dientes amarillentos. “¿Por qué?” “Porque se nos desapareció el perro.” “¿Qué?” “Alguien nos robó al perro.” Se quedó con un pie en el último peldaño de la escalera.

A Lenhardt, que hasta ahora parecía tranquilo, se le subió la rabia. Pegó un portazo y corrió atravesando el trebolar.

“¡Alexin, levántate! ¿Me oyes, apestoso? ¿Por dónde te arrastrabas anoche que aún estás roncando? Pasas la noche andando por patios ajenos y en el día te tumbas! ¿Me oyes? ¡Levántate, desgraciado!” “Te has vuelto loco”, sonó en la casa la voz de Nespala.

“Si no abres, voy a romper la puerta. ¡Marrano! ¡Desgraciado asqueroso! ¿Qué hiciste con mi perro?” “¿Qué?” “¿Qué hiciste con mi perro?” “¿Qué? Me parece que de veras alguien te golpeó en la cabeza”, abrió la puerta mirando con la boca abierta. “¿Dónde está mi perro?” “No te entiendo, Lenhardt…”

Pasó durmiendo en el desván todo el verano. Día tras día oía voces, trataba de comprender al menos algo de la conversación, pero nunca lo logró. Una vez sintió la luz al lado mismo de la cerca. Se puso la ropa, con cuidado cruzó el desván y cuando se asomó a la boca en la que estaba apoyada la escalera, vio que no se había equivocado. Detrás de la cerca estaba parado un hombre. Tenía la cara como recortada en madera.

“¿Qué buscas por aquí?” Él ni siquiera se movió. “¿No has oído? ¿Qué quieres?” “¡Baja!”, dijo en voz tan baja que apenas pudo oír. “Voy a despertar a mi padre. ¿Quién te llamó para acá?”

Como no se movía, bajó rápido la escalera y ya estaba tocando el pasador de la cocina, cuando el desconocido dijo: “¡Espera!” “¿Qué quieres?”

Levantó la mano, le insinuó que no hablara. No parecía nadie de quien tuviera que tener miedo. Era más bajo que ella, por detrás de la cerca de madera sólo se le asomaba la cabeza y un poco de los hombros. Le parecía que ya lo había visto en algún lugar. No se podía acordar.

“¡Apaga el farol!”, le dijo e hizo un movimiento como si ella misma quisiera apagarlo. “¿Cuál farol?”

Se acercó y sólo entonces se dio cuenta de que el desconocido tenía en la mano un leño podrido encendido.

“¿Siempre te alumbras así?”, preguntó. “¿Por qué siempre?” “Estuve mirando el camino, cada noche pasaba alguien con un candelero, a veces cantando, a veces platicando, a lo mejor iban dos, a lo mejor más, y siempre como si estuvieran discutiendo por algo. Pasaron por Obora, luego por Fárske y por las praderas de Sebreza y siempre desaparecían en el bosque. ¿No estabas entre ellos?” “¿Por qué crees?” “¿De dónde podrías venir si no de allí?”, de pronto comprendió que en realidad había encontrado la clave. Se agachó un poco para verle mejor la cara. “Tú nos robaste el perro”, dijo. “¿Yo?” “Estabas dando vueltas por aquí y siempre te ladraba.”

A decir verdad era un muchacho, podía tener unos dieciocho o diecinueve años. La cara pálida, parecía estar cansado.

“¿No fuiste tú?”, seguía insistiendo ella. “No sé nada.” “¿Por qué entonces vagas por las noches?” “No puedo dormir.”

Entonces vio la luz. La misma luz que solía ver antes. Despacio se acercaba hacia ellos. Parecía que se podían oír también sus voces, pero claro que no se entendía nada porque la luz estaba aún lejos.

“¡Mira!”, mostró con el dedo. Se volvió y empezó a ponerse inquieto. “¿Qué pasa?” “Nada.”

Los dos contemplaban el camino y su inquietud crecía cada vez más, de tal manera que la invadía también a ella.

Tiró la madera y con las dos manos se agarró de las tablas. “Tienes que esconderme”, dijo. “¿Dónde te escondo?” “¡Escóndeme en algún lugar!”

Corrió alrededor de la cerca y enseguida volvió de nuevo a su lado. La luz se acercaba.

Cuando Mandula despertó, el hombre hacía rato que ya no estaba allí. Reflexionó si debía contarle todo a su padre, pero finalmente decidió no decir nada a nadie. Bajó la escalera y Nespala ya estaba en casa. Se apoyaba en el yunque y hablaba con su padre.

“Deberías… este…” “¿Qué?” “Deberías dedicarte más a tu oficio.” “Tú no te dedicas a nada. Todos los días los pasas roncando o vienes a criticármelo todo aquí.” “Es otra cosa.” “¿Cómo que otra cosa? Trabajo tanto cuanto necesito.” “¡Marrano!”, se escandalizó Nespala y escupió.

Mandula entró en la cocina, se puso a preparar el desayuno. Todo el día estuvo pensando en el muchacho que durmió en la noche junto a ella. ¿Quién era? ¿Qué buscaba realmente?

En la noche siguiente vino de nuevo.

“Mandula, ¿duermes?” “No duermo.” “¡Baja!” Y otra vez se repitió todo. Vino todo un mes, pero después se esfumó. Desde entonces no volvió a verlo. Una vez le pareció haberlo visto en la ciudad cruzando la calle. Corrió detrás de él, pero cuando ya lo estaba agarrando por la manga, descubrió que era otro hombre. “¡Disculpe!” “¡Por nada!”

Y Mandula estaba sentada en el tapanquito de madera, los pies le colgaban sobre la escurridiza tierra arcillosa, mirando por encima del camino la pradera y el bosque, y el pastor del pueblo chasqueó junto a ella el látigo, porque hacía unos días lo había cambiado por uno nuevo.

“¡Muchacha!” “¿Qué quieres?” “Alguien olvidó en tu casa su cubilete.” “¿Qué cubilete?” “El cerro verde, el cerro de roble… Te canté una canción de cuna, ¿no has oído?” “¡Loco!” “¿Por qué yo?”, rió y tres veces hizo el cucú. “¿Acaso ya no te acuerdas?” “¿De quién?” El pastor sonrió. “¿De qué te ríes?” “¡Jajá!” “¿Tú lo viste?” “No lo vi.” “¿Entonces?” Hizo cucú otra vez. “¿Escuchaste algo?” “Escuché.” “¿Qué escuchaste?” “Un cuclillo.” “¿Nada más?” “Nada más.”

Estaba sentada en el tapanquito de madera. Se puso el sol. De la chimenea salía humo. El humo era pardo, casi rojo. El pastor regresaba con las vacas al pueblo. Por el camino corrían perdices. ¡Zas! ¡Zas! El pastor hacía sonar el látigo. Sobre el surcado rastrojal brillaban pedacitos de vidrio.

Al cabo de unos meses le nació un hijo.

2

Cuando el hijo de Mandula ya había cumplido seis años, un día lo paró en la calle la suegra de Frido.

“¿De quién eres?”, preguntó. “De Mandula.” “¿De Mandula? ¿Tu padrino te compró unas medias de lana, verdad?” “Hmm.”

La suegra de Frido le quitó muy amablemente las medias y muy amablemente se las llevó. La suegra de Frido. En la calle.

“¿Qué te pasó?”, le preguntó Lenhardt cuando regresó a casa llorando. “Este, este, este…” “¿Dónde tienes tus medias de lana?” “La tía me las quitó.” “¿Cuál tía?” Encogió los hombros y se puso a llorar con más escándalo.

“La voy a matar”, se enojó Lenhardt, cogió un martillo y salió de la casa. Pero no llegó ni a la mitad del camino cuando algo lo agarró. Así como digo. Algo lo agarró y Lenhardt por poco gritó: ¡Jesucristo! Se sentó sobre un tronco de manzano y se tomó el corazón porque fue allí donde más sintió que lo agarraban. Lenhardt, ¿qué te pasa? Desencajó los ojos y en realidad no sabía si estaba hablando consigo mismo o si Nespala, que de pronto apareció delante de él, le preguntaba algo.

“¿Qué te pasa, Lenhardt? ¡Me parece que la quieres entregar! ¡Mandulaa! ¡Mandulaa!, ¿me oyes?
Caray, niño, ¿dónde tienes a tu madre?”

El niño dejó de llorar y se puso a su lado.

“¡Llámale a tu mamá!” “Está en el trabajo.” “Pues corre a traer el agua.”

El niño se puso a correr.

“Lenhardt, ¿dónde te duele? ¡Lenhardt! ¡Ya!” Lenhardt intentó abrir los ojos. El martillo se le cayó de la mano. La verdad, sólo entonces Mandula empezó a preocuparse. El niño estaba por cumplir siete años y lo llevó por primera vez a la escuela.

“¿Cuándo naciste?”, le preguntó el maestro. “En el verano.” “¿Cuándo en verano?” “Qué sé yo. En mayo.” “Mayo tiene unos treinta y un días enteros.” “¡Por Dios! ¿Quién se acordaría tan exactamente?” Después el maestro se volvió hacia el niño. “¿De quién eres?” “De Mandula.” “¿Sabes preparar la chimenea?” “Sé.” “Cuando empiecen a caer las heladas, vas a preparar la chimenea. ¿Está bien?” Asintió.

De manera que el maestro lo hizo sentarse al lado de la chimenea, donde había un lugar libre, junto al hijo menor de Teofil, que tenía una mirada tan extraña, tan salvaje como si le hubieran echado mal de ojo; la misma mirada tenía también la mujer de Teofil desde aquella vez que la cornó una vaca, le traía heno al pesebre y la vaca le clavó los cuernos, la encontraron debajo del pesebre hasta el día siguiente, cuando ya la habían buscado por todo el pueblo (tanto calor se me sube a la cabeza, tanto calor como si la cabeza se me quisiera desprender), a veces abría los brazos y los movía, movía, movía y hasta muy tarde en la noche se oían las canciones de los peregrinos a las que luego seguía un largo aullar sin sentido.

“Mamá, ¿duermes? ¿Por qué no me puedo dormir?” “Tienes que cerrar los ojos. ¡Cierra los ojos y mira las ovejitas! Todas las ovejitas tienen rizos blancos y todas saltan en el césped y por encima de la cerca. Una ovejita, dos ovejitas, tres ovejitas… todas las ovejitas saltan en el césped y por encima de la cerca…”

En la madrugada le pareció haber oído de nuevo el cuclillo. Ni se vistió, en camisón salió corriendo al patio. Sobre Obora caía la neblina. Sobre Svandlarky brillaba la luna. De la acacia caían hojas.

Aún no había amanecido del todo y ya estaba Nespala en su casa.

“¡Iko, levántate! Iko, ¿me oyes?” llamó al niño que todavía estaba en la cama. “Iko todavía duerme.” “¡Despiértalo, pues! Le traje una gorra de piel. La encontré ayer cuando estuve revolviendo el tambarillo. Vamos a tener un invierno cruel. ¡Como que hay Dios en el cielo! Aún no ha habido un invierno así. Iko, ¿duermes? Te traje una gorra de piel.”

Iko abrió los ojos. “¡Mira! Te traje una gorra de piel. Y enseguida le metió la cabeza en ella.” “Le queda grande.” “¡Cuál grande! Tiene la cabeza pequeña para ella. La cabeza crecerá. Te traje una gorra de piel.”

Preparó el desayuno, se lo ofreció también a Nespala. Arregló al niño para la escuela y también a sí misma para el trabajo. Sobre un traje rojo se puso un abrigo corto de Lenhardt, la cabeza envuelta con un pañuelo de flores.

“¿Al trabajo?” “Al trabajo.”

El viejo balbuceó algo y desapareció. Pasó un rato parado en el patio viendo hacia los prados de Sebrec. Las urracas tienen miedo de posarse en el suelo, va a haber un invierno cruel. Cruzó el trebolar, se quedó parado delante de su casa. El niño pasó a su lado, tenía la gorra de piel puesta. Después observó a Mandula hasta que desapareció en el bosque.

De doce años empezó a ir a la escuela en la ciudad y Mandula tuvo que pensar en él desde la mañana hasta la noche mientras sembraba arbolitos. Cuando cortaba con unas grandes tijeras el forraje, un muelle se soltó y se cerraron la tijeras en vacío, las mujeres se le adelantaron mientras ella se detenía buscando el muelle, cada una llevaba un bulto de forraje a la artesa, a la que vendrán los venados, así como vinieron el año pasado, cuando estaba todo enterrado bajo la nieve, veredas y caminos, valles y cerros, los animales de caza mayor venían hasta las casas mismas, uno ni pensaría cuántos cazadores furtivos había cuando bajaban al pueblo los animales de caza mayor, cuando caminaban a lo largo de la cerca de espino cambiando de color como cuando cae el moho, los botones de cobre brillan en el abrigo del padre, pero el niño ya no se quiere poner el abrigo del padre porque sus amigos se burlan de él y en la parada del autobús lo llaman por el nombre del padre, Lenhardt, Lenhardt, Lenhardt, agarran los botones de cobre, a lo mejor debería tenerles miedo, la semana pasada le rompió la cabeza con un estuche para plumillas al hijo de la cartera, dónde está ese muelle, en el mes de junio, cuando el mimbre crece hasta la altura misma de un árbol, podrías colgarte en él o trepar hasta arriba, dónde está ese cuclillo, en la torre ya sonaron las horas del mediodía, dentro de poco el niño regresará de la escuela, pues también saldrán antes del trabajo si trabajan sin descanso, por unos botones de cobre nadie le dará hoy ni un centavo…

Del trabajo regresaba cansada, cada día más cansada, hueso y piel, hueso y piel, Mandula, cada vez que le hablaba al niño ponía la cara como si le quisiera sacar algún secreto.

“¿Fuiste hoy a la escuela?” “Fui.” “¿A quién viste?” “A nadie.” “¿Nadie te habló en la ciudad?” “Nadie.”

Al niño en realidad no le gustaba cuando su madre le preguntaba, día tras día, todos los días, siempre lo mismo.

“¿Fuiste a la escuela?” “Fui”, murmuró como una paloma, cual si no fuera su madre, así le murmuró. “Hijo, no me gustas”, se escandalizaba Nespala. “¿Qué?” “Digo que eres raro.”

Al día siguiente simplemente no regresó de la escuela. En la noche ella bajó al pueblo para preguntar a sus compañeros qué podría significar aquello. No sabían nada. Aquella misma noche partió a la ciudad.

En el mes de junio, una perdiz se te aparece entre los pies y corre, corre y sólo cuando ya estás a punto de agarrarla, abre las alas y remonta el vuelo. El camino es blanco, lleno de polvo y la perdiz vuela y vuela y arroja su sombra. El pasto está de los dos lados, pero el pasto a trechos está casi gris del polvo acumulado, en el mes de junio, cuando no cae nada de lluvia sobre el campo de papas y maíz.

Y la mujer que camina como si tuviera los ojos cerrados es Mandula. En el mes de junio. Con los ojos cerrados.

“¿Así que se te fue?” “Se me fue.” “¿Fuiste a buscarlo?” Mandula asiente. “¿No lo encontraste?” Mandula mueve la cabeza. “Está bien. Cuando llegue, tienes que azotarlo. Tienes que azotarlo bien. Si no lo azotas, volverá a irse. Mientras más grande sea, más a menudo se te va a ir. Así como digo.”

Y Mandula se pone a llorar. Y todos los que la ven se extrañan, porque nunca nadie vio a Mandula llorar. En el mes de junio.

¡Cucú! ¡Cucú! ¡Cucú!

Traducción de Yanka Klescova